Crítica:

Vivir la muerte

Vivir la muerte nos sucede a todos cada día, vivirla cara al final definitivo. No es tan corriente, en cambio, morirse poco a poco ante la cámara, con la ayuda del cine y de un discípulo realizador y amigo.Tal es la trama de c:sta extraña aventura cinematográfica llevada a cabo por Wenders y Ray, en circunstancias ya conocidas. Filmar la propia muerte viene a ser una rotunda decisiórt de quedar tras de sí no en los retazos de unas cuantas películas, sino en la propia imagen etemamente renacida. Actor y director teatral, hombre de cine total y honesto a la postre, Nicholas Ray recorrió el habit...

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Vivir la muerte nos sucede a todos cada día, vivirla cara al final definitivo. No es tan corriente, en cambio, morirse poco a poco ante la cámara, con la ayuda del cine y de un discípulo realizador y amigo.Tal es la trama de c:sta extraña aventura cinematográfica llevada a cabo por Wenders y Ray, en circunstancias ya conocidas. Filmar la propia muerte viene a ser una rotunda decisiórt de quedar tras de sí no en los retazos de unas cuantas películas, sino en la propia imagen etemamente renacida. Actor y director teatral, hombre de cine total y honesto a la postre, Nicholas Ray recorrió el habitual escalafón de su arte a la inversa, desde sus colosales y postreras producciones en España hasta encerrarse en el círculo de sus colaboradores, alumnos y amigos. Sus mejores historias, a lasombra de la Crawford o James Dean, le llevaron a la estima de los temibles productores con los que nunca habría de entenderse hasta llegar a verlos convertidos en verdugos de sus secuencias mejores.

Relámpago sobre agua

Dirección Nicholas Rayy Wim Wenders. Fotografía: Edward Lachman. Montaje primero: Peter Przygodda. Música: Ronne Blakley. Intérpretes: Nicholas Ray, Wim Wenders, Ronne Blakey, Susan Ray, Tom Farrell, Gerry Bamman.Color, 1979. Local de estreno: Alphaville.

Tras dos montajes sucesivos, el uno proyectado en Cannes y el otro, al parecer, definitivo, este extraño filme, mezcla de angustia y reportaje, de ficción y desesperanza, nos invita a meditar sobre la suerte de los mitos de América. No es el suyo un canto fúnebre al estilo de Fedora ni un adiós melancólico y trágico como Sounset Boulevard. Ray ha querido ir más allá con la terrible lucidez de un medio tantas veces frívolo más que a veces consigue alumbrar en sus registros mejores, la angustia del instante en que todo se borra, tal como suelen llevarlo a cabo sus hermanos mayores. Ray acomete el tema de la muerte con la objetividad de quienes la adivinan y hacen frente, sin perder el valor cuando todo se pierde.

Cuando aún restan en la memoria rostros de actrices y actores desde los que se nos engaña, tersos, inmortales, escondidos entre flores y absurdos funerales; cuando se nos revela el vacío de una generación enmascarado en el postrer instante, entre caoba, flores y homenajes, resulta significativo, cuando no ejemplar, ver a Ray convertido en máscara de sí mismo, cara a su propio fin, luchando aún con Winder para no dejarse arrebatar de entre las manos algo más que un filme o un testamento: la historia de su propia muerte realizada en vida.

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