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La política científica de España / 1

Mucho se habla últimamente, ¡y ya era hora!, de política científica, pero se dialoga raramente. Con mayor frecuencia se abren polémicas personales, donde intereses egoístas oscurecen una visión objetiva de la situación de la investigación científica en España, de las causas que la han condicionado y de las posibles soluciones para encauzarla en pro del interés nacional. Por ello flota en el ambiente una gran confusión cuando se habla de investigación científica. Sólo existe un punto de enfoque negativo, en el que todos están de acuerdo: la pobreza de nuestras realizaciones en este campo. Las d...

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Mucho se habla últimamente, ¡y ya era hora!, de política científica, pero se dialoga raramente. Con mayor frecuencia se abren polémicas personales, donde intereses egoístas oscurecen una visión objetiva de la situación de la investigación científica en España, de las causas que la han condicionado y de las posibles soluciones para encauzarla en pro del interés nacional. Por ello flota en el ambiente una gran confusión cuando se habla de investigación científica. Sólo existe un punto de enfoque negativo, en el que todos están de acuerdo: la pobreza de nuestras realizaciones en este campo. Las discrepancias aparecen cuando se tratan de analizar las causas del deplorable estado de la investigación en nuestro país y de las medidas necesarias para corregir tal situación. Ni siquiera somos capaces de contestar a una simple pregunta. ¿Ha existido o existe una política científica nacional?Aunque parezca obvio, tendríamos previamente que responder a otra pregunta: ¿Qué entendemos por política científica? Según la Real Academia, la política es «el arte o traza con que se conduce un asunto o so emplean los medios para alcanzar un fin determinado », lo que supone la definición de este fin, el objetivo a alcanzar. Y este objetivo puede ser fijado por una persona, un grupo de socios o una comunidad, quienes utilizarán los medios que puedan allegar para alcanzarlo. Estaremos en cada caso ante una política personal, una política de grupo o, en su sentido más amplio y en un país, ante una política nacional. Para la consecución de los objetivos fijados en cada caso, el individuo, el grupo o la nación establecen un plan de acción. A nivel de un país, pues, una política nacional requiere una planificación nacional para llevarla a cabo.

Creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Si en algún momento se ha considerado en España a la investigación científica como un medio para alcanzar determinados objetivos, cabe afirmar que existió entonces una política científica nacional. Y esto sucedió cuando se dictó la ley de 24 de noviembre de 1939, creando el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Merece la pena, como recuerdo histórico y para provocar un mínimo de pudor en algunos nostálgicos, transcribir literalmente algunos párrafos de la citada ley, la cual establece en su propósito que: «En las coyunturas más decisivas de su historia concentró la hispanidad sus energías espirituales para crear una cultura universal... Hay que imponer, en suma, el orden de la cultura, las ideas esenciales que han inspirado nuestro Glorioso Movimiento, en las que se conjugan las lecciones más puras de la tradición universal y católica con las exigencias de la modernidad». El fin que se perseguía, el objetivo, quedó explícitamente definido, y la ley creó el órgano que dispondría de los medios para alcanzarlo, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, «que tendrá por finalidad fomentar, orientar y coordinar la investigación científica nacional».

Las políticas personales y sus consecuencias

Lo grave fue que lo planteado como una política nacional de investigación degeneró rápidamente en una política personal, enmarcada dentro de una política de un grupo determinado, bien definido, detentador exclusivo de los propósitos de la ley. Y esta política personal , por encima y en contra del interés nacional, clasificó de hecho a los científicos españoles en rojos y de fiar, intentó promover las ciencias cultivadas por los puros, olvidando aquéllas que se habían desarrollado brillantemente en España por científicos que no comulgaban con sus ideas, y centralizó en Madrid sus centros de investigación, olvidando al calor del poder las necesidades de las provincias y regiones. Esta pobreza de enfoque impidió una utilización racional de nuestros científicos. Los que salieron de España en los primeros momentos después de la guerra civil fueron obligados a permanecer en el exilio, y mal lo pasaron aquellos que intentaron regresar, algunos con garantías de altas instancias gubernamentales, rotas por los hombres pequeños que manejaban en su favor la política científica. Recordemos sólo los casos de Móles, condenado a prisión, o años más tarde, de Duperier, condenado a la inactividad, u Ortega, forzado al vagabundeo intelectual. La discriminación de las personas produjo igualmente un exilio interior de científicos, cuya labor y prestigio no han sido valorados como se merecen. ¡En qué deformada cabeza cupo, por ejemplo, la destitución de Tello, discípulo predilecto de Cajal como director de su Instituto!

