Crítica:TEATRO / "LA DAMA DE ALEJANDRIA"

El parto de los montes

Una desgracia. Rodeada de énfasis, de pompa y esplendor, la reapertura del Español, después de cinco años, se ha hecho con uno de los peores espectáculos del mundo. Son cosas que pueden pasar en el teatro: una reunión de nombres de prestigio, una inversión económica importante, una intención audaz, pueden producir un resultado malo, incluso absolutamente malo.La intención de Augusto Fernandes, director de justa fama europea, fue sin duda la de crear un espectáculo naïf con libertad de imaginación, frescura y humor, deliberadamente a medias entre una representación escolar y el infantili...

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Una desgracia. Rodeada de énfasis, de pompa y esplendor, la reapertura del Español, después de cinco años, se ha hecho con uno de los peores espectáculos del mundo. Son cosas que pueden pasar en el teatro: una reunión de nombres de prestigio, una inversión económica importante, una intención audaz, pueden producir un resultado malo, incluso absolutamente malo.La intención de Augusto Fernandes, director de justa fama europea, fue sin duda la de crear un espectáculo naïf con libertad de imaginación, frescura y humor, deliberadamente a medias entre una representación escolar y el infantilismo del teatro primitivo, con algunas ilustraciones de comic. Un espectáculo por el que pudieran andar sueltos, dentro de unos textos de Calderón -casi un vodevil teológico- unos mendigos barojianos, un diablo con frac y chistera de ilusionista, unos yudokas propios de anuncio de reloj japonés; y unos santos elevados por los aires con la ayuda de una tramoya exageradamente burda, unos personajes tragados o escupidos por os tensibles escotillones, entre llamaradas de azufre y humo diabólico.

La dama de Alejandría, sobre Calderón de la Barca Intérpretes: Emiliano Redondo, Walter Vidarte, Aurora Bautista, Francisco Merino, Quique Camoiras, Manuel Carlos Lillo, Luisa Armenteros, Charo Soriano, Queta Ariel, Juan Jesús Valverde, Roberto Rodríguez

Escenografía y figurines: Andrea d'Odorico. Director: Augusto Fernandes. Estreno: teatro Español,17-4-1980.

Todo esto que se le ocurrió no tiene, trasladado al escenario, ni gracia, ni frescura, ni teatralidad .Ni siquiera imaginación. Hace poco hizo algo parecido Strehler con el Piccolo de Milán, sobre la Tempestad, de Shakespeare; pero la ingenuidad del hundimiento del barco, el movimiento de las olas o el vuelo de Ariel por los aires tenían belleza y sentido. Además, Shakespeare estaba entero y la compañía sabía decir los versos, cosa que no sucede aquí con Calderón ni con estos comediantes. No hay que buscar demasiado lejos esta forma de teatro que ha tenido una cierta moda europea, y está dejando de tenerla: Francisco Nieva la utilizó con mucha mayor exactitud y más imaginación en. su espectáculo del teatro Fígaro, y la ha vuelto a tener en el del María Guerrero: añadiéndole un sentido estético que aquí no existe. Sin nin guna imaginación, los trucos tantas veces vistos se repiten una y otra vez, se reiteran a lo largo de tres interminables horas de representación, que son soporíferas.

En todo ello se hunde Calderón. Podían haber dejado al margen al viejo señor. Se han tomado varios fragmentos de sus obras, se han tratado de soldar entre sí: no tienen la suficiente coherencia. Sus preocupaciones teológicas, aparte de ser escasamente vigentes hoy, pero teniendo siempre un valor de museo y de cultura de una época, deberían aparecer en sus versos: están mal dichos, poco o nada comprendidos por los actores.

No llega ni siquiera su música. No es fácil de comprender cómo después de muchos meses de ensayos, prolongados por la lentitud en las obras y en las posibilidades de apertura del teatro, la compañía no es capaz de decir el texto con claridad, con prosodia, sabiendo desentrañar los versos. Esta desventura comienza por las primeras partes -Aurora Bautista, Quique Camoiras- y termina con las últimas: naturalmente, con algunas excepciones en algo mejor. La idea de los movimientos en libertad y tropel, lo que produce es una sensación de desorden y caos; la intención de subordinar los gestos a lo «divertido» apenas produce más qué torpeza. Se dirá, una vez más, que la compañía estaba afectada por los «nervios del estreno» y por el énfasis de la solemnidad. Pero ya va siendo hora de exigir que los profesionales lo sean de verdad, y que vayan en su comportamiento algo más allá que los escolares en un ejercicio de fin de curso.

Es inevitable responsabilizar al Ministerio de Cultura y al ayuntamiento en este parto de los montes. Podría ocurrir, en efecto, que el prestigio de los nombres manejados hiciera tener a estos organismos un margen de confianza inicial: pero en algún momento podrían haber comprendido -o haber sido asesorados- que este espectáculo es impresentable.

Daba un poco de vergüenza, al salir, ver la estatua de Calderón de la Barca, frente a la puerta del teatro, iluminada para esta ocasión. Convendría ahora que se olvidase pronto este mal suceso, que desapareciese cuanto antes la obra y que comenzase una programación auténtica y seria de este teatro. El cual ha sido reconstruido sin dejar un ápice a la imaginación. Parece que hay una satisfacción de que todo lea como fue antes del incendio. Si se hubiese mantenido este amor a la tradición en las últimas obras realizadas en este lugar en los últimos siglos, estaríamos todavía en el Corral de la Pacheca. Donde, por lo menos, se daba buen teatro.

El público contuvo pacientemente su indignación creciente, contenido por el respeto a la presencia del Jefe del Estado; sin el cual respeto todo habría terminado en un gran escándalo. Los aplausos fueron cortos al terminar la obra, glaciales: mucho más retraídos que los de la mera cortesía.

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