Tribuna:

"El gran mundo" de un académico

Para José Subirá la Academia fue, sencillamente, «el mundo». Hasta su ingreso, hace veinticinco años, y ya con setenta, Subirá tenía como mundo su casa y los archivos. Su casa, galdosiana, modestísima, pero dorada de afecto, de libros, documentos y fotografías: matrimonio sin hijos, tenían los dos todo en orden, reluciente, desde el piano antañón hasta una estufa increíble, pasando por una máquina de escribir que había cumplido, tan campante, sus bodas de oro al servicio de un hombre que trabajó sin pausa y con prisa. Los archivos y todos: desde el Municipal hasta el de Palacio y con larguísim...

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Para José Subirá la Academia fue, sencillamente, «el mundo». Hasta su ingreso, hace veinticinco años, y ya con setenta, Subirá tenía como mundo su casa y los archivos. Su casa, galdosiana, modestísima, pero dorada de afecto, de libros, documentos y fotografías: matrimonio sin hijos, tenían los dos todo en orden, reluciente, desde el piano antañón hasta una estufa increíble, pasando por una máquina de escribir que había cumplido, tan campante, sus bodas de oro al servicio de un hombre que trabajó sin pausa y con prisa. Los archivos y todos: desde el Municipal hasta el de Palacio y con larguísimas sentadas en la Biblioteca Nacional.Con la Academia, con sus lunes, con las recepciones solemnes, con la etiqueta para ellas, hizo su entrada en lo que él estimó como «gran mundo». Bibliotecario desde 1954, se sentaba en la mesa presidencial. tomaba nota exacta de todo. y bien lo sé yo de mis diez años de secretario. Inmediatamente le quisieron todos. Seguía paso a paso las batallas académicas, pero nunca fue temido como «gran elector». Digo con franqueza que al ingresar yo, seis años después que él, comenzaron los mimos, y el mundo académico, su mundo, tuvo con frecuencia aire de homenaje: le dediqué, a sus ochenta años, mi Historia del conservatorio; tuvo el inmenso gozo de saludar como «autor rodeado de intérpretes» cuando los madrigalistas montaron en el salón de la calle de Alcalá la más acabada y graciosa versión escénica de las tonadillas. Al cumplir noventa años le organicé un aluvión de felicitaciones, a las que él contestó con graciosas aleluyas bajo pentagrama. Como casi no había sesión en la que no regalase libro o separata, era feliz con un largo y cuidado acuse de recibo que él enseñaba en su casa como el escolar enseña sus premios.

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La Biblioteca de la Academia por las mañanas y también, como los escolares, trabajo a casa: redactaba de principio a fin nuestra revista y en ella dejó trabajos bien importantes. El día de San Fernando cumplía un rito: antes de la misa en San Antonio de la Florida daba un largo paseo por las orillas del Manzanares, paseo que él aprendió de don Francisco Giner. Sobrio al máximo, pero sin ninguna afectación, tomaba algún sorbo de jerez en los banquetes académicos y entonces la faz era rosa, la voz un poco más fuerte y las anécdotas brotaban a raudales, anécdotas inocentes de niño grande o de abuelo en Pascuas.

Desde hace tres años ya no podía salir de casa, pero a pesar de la vista cansadísima, del andar como maltrecho, supo estar al tanto de todo. Yo creo que leía las actas, tan aburridas a veces, con la pasión de una novela. Sus últimas alegría «mundanas» llegaron con la medalla de oro de Madrid, impuesta por Tierno Galván, con el homenaje cordialísimo de la Sociedad de Musicología. Deja una obra póstuma que está en mis manos para prólogo, apéndices y homenaje: la historia de la sección de música que comenzó en el año 1973, año del centenario. Mi sucesor en los mismos, el académicos Luis Cervera, cuidador máximo de las publicaciones de la Academia, llevaba a Subirá, con la visita, la noticia de lo que iba a ser alegría de libro. Cuando el libro salga se palpará, una vez más, su paciencia benedictina, su corazón sonriente y su buen orgullo de académico. Los que le hemos tenido tan cerca, año tras año, lunes tras lunes, no estábamos acostumbrados a su ausencia. Como yo me fui a Roma y a Roma vuelvo, después de una vacación con tan triste cadencia, me queda el recuerdo no de un Subirá impedido, sino de un académico puntualísimo, amigo de todos, recibiendo en casa para enseñar, pasicorto, nervioso y parlanchín, el tesoro de su archivo.

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