No es de extrañar que esa discriminación de científicos llevara al desarrollo de centros de investigación que coincidían con la especialidad de los puros y de confianza, olvidando otras ciencias no cultivadas por ellos. Se desvirtuaba el propósito de la ley «... hay que subsanar el divorcio y discordia entre las ciencias especulativas y experimentales y promover en el árbol total de la ciencia su armonioso incremento y su evolución homogénea»... Se crearon centros de investigación en beneficio y alrededor de determinadas personas, abandonando ramas completas de la ciencia y centralizándolos en Madrid, con olvido absoluto de algunas regiones, como fue el caso del País Vasco o de Extremadura.

Lo que no hizo, en cambio, el CSIC fue «fomentar, orientar y coordinar la investigación científica nacional», o no supo o no le dejaron. Desde la creación de la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica de la Presidencia del Gobierno, dejó de ser Consejo y de ser Superior. Hacía tiempo que había quedado limitado únicamente a administrar un grupo de centros de investigación de muy diversa estructura y, en su mayor parte, con funciones mal definidas.

La universidad, al margen de la investigación científica

En el curso del desarrollo del CSIC, sobre todo en los primeros años, la década de los años cuarenta, se destrozó la universidad, olvidando la ley. Esta establecería que «era inexcusable contar... con la universidad, la cual ha de considerar a la investigación como una de sus funciones capitales». Los fondos, escasos, dedicados por el Ministerio de Educación al fomento y desarrollo de la investigación científica se canalizaron hacia el CSIC. A la universidad se le privó de los medios más elementales para crear una infraestructura de investigación y para cumplir su función investigadora con los medios que disponía. Con ello los universitarios, selectivamente, cayeron en la trampa de incorporarse al CSIC, con el fin de obtener algunas migajas que les permitieran continuar su labor de investigación. Consecuencia de esta situación fue la duplicidad de laboratorios y equipos y una distribución irracional del trabajo de muchos investigadores universitarios: por la mañana ejercían su función docente en la universidad; por la tarde, en los laboratorios del CSIC intentaban llevar a cabo su investigación científica. Este modo de hacer contribuyó a la creación de innumerables centros e institutos, fundados no para complementar laboratorios y equipos ya existentes, sino duplicándolos. Fue una forma sutil de restar una de sus funciones básicas a la universidad española, mal vista por la clase dominante, pobre intelectualmente y por ello poseída de un oculto rencor hacia ella.

Perspectivas futuras

Lo que inicialmente fue el planteamiento de una política nacional fracasó lamentablemente. Faltó una planificación realista de los objetivos a alcanzar, definidos nada más que en forma de un vago idealismo, y no se llegó a una utilización racional de los resultados disponibles, materiales y humanos; antes bien, se desmantelaron los existentes. A pesar de ese fracaso han sobrevivido, y en algunos casos, desarrollados admirable mente, grupos de científicos que son muestra de la gran valía actual y potencial de nuestros investigadores... Basándonos en ellos podemos mirar al futuro con optimismo y confianza, si evitamos caer en errores anteriores y desarrollamos la política científica nacional que necesita España. El momento actual es muy propicio, ya que se ha creado un Ministerio de Universidades e Investigación, que, a través del proceso de cambio que ha emprendido en la universidad y en el CSIC, puede llegar al establecimiento de una nueva política nacional de investigación con utilización racional de los recursos existentes, muy superiores a lo que se cree generalmente, pero inconexos, sin objetivos bien definidos y desprovistos de los medios necesarios para realizar una labor continuada.

Antonio Gallego es vicerrector de la Universidad Complutense.

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