Tribuna

De diccionarios y otras reclusiones

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Yo he hecho a veces la experiencia de preguntar en Madrid por la calle de María Moliner -inexistente, que yo sepa- y siempre me han mandado a la calle de María de Molina. Esto prueba hasta qué punto era desconocida esa gran mujer que ahora desaparece, no por esos tipos esquineros a quienes se pregunta siempre o se les pide fuego (yo no fumo), pero también por la Academia.Violeta Demonte, más profesional de la cosa, le reprocha al gran Diccionario de María Moliner el que sea en buena medida intuitivo, y precisamente por eso es por lo que a mí me ha gustado siempre. Habría que hacer más d...

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Yo he hecho a veces la experiencia de preguntar en Madrid por la calle de María Moliner -inexistente, que yo sepa- y siempre me han mandado a la calle de María de Molina. Esto prueba hasta qué punto era desconocida esa gran mujer que ahora desaparece, no por esos tipos esquineros a quienes se pregunta siempre o se les pide fuego (yo no fumo), pero también por la Academia.Violeta Demonte, más profesional de la cosa, le reprocha al gran Diccionario de María Moliner el que sea en buena medida intuitivo, y precisamente por eso es por lo que a mí me ha gustado siempre. Habría que hacer más diccionarios intuitivos, porque el idioma es intuición, y lo dijo un gran intuitivo del idioma: «La palabra no es una etimología, sino un puro milagro».

Lo que tiene de personal, de poético, de fascinante, el Diccionario de María Moliner es lo que tiene de intuitivo -óptica femenina del mundo- frente a los corpulentos e impenetrables diccionarios de tantos machistas del idioma.

Los diccionarios generalmente son hospicios de palabras, doctas reclusiones, preventorios, y yo apenas uso diccionarios -salvo el filosófico de Voltaire-, porque incluso el Casares (que me regaló mi señora un día de mi santo) le pone a las palabras un mandilón de reformatorio. Las ciencias de la lengua han llegado hoy a su límite y perihelio, son la ciencia de moda, pero, frente a los estructuralismos enclaustradores, Chomsky nos dice lo definitivo:

-Una lengua es la manera de alcanzar lo infinito con medios finitos.

En un artículo de juventud, Salvador Jiménez reflexionaba sobre el milagro de que en el teclado de la máquina estén contenidos combinatoriamente el Quijote, Dostoievski, Hegel y Proust. Lo mismo de Chorasky, pero formulado antes y con mayor humildad. O sea, que el lenguaje es una estructura abierta (e incluso el vector a la apertura de que disponen las cosas cerradas), y de ahí la profunda contradicción reclusiva de los diccionarios, que, naturalmente, son formidables y espantosas máquinas de erudición, silos de palabras, pero nada más. El diccionario es a la escritura lo que el pantano a la lluvia.

Cuando el oficio de uno es llover libremente y escampar cuando Dios quiere, los diccionarios cuentan poco. Por ejemplo, don Marcelino Meriéndez y Pelayo me parece a mí que es un gran prosista cuando, desenganchado de su cumulativa erudición, se lanza por libre a glosar un escritor o un estilo. Generalmente, su ágil y musculada pluma aparece lastrada por lo que hoy llamaríamos «polución informativa», aparte las inmanencias ideológicas y el gusto decimonónico que nos distancia del polígrafo de los billetes de diez duros (que ya no hay).

Así pues, el reproche universitario que se le ha hecho a la gran obra de María Moliner me parece a mí su mejor elogio. Sólo la mujer y el poeta son capaces de escribir -cuando lo son- bajo iluminaciones e intuiciones. La intuición del idioma que recorre los dos tomos de María Moliner y los engancha uno al otro es lo que hace de su Diccionario una obra singular, poética, que el poeta puede consultar sin verse fosilizado ni recluido. Respetemos todos los diccionarios, pero leamos -más que consultar- el de María Moliner.

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