Crítica:

Art Blakey: actuación en Madrid de un mito del "jazz" moderno

Si hay un buen lugar en Madrid para escuchar un concierto de jazz, ese lugar es sin ninguna duda el Colegio Mayor San Juan Evangelista, tal y como pudo comprobarse el pasado lunes con motivo del concierto del batería Art Blakey. Este tipo jocundo y sonriente, esta verdadera fuerza de la naturaleza con 62 años a cuestas, agradece el fervor de un público estupendo e inmediato en sus reacciones, un público que se lo pasa de miedo más por lo que siente que por un convencimiento intelectual, y eso es bueno.

De manera que allí estábamos, dispuestos a escuchar una nueva edición de los Jazz Mes...

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Si hay un buen lugar en Madrid para escuchar un concierto de jazz, ese lugar es sin ninguna duda el Colegio Mayor San Juan Evangelista, tal y como pudo comprobarse el pasado lunes con motivo del concierto del batería Art Blakey. Este tipo jocundo y sonriente, esta verdadera fuerza de la naturaleza con 62 años a cuestas, agradece el fervor de un público estupendo e inmediato en sus reacciones, un público que se lo pasa de miedo más por lo que siente que por un convencimiento intelectual, y eso es bueno.

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De manera que allí estábamos, dispuestos a escuchar una nueva edición de los Jazz Messengers, el grupo que fundaron Blakey y Horace Silver en 1954 y que desde entonces se ha convertido en la más importante cátedra de jazz en la historia de esta música. Un breve repaso por los nombres de distintos mensajeros indica el nivel que siempre han mantenido las sucesivas ediciones: Kenny Dorhám, Hank Mobley, Jackie McLean, Bill Hardrnan, Benny Golson, Lee Morgan, Wayne Shorter, Freddie Hubbard, etcétera.Los nuevos, a los que ya pudimos escuchar en San Sebastián, son James Williams al piano, Wynton Marsalis con la trompeta, Bobby Watson al saxo alto, Bill Pierce al tenor y Charles Fambroug, al bajo. Por cierto, el instrumento que la pasada semana tocó Ron Carter no era un chelo, como muchos pensábamos, sino un bajo piccolo. El error, ampliamente compartido, viene dado por la estatura de Carter, que con sus dos metros provoca que todo instrumento o cosa situado a su lado parezca definitivamente canijo. Por otro lado, las diferencias entre ambos instrumentos residen en una pequeña variación de tamaño y registro y diferente afinación.

Aclarado el entuerto vamos con el concierto de Blakey. Todo el trabajo del grupo se basa en el tipo que es su padre espiritual, y todavía, su mayor impulso. No es posible para los solistas descansar un solo momento, la fuerza de Blakey es brutal, y cuando el solista de marras parece decaer un poco en sus ímpetus, un redoble salvaje o un par de golpes en un plato le recuerdan que el lirismo no tiene por qué ser cansino. Pero no es bueno pensar que Blakey no sabe de sutilezas. Su firmeza rítmica no es más que una plataforma para que sus músicos puedan extraer lo mejor de sí mismos y sus acentos no vienen porque sí, responden a las necesidades de unos solos qué él sabe escuchar y comprender como nadie, con su eterna sonrisa y sus ojos en blanco. Verle y escucharle es comprender y aprender muchísimas cosas. Da gusto.

Por su parte, los instrumentistas ya asombraron bastante en San Sebastián como para descubrirles ahora. En aquella ocasión el más celebrado fue el tenor Bill Pierce; pero como en una muestra de que todos van a la par, aquí lo más bello (sesión de tarde) salió de los labios del trompetista Wynton Marsalis, que hizo unos solos tremendos, como una seda que en ningún momento parecía dispuesta a romperse. Su misma discreción, su falta de histrionismo hacia aún más valioso su trabajo. Otro destacado (porque este grupo va sobre todo de solos), fue el pianista James Williams, un tipo con un buen gusto asombroso y que por una u otra razón recuerda a un McCoy Tyner con un grado menos de fiereza.

Por su lado, Charles Fambrough estuvo tan bien como es habitual, aunque su mejor trabajo, también como es habitual, estuvo en su acompañamiento. Finalmente, Bobby Watson y su alto parecieron arriesgarse más que el resto, de donde consiguió momentos espléndidos, adobados por pequeños fallos que no eran más que el reflejo de su entrega. Con todo ello la gente estaba, no contenta, sino feliz; pocas veces se ha visto tal unanimidad en la sonrisa, tan sincera insistencia cuando se pide una repetición. Aquello fue, precioso y la mejor medicina para poner de buen humor a todo el mundo. Eso y una gran música es difícil pedir más.

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