Tribuna:

Descripción del asesino

Conozco muy bien al asesino de Lennon. Lo identifiqué inmediatamente cuando me lo describieron rondando obsesivamente el edificio Dakota, de la calle 72, con un revólver calibre 38 en un bolsillo y una libreta de autógrafos en la mano. Veinticinco años, ojos melancólicos, pelo castaño oscuro, recién llegado a Manhattan, antiguo residente en Alabama y Honolulú, ex guardia de seguridad y con una reproducción del Cristo de Dalí clavada con chinchetas en las desconchadas paredes ocres de su apartamento.Es aquel solitario vengador de Taxi Driver llamado Travis. Es el camionero loco de ...

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Conozco muy bien al asesino de Lennon. Lo identifiqué inmediatamente cuando me lo describieron rondando obsesivamente el edificio Dakota, de la calle 72, con un revólver calibre 38 en un bolsillo y una libreta de autógrafos en la mano. Veinticinco años, ojos melancólicos, pelo castaño oscuro, recién llegado a Manhattan, antiguo residente en Alabama y Honolulú, ex guardia de seguridad y con una reproducción del Cristo de Dalí clavada con chinchetas en las desconchadas paredes ocres de su apartamento.Es aquel solitario vengador de Taxi Driver llamado Travis. Es el camionero loco de Easy Rider, que dispara su escopeta contra dos motoristas melenudos (Peter Fonda y Denis Hooper). Es aquella extraña feminista llamada Valerie Solana que una noche de inspiración vació el cargador contra Andy Warhol, sin explicaciones. Es Sirham Sirham.

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El escenario también lo reconozco. Estamos en el Nueva York alucinante de los autobuses sin destino, de los apartamentos laberínticos y desvencijados, de los metros mortales e infinitos del Gloria de Cassavettes, de Wim Wenders, de Sriedkein y de Martin Scorsese. El antiManhattan de Woody Allen.

Travis, Valerie Solana, el francotirador salvaje de la azotea, Sirham Sirham, aquel justiciero planetario que liquidó a Oswald mirando hacia las cámaras de televisión o este confuso Chapman, son la misma persona. Es el asesino nato de la década de los setenta, como hubiera diagnosticado Lombroso.

Un tipo siniestramente familiar este Chapman. Con el estigma del asesino mitómano inscrito en su propio nombre: Mark David Chapman. Ahora cayó un beatle, pero antes un hippy, una estrella del underground y un candidato presidencial. Son crímenes que dejan en la culata del Colt de la Magnum las reconocibles huellas dactilares de la década.

Me lo imagino perfectamente paseando la 72 con furia vengadora porque su ídolo de los dieciocho años le negó un autógrafo ensayando ante el espejo grasiento de su guarida del Bronx el desenlace ritual de la historia, a imagen y semejanza del taxista justiciero de Scorsese, repitiendo con voz entre tímida y retadora: «Mister Lennon».

Dicen las necrológicas de hoy que con Lennon cayó acribillada una época, y los pinchadiscos del mundo entero se olvidan por unos minutos del rock duro para recordar lejanos tiempos y sonidos. Hay algo más que nostalgia en este caso criminal, porque la diferencia no es rítmica, ni siquiera musical. Ocurre que los fans salidos de los setenta asesinan a sangre fría. Han descubierto que también la fama de sus ídolos puede alcanzarse por la vía rápida de los siete tiros a bocajarro.

Los mitos de las anteriores generaciones surgieron de un accidente de carretera (James Dean) y de un suicidio (Marylin Monroe): de la velocidad y de la depresión. Los de ahora mismo andan por el Olimpo de las masas con plomo en el alma y en compañía estrecha de sus matadores. Esa es la verdadera diferencia entre las dos eras mitológicas. Los éxitos ilusionados y estimulantes de los sesenta liquidados una mala noche por el asesino anónimo, solitario, vengador y con ansias de notoriedad de los setenta. El accidente ha dejado paso al atentado en el lenguaje de la modernidad. Chapman contra Lennon. El injusto duelo a muerte entre el duro taxi amarillo y el divertido submarino amarillo.

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