Crítica:TEATRO

Rinoceronte

Algo muy grave pasa en la literatura teatral de nuestros días que es capaz de contaminar a un autor tan brillante, inteligente y sensible como Antonio Gala y convertirle en un pueril autor de tópicos y pequeñas demagogias. Parece como si se estuviera viviendo en el mundo de lonesco: de pronto, alguien que merece estima, admiración y respeto se convierte -¡también!- en rinoceronte. Hay que confiar en que la metamorfosis sea transitoria.En La vieja señorita del Paraíso defiende algo tan defendible que resulta obvio: la libertad de amar, que es, en el fondo, la libertad de ser, está por en...

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Algo muy grave pasa en la literatura teatral de nuestros días que es capaz de contaminar a un autor tan brillante, inteligente y sensible como Antonio Gala y convertirle en un pueril autor de tópicos y pequeñas demagogias. Parece como si se estuviera viviendo en el mundo de lonesco: de pronto, alguien que merece estima, admiración y respeto se convierte -¡también!- en rinoceronte. Hay que confiar en que la metamorfosis sea transitoria.En La vieja señorita del Paraíso defiende algo tan defendible que resulta obvio: la libertad de amar, que es, en el fondo, la libertad de ser, está por encima de las presiones sociales. Esta defensa se enturbia por el pesimismo, también obvio, de los desenlaces de cada una de las aventuras, de cada una de las parejas que presenta, con una sola excepción, pero que necesita la huída para poder empezar a ser. La pareja del vicario y la condesa anulada naufraga; cae -con tragedia, con muerte- la pareja homosexual; se salva la del negro y la blanca.

La vieja señorita del Paraíso, de Antonio Gala

Intérpretes: Yolanda Ríos, Juan Carlos Nassel, Ricardo Acero, Lola Cardona, Manuel Angel Egea, Víctor Valverde, Vicky Lagos, Manuel Torremocha, Mary Carrillo, José Luis Alonso, Jesús Enguita. Escenografía y vestuario: Claudio Segovia y Héctor Orezzoli. Director: Manuel Collado.Estreno: Teatro Reina Victoria. 7-10-1980.

Todo ello sucede al mismo tiempo -y bajo su presión- de otra fábula: las fuerzas vivas del pueblo -¿el capital, la Iglesia, el poder de la autoridad?- prepara la construcción de una fábrica de armas en una pequeña isla bucólica, con detrimento para la ecología y para los enamorados que desgranan allí sus palabras de amor.

La pequeña rebelión la encabeza la «vieja señorita del Paraíso»: una mujer que se sentó ante un velador cuarenta años antes, esperando al hombre que amaba; él salió por un momento y no ha vuelto todavía, y que no ha abandonado jamás el café.

El café se llama El Paraíso, para acrecentar los símbolos, y para que se enreden en ellos las frases. Frases en las que se pierde todo. La facilidad lírica de Antonio Gala, tan admirada otras veces, se convierte en caricatura de sí misma.

Las ideas no pasan de las del ejercicio de un escolar, no muy bien dotado, a fin de curso. Los personajes se hacen insustanciales, pierden intensidad y valor a la vista del público. Si alguno sale adelante es por la denodada defensa que hace de él su intérprete: como Mary Carrillo, como Vicky Lagos, como Lola Cardona. Pero finalmente triunfa siempre su transparencia.

Lo más deletereo de esta obra es que aquello que es justo, que es necesariamente defendible -y que Antonio Gala ha defendido siempre, con un valor cívico considerable y en contra de su seguridad y de su comodidad- se trivializa, aparece con unas características escénicas tan endebles que se deshumaniza. La contradicción entre el deseo del autor de humanizar, de aproximar sus personajes y sus ideas y el resultado de distanciamiento y de frialdad que producen es desconcertante.

Manuel Collado no ha ayudado bastante con su dirección. Se adivina que un director con tanta experiencia, con tanto conocimiento del teatro, no cae por ignorancia en el error de montar una comedia tan a la antigua, con los personajes alineados en sus puestos; y el que de ellos tiene la misión de hablar, de espaldas a todos los demás y dirigiéndose al público desde el proscenio.

Debe haber, por tanto, una sutil idea de dar a la acción una teatralidad antigua, de los tiempos de Benavente y sus epígonos; pero personalmente admito que no he comprendido bien el alcance de esa intención.

El resultado produce una mayor lejanía de la que contiene el texto. Ni siquiera trata de aprovechar los recursos del decorado -excelente, de un realismo también contradictorio con la obra: fue aplaudido al levantarse el telón- para evitar la angustia y la asfixia de los personajes concentrados y sin duda deliberadamente inmovilizados. De los actores, queda hecho el elogio de Mary Carrillo, que produjo salvas de aplausos muy merecidas, y el buen oficio de Vicky Lagos y Lola Cardona; los demás, no resisten el peso de su texto y de su papel.

Antonio Gala saldrá de este mal paso. Su cultura, su lenguaje, su humanidad, que le han hecho autor de muy justos éxitos, tiene que estar por encima de esta contaminación, de esta confusión que persigue tan tenazmente a los autores de este momento. No se le puede ver como a un culpable, sino como a una víctima.

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