Tribuna:FESTIVAL DE SANTANDER

Evocación de Jesús de Monasterio

La dirección de los ciclos que se celebran en el Santuario de la Bien Aparecida, que hoy es también dirección del Festival de Santander, ha organizado en el Museo Municipal de Bellas Artes una muy bella y significativa exposición Jesús de Monasterio, de cuya muerte se cumplen ahora tres cuartos de siglo.Enmarcados en una serie de testimonios plásticos de la época (José Madrazo, Mariano Fortuny, Jaureguizar, Egusquiza, Avendaño, Pradilla, Agustín Riancho, Casimiro Sáez, Manuel Salces, Rosales, Campuzano y Valdivielso en óleos, dibujos y aguafuertes), pueden contemplarse esas pequeñas y evocativ...

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La dirección de los ciclos que se celebran en el Santuario de la Bien Aparecida, que hoy es también dirección del Festival de Santander, ha organizado en el Museo Municipal de Bellas Artes una muy bella y significativa exposición Jesús de Monasterio, de cuya muerte se cumplen ahora tres cuartos de siglo.Enmarcados en una serie de testimonios plásticos de la época (José Madrazo, Mariano Fortuny, Jaureguizar, Egusquiza, Avendaño, Pradilla, Agustín Riancho, Casimiro Sáez, Manuel Salces, Rosales, Campuzano y Valdivielso en óleos, dibujos y aguafuertes), pueden contemplarse esas pequeñas y evocativas herencias que los compositores e intérpretes dejan como rastro de su vida: objetos, instrumentos, programas, cartas, autógrafos musicales, condecoraciones, diplomas, críticas, libros. Desde ellas nos acercamos a las vivencias del hombre que fue, escuchamos los ecos de unos pasos que, en el caso del montañés Monasterio fueron fundamentales en la historia musical española y que, acaso, como escribiría Arbós, no han sido reconocidos en toda su importancia.

Un artista pluridimensional

Jesús de Monasterio (Potes, 1836-Pariedo, 1903) se inició pronto en la música, con profesores locales, entre los que destaca don José Ortega y Zapata, abogado, violinista y crítico musical en La Semana, El Orden, La Epoca, El Constitucional, El Mensajero y la Gaceta Musical de Madrid, de la que Ortega era propietario, director y redactor en solitario. Cuando Monasterio pierde a su padre, un tutor generoso y seguro de la valía del artista niño, hace posible el viaje a París y Bruselas, con lo que Gevaert, Fetis, Lemmens y Beriot (que había perdido a su mujer, María Malibrán) se convierten. en sus maestros. De tal modo la escuela española, a partir de Monasterio, entronca con la belga-francesa en los nombres principales de Fernández Arbós, Fernández Bordas, José del Hierro y, por supuesto, Pablo Sarasate. No deja de ser curioso que el maridaje se prolonga hasta nuestros días, cuando un violinista -León Ara- discípulo de Gertler desempeña la cátedra de su especialidad en el Conservatorio de Bruselas.

Monasterio fue gran violinista y antecedió en la fama universal a Sarasate. Pero, además, sus cualidades de artista pluridimensional le llevaron a desempeñar papeles protagonistas y fundacionales en la enseñanza, la música de cámara, la dirección y la composición. Alguna de las obras que, sin mayor pretensión, dieron fama a Monasterio, son primicias de nuestro nacionalismo, como la serenata andaluza Sierra Morena, El adiós a la Alhambra o la Gran Fantasía Nacional, en la que no falta desde la tópica jota que trataran Liszt o Glinka, a las variaciones sobre el himno nacional, pasando por las cadencias andaluzas. De extraordinario valor artístico-técnico, los veinte estudios nos llevan a la consideración de Monasterio como pedagogo.

El testimonio de Casals y Arbós

En su clase de violín y en la de música de cámara, Jesús de Monasterio tuvo entre sus alumnos dos nombres egregios: Pablo Casals y Enrique Fernández Arbós. Casals, premio de música de cámara en 1895, escribe en una de sus memorias: «He dicho frecuentemente que Monasterio era el maestro que se podía soñar y fue una verdadera bendición para mí recibir su enseñanza en un período tan crucial de mi formación. Mis inquietudes artísticas y mis tendencias más personales, al coincidir con sus convicciones -afirmadas por una larga experiencia y por una cultura musical de primer orden-, encontraron un singular estímulo. Yo tenía, por ejemplo, una constante preocupación por la justeza, bien desdeñada en esa época, y por la acentuación musical. Como ocurría lo mismo a Monasterio, eso me estimulaba, comprometiéndome a perseverar en el camino. La música para Monasterio no tenía nada que ver con una diversión mundana o un pretexto para la exhibición virtuosista. El inolvidable profesor sabía ganarse la devoción porque su arte y su enseñanza estaban guiados por un ideal de noble grandeza.

Para Arbós, «Monasterio siempre se ocupó más de la parte artística» -interpretación, fraseo y lo que la gente llamaba entonces sentimientos-, «que de la técnica, que el discípulo debía adquirir por sí solo y sin más medios que la imitación visual y auditiva... Era muy exigente respecto a la afinación y, quizá más aún respecto al ritmo y el acento, que él sentía con una intensidad que le llevaba, a veces, hasta la exageración».

Dos sociedades musicales

En 1863, en el mediocre ambiente musical madrileño, Monasterio crea la Sociedad de Cuartetos, sobre cuyas actividades existe el precioso opúsculo de Castro y Serrano. Nacida en los salones privados y llevada después a los públicos (tal el famoso «salón Romero»), Monasterio tuvo como colaboradores a Rafael Pérez, Lanuza y Castellano, primero, y a Manuel Pérez, Tomás Lestán y Víctor Mirecki, después. Cuando la intervención pianística se hacía necesaria, estaban presentes Guelbenzu (el pianista que acompañase a Glinka en su viaje por España), a María Luisa Chevallier o a don Dámaso Zabalza. Gracias a la «Sociedad de Cuartetos», el repertorio camarístico se hizo habitual entre nosotros a través de interpretaciones de gran categoría. Junto a las obras claves clásico-románticas figuraban en programas estrenos de autores nacionