Tribuna

Los pájaros huyeron de Valencia

El primer rumor del golpe militar me pilló en el cementerio de Villarreal. Un albañil estaba tapiando con impecable maestría el nicho de un amigo mío que ha muerto por fumar demasiado y alguien rezagado del duelo llegó con el cuchicheo entre el gorigori de que habían intentado asaltar a tiros el palacio de las Cortes. Que una noticia de esta índole te coja ya en el camposanto te facilita mucho las cosas psicológicamente. Crees tener más de la mitad del camino andado. Rodeado de tumbas bajo una lívida brisa invernal, miras alrededor el panorama funerario y se te presenta con toda claridad el po...

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El primer rumor del golpe militar me pilló en el cementerio de Villarreal. Un albañil estaba tapiando con impecable maestría el nicho de un amigo mío que ha muerto por fumar demasiado y alguien rezagado del duelo llegó con el cuchicheo entre el gorigori de que habían intentado asaltar a tiros el palacio de las Cortes. Que una noticia de esta índole te coja ya en el camposanto te facilita mucho las cosas psicológicamente. Crees tener más de la mitad del camino andado. Rodeado de tumbas bajo una lívida brisa invernal, miras alrededor el panorama funerario y se te presenta con toda claridad el porvenir. Levantas los hombros con resignación y, ya que estás aquí, añades otro responso más. Se acabó lo que se daba.Mientras el enterrador hacía de las suyas, en el duelo se comentaba que aquello sólo era un incidente. Alguien había disparado en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, por la radio se habían oído gritos. Las noticias eran confusas, pero en el primer momento parecía que se trataba de una gamberrada un poco más gorda de lo normal. Dejé a mi amigo a salvo en su fosa y cogí el coche para regresar a Madrid entre dos luces, con la sierra Espadán amoratada por el crepúsculo. Villarreal dista cincuenta kilómetros de Valencia. Con la salmodia fúnebre todavía entre ceja y ceja, me olvidé de la política y sus percances terrenales, iba pensando en lo corta que es la vida, en lo malo que es el tabaco y otros problemas existencialistas cuando, al bajar la ventanilla del automóvil, en la entrada de la autopista, para coger el ticket, oigo en el transistor de la garita a toda mecha el toque de diana: «Quinto, levanta, tira de la manta; quinto, levanta, tira del mantón». Un toque de diana retransmitido con un énfasis floreado de bombo y platillos en la puesta de sol es algo muy surrealista, aunque en vísperas de fallas en esa tierra todo era posible.

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A estas alturas del siglo XX, las guerras producen unos emboteIlamientos terribles. Eso fue lo primero que noté al entrar en Valencia, un atasco gigantesco, un laberinto demencial y un extraño silencio a pesar de todo. Detenido durante la primera media hora junto al pretil del antiguo cauce del Turia, veía la sucesión de puentes atiborrados de vehículos, una extensión de chapa inacabable y, al fondo, las torres de Serranos iluminadas. Pero no se oía un solo pitido, nadie manifestaba un gesto de protesta; había en medio de aquel barullo descomunal una resignación bastante rara. Muchos coches iban ocupados por familias enteras con los niños callados. Los peatones andaban a paso ligero, como si fueran a llegar tarde a un gran espectáculo. Tengo el riego sanguíneo del cerebro tan lento que llegué a pensar que tal vez unas calles más allá estaría pasando la cabalgata del ninot que abre las fiestas falleras. Después de una hora de inocencia democrática fue un vecino de atasco el que me sacó de dudas. Desde la radio de su coche caían como mazazos los once artículos del bando del capitán general Milans del Bosch.

Juicios sumarísimos, toque de queda, prohibición de andar más de dos personas juntas por la calle, personal militarizado, imposibilidad de circular en coches particulares, órdenes de disparar sin previo aviso, todo este arsenal saltaba cada diez minutos entre música clásica en las radios de todos los vehículos paralizados. Eran las nueve de la noche. Atrapados por el atasco estábamos quebrantando ya el toque de queda, de modo que podían disparar impunemente sobre nosotros como si fuéramos perdices. En medio de aquel laberinto, según las noticias que daban los peatones apresurados y los conductores paranoicos, la sensación era que el golpe militar habla triunfado en toda España. Alguien me aconsejó que desistiera de viajar a Madrid porque la capital de la nación estaba bloqueada y no se permitía entrar ni salir. La gente sólo tenía una obsesión: largarse, esfumarse hablando lo menos posible, encerrarse en casa, meter la cabeza debajo de la almohada.

Tardó otra hora todavía en deshacerse el nudo de coches. No había un solo guardia de la circulación y cada vez eran más esporádicos los viandantes. Estaba funcionando la famosa madurez del pueblo español; quiero decir que allí, en el laberinto, nadie soltaba ni media opinión; sólo se usaba una cortesía de catástrofe colectiva y unos deseos apremiantes de ponerse a salvo cuanto antes. Al salir de aquel atolladero comencé a circular por algunas calles de la ciudad, ya completamente vacía. Fue entonces, en medio de aquel silencio despoblado, cuando oí un rugido de hierros y, parado en una esquina, vi pasar por delante del parabrisas lo que yo había creído en mi estupidez la cabalgata del, ninot. Unas orugas gigantes, carros de combate, aparatos rarísimos, camiones cenicientos, convoyes militares iluminados por las farolas de la avenida del Marqués del Turia, seguían camino hacia la Alameda. No eran precisamente las carrozas de la batalla de flores.

Sin más información que la ley marcial, cogido en la desagradable sorpresa de tener que dar vueltas en una ciudad vacía, tomada por los tanques, en la oscuridad del toque de queda ya quebrantado, que te pone a merced de cualquier gatillo, busqué la salida de Valencia por una carretera secundaria para volver hacia Castellón. Se trata de una anécdota mínima dentro de una noche desolada.

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Los valencianos de Valencia asisten cada atardecer a un espectáculo increíble. En los árboles de la avenida del Marqués del Turia, en las antenas de televisión de alrededor y en la torre metálica de la Hidroeléctrica, hacia la puesta de sol, miles, decenas de miles de pájaros, se posan para pasar la noche, en medio de un griterío ensordecedor. Esta nube de pájaros está acostumbrada a toda clase de ruidos, desde el ronroneo cotidiano de la circulación hasta los petardos más secos de cualquier fiesta fallera. Jamás han abandonado la costumbre! de pernoctar en ese paraje de la ciudad. Es un hecho cierto que durante la noche histórica del 23 de febrero de 1981, al oír en mitad del sueño el extraño sonido de los tanques que pasaban por debajo de las ramas, los pájaros huyeron despavoridos en desbandada hacia un destino desconocido. Es la primera vez que sucede este fenómeno. Pasado el peligro, los pájaros volvieron a dormir allí al día siguiente.

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