Tribuna:TRIBUNA LIBRE

Desahogos particulares

El señor Jiménez Losantos debe de estar feliz. Con Barcelona ya has tiada y exhausta, se le presenta ahora la ocasión de apedreamos a los madrileños, cada pocos días, con artículos de los que a él le gustan: personalistas, engreídos,pendencieros, hueros, «chistosos» y aburridísimos para el lector que no alcanza a enterarse de naáa (y supongo que, además, poco le importa). Sí, feliz debe de estar, pues ha logrado tomar EL PAIS por su bañera, y tanto es el gozo que sin duda le invade que ya ni se esfuerza. ¿Para qué molestarse en buscar argumentos o proseguir una discu sión que podía haber tenid...

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El señor Jiménez Losantos debe de estar feliz. Con Barcelona ya has tiada y exhausta, se le presenta ahora la ocasión de apedreamos a los madrileños, cada pocos días, con artículos de los que a él le gustan: personalistas, engreídos,pendencieros, hueros, «chistosos» y aburridísimos para el lector que no alcanza a enterarse de naáa (y supongo que, además, poco le importa). Sí, feliz debe de estar, pues ha logrado tomar EL PAIS por su bañera, y tanto es el gozo que sin duda le invade que ya ni se esfuerza. ¿Para qué molestarse en buscar argumentos o proseguir una discu sión que podía haber tenido su interés, si basta con repetir lo mis mo una y otra vez y lanzar insultos a mansalva? Esto es soporífero, como el propio señor Jiménez, que en sus colaboraciones no sabe añadir nada a lo poco, poquísimo, que en alguna oca sión ha conseguido balbucir. ¿Y qué decir de su libro Lo que queda de España? Es refrito, inane y tedioso.

Ningún atractivo, ningún interés en él: un par de ideas con fusas que ni siquiera son suyas y un estilo pretencioso y plomizo. ¿Y su novedad? No sé... A mí, personalmente, me descubre mediterráneos: desde que aprendí a leer he tenido a mano un libro, publicado en 1944 y titulado La preocupación de España en su literatura (o España como preocupación, en su segunda edición), que escribió mi difunta madre, Dolores Franco, y que, dicho sea de paso, tuvo algunos problemas con la censura. Me temo que el señor Jiménez podría aprender en él muchas cosas sobre ese tema que tanto le obsesiona...

Pero no es sólo eso. Hay cariños que matan, y uno de tales parece ser el del señor Jiménez por su lengua, a la que maltrata sin piedad al tiempo que se proclama defensor y heredero de sus excelencias: su prosa está sembrada de ana,colutos, no sabe puntuar, muchos de sus engolados y reiterativos párrafos rozan la incoherencia sintáctica, confunde deber con deber de, emplea el enigmático y espúreo en base a (no sé yo lo que quiere eso decir, ni en castellano ni en inglés), se esfuerza por pergeñar unos versitos de sílabas impares para soltar al final un decasílabo...

Pero dejemos el libro y volvamos a los artículos. Dice el señor Jiménez en el último de la serie con que nos ha obsequiado que le han llamado muchas cosas, «pero nadire mentiroso ni cobarde». Habría que estudiar la cuestión, porque el señor Jiménez es miembro del consejo asesor de una gacetilla de nombre Bañera en la que, bajo la coartada del chiste, se denigra, insulta y difama a numerosas personas relacionadas con la literatura (Barnatán, Félix de Azúa, Savater, por citar algunos ejemplos) con seudónimo o sin firma. Y a eso yo lo llamo cobardía.

En cuanto a lo de mentiroso... Dice este señor que yo publiqué un artículo recomendando la abstención «en

vísperas de elecciones». Cuestión de formas (así se titulaba) apareció en este periódico el 24 de diciembre de 1978, es decir, después del referéndum.

También me atribuye haber apelado a la autoridad «para que no le dejen escribir en EL PAIS». Quisiera que demostrase que yo he dicho tal bobada alguna vez. El, mientras tanto, me emplaza a mí a demostrarle lo cierto de acusaciones que jamás lo he hecho: yo no tengo espíritu de delator y procuro no citar nombres cuando lo que emito son opiniones (el suyo lo menciono públicamente por primera vez en el día de hoy).

Asimismo es falaz cuando aseo gura que «voy para filósofo de la política», en un desesperado intento de asimilarme a Fernando Savater y así reconfortarse pensando que tiene

enfrente un grupo o secta y no a individuos que pueden coincidir en ocasiones y discrepar en otras. Por lo demás, yo, hasta ahora, no he escrito más que novelas.

Más pinioresca que otra cosa es su idea de las generaciones: en su penúltimo artículo -en el que también menciona, para variar- habla de sí mismo como de «la generación siguiente » a la mía y de Savater... Bueno, éste le lleva cuatro años, pero descubro en su libro que el señor Jiménez es cinco días más viejo que yo. No puedo por menos de preguntarme, ante semejante disparate, si no perteneceré por ventura a «la generación siguiente» a la del señor Jiménez...

Aún podría seguir, pero no voy a abusar de los escasos lectores que sigan este simulacro de polémica; y además, antes de terminar, quisiera darle un consejo al señor Jiménez y, mezclado con él, hacer un breve elogio de los madrileños. El señor Jiménez equivocó su rumbo cuando salió de Habichuela del Tremendillo, u Orihuela del Tremedal, o Tempranillo de la Francachela, o como quiera que se llame ese pueblo suyo que con tanta frecuencia saca a colación. No debió ir a Cataluña, sino venir a Madrid. Aquí

sufriría menos, o más acompañado. Y, sobre todo, aquí le sería más fácil medrar. Los madrileños nos distinguimos del resto de España justamente en ser gente desarraigada y bastante dejada. No tenemos excesivo aprecio a nuestra ciudad, ni a la provincia, ni a ninguna región, ni a casi nada. Ni siquiera nos sentimos castellanos. Esto a mí me parece loable y desde luego ofrece enormes ventajas a los ambiciosos muchachos de Avila o El Ferrol, Burgos o Villarino, que llegan en oleadas y que, con el ímpetu y la fogosidad de que carecemos normalmente los aquí nacidos, triunfan y gozan de poderío. A esta permanente invasión los madrileños asistimos impávidos y no ponemos obstáculos ni trabas a las arrolladoras escaladas de los recién llegados. También hay cabida para cualquier turolense deseoso de descollar.

Tal vez los responsables de este diario le permitan más exabruptos al señor Jiménez, o quizá él mismo me asaetee (es metáfora, lo advierto por si el susodicho vuelve a tomárselo al pie de la letra, como lo de los puños y las pistolas) desde las muchas revistas que -curiosamente en esta época de penuria editorial- tiene a sus órdenes o disposición. Es igual. Yo carezco de medios para responderle, no dirijo ni controlo nada. Pero aunque no fuera así, tampoco lo haría; porque lo que sobre todo no tengo son ganas ni tiempo de escuchar monótonas

letanías, ni el menor interés en ayudar a ser a quienes, como el pobre Fontenefle a sus cien años, sólo padecen une certaine difficulté d'être y necesitan que el país entero participe de sus desahogos particulares.

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