Crítica:TEATRO

Dos hallazgos

Motín de brujas

Motín de brujas tiene, en la intención de su autor, Josep María Benet i Jornet -a quien se puede dar la bienvenida por su primera aparición-, dos planos: el de un cierto misterio, o brujería, o reaparición de fuerzas ocultas, y el de un conflicto entre seres humanos en una situación dura: relaciones de poder, de revuelta contra ese poder; divisiones dentro de un grupo humillado que a veces busca la unidad y la acción colectiva, en otras sufre el intento individual de mejora, o la resignación; y algunas de las pasiones eternas: el amor, el odio, la muerte, el dolor.El teatro, como medio -y ...

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Motín de brujas tiene, en la intención de su autor, Josep María Benet i Jornet -a quien se puede dar la bienvenida por su primera aparición-, dos planos: el de un cierto misterio, o brujería, o reaparición de fuerzas ocultas, y el de un conflicto entre seres humanos en una situación dura: relaciones de poder, de revuelta contra ese poder; divisiones dentro de un grupo humillado que a veces busca la unidad y la acción colectiva, en otras sufre el intento individual de mejora, o la resignación; y algunas de las pasiones eternas: el amor, el odio, la muerte, el dolor.El teatro, como medio -y por circunstancias históricas: por hábito del espectador, por el realismo inevitable que produce el actor como elemento vivo y familiar- tiende ahora a subrayar lo que ha sido durante siglos su sustento: el conflicto, el enfrentamiento, lo cotidiano. Quizá por esa razón, quizá por la misma timidez del autor al entrar en lo esotérico, el plano mágico apenas aparece, apenas trasciende. Las alusiones a la luna llena, las adivinaciones del tarot, el conjuro, la sombra de un gato, sirven sobre todo para reforzar la sensación de humanidad de los personajes, metidos en supersticiones y contrasupersticiones.

de Josep María Benet i Jornet, traducida del catalán por Amparo Tusón

Intérpretes: Luis Politi, María Asquerino, Berta Riaza, Enriquela Carballeira, Julieta Serrano, Marisa Paredes, Carmen Maura.Escenografía y vestuario de Rafael Palmero. Dirección, Josefina Molina. Estreno, María Guerrero (Centro Dramático Nacional), 24 de abril de 1980.

Estos personajes son seis mujeres y un hombre. Seis limpiadoras de una gran empresa y un vigilante nocturno que las manda, pequeño y miserable representante del gran poder que ha delegado en él esa función. Contra todo ese poder las mujeres intentan revolverse, o amotinarse, reducir su trabajo a los límites que les parecen justos; no aceptar lo arbitrario ni el sometimiento. Cada una de estas seis mujeres está breve, pero suficientemente descrita: biografía, piscología, Ilusiones, esperanzas.

A esta descripción y a esta presencia en escena de una realidad contribuye con fuerza la interpretación de seis actrices de primer orden: sería probablemente injusto hacer un distingo entre las calidades -en este caso- de María Asquerino, Berta Riaza, Carmen Maura, Enriqueta Carballeira, Julleta Serrano, Marisa Paredes; su verdadero talento se demuestra en la capacidad de cada una de ellas -incluso de las que entre ellas están más acostumbradas a ser protagonistas- a encuadrarse con las demás. No está, en cambio, a su altura quien habitualmente es un gran actor, Luis Politi; se le puede imaginar sobrecogido por su situación impar de hombre entre todas estas mujeres.

Todo ello vive. En todo está ese arte del realismo cuando es bueno, que consigue que el conflicto y los seres que lo representan trasciendan de sí mismos y, al tiempo que su anécdota, nos den la sensación de que lo que llamamos la vida, o simplemente la sociedad en la que estamos, está transcurriendo en el escenario, y que algo nuestro está sucediendo, algo que nos atañe. Los diálogos son rápidos y concertados, cuando el ritmo cambia hacia pequeños monólogos -en los que cada individualidad se desprende del grupo- no hay rupturas, sino continuidad. Los siete personajes están todo el tiempo en escena: el autor sabe, técnicamente, cómo darles movimiento y voz a todos ellos, cómo ir pasando la acción de uno a otro.

En todo se advierte una calidad de dirección: la de Josefina Molina. Esta temporada nos ofreció ya una muestra de su capacidad en su primer trabajo, Cinco horas con Mario: era una obra de un solo personaje y una sola situación, lo cual, por una parte, es más difícil -hay que sostenerlo todo-, pero, por otra, deja la incógnita de saber si tiene capacidad o no para una obra de movimiento, de reparto extenso y de acciones cruzadas. Acaba de despejar muy favorablemente esa incógnita. Josefina Molina trae al teatro -desde la televisión y el cine, de donde procede- una novedad muy importante: la de la mano invisible. Llevamos años en los que el director de escena -en general- tiene la obsesión de hacerse notar por encima de todo, de querer representar el papel que fue del autor en tiempo pasado, cuando el director es bueno, produce un buen espectáculo, pero a veces en detrimento de la forma de comunicación que es el texto. Cuando es malo, más vale no hablar.

El trabajo de Josefina Molina es mucho más difícil, mucho más sutil: consiste en sacar adelante todo lo que la obra tiene o puede tener, en reforzar su capacidad de comunicación. Parece que tiene un verdadero sentido de equipo: está presente en el conjunto de las actrices, en el movimiento de los personajes, en el subrayado de cada uno de ellos. Ha conseguido, por segunda vez en su carrera, una excelente dirección.

La escenografía es también admirable. Rafael Palmero ha logrado el ambiente frío y lujoso de la enorme oficina y su contraste con la miseria de los trabajadores nocturnos -es también suyo el vestuario- dentro de una belleza considerable. El telón reflectante parece tener la intención de devolver a la sala la acción. Las superficies lisas y brillantes nos dan idea de la magnitud de trabajo que supone la limpieza, el bruñido de todo ello, a lo que han de dedicarse las seis mujeres.

Al público pareció gustarle la obra, la interpretación y la dirección. Las especiales muestras de agrado que dio en favor de María Asquerino parecían destinadas, además de subrayar su labor interpretativa en este caso, a reparar la injusticia de que una gran actriz no tenga con la frecuencia que se querría los papeles que merece, todo ello sin desdoro de sus compañeras en esta ocasión. Se aplaudió al final de la obra, salieron a saludar los protagonistas, quedó ganada, en esa noche, la presencia en el teatro de un autor nuevo y una directora nueva. No es poco, dentro del ambiente de crisis de creadores en que vive el teatro ahora.

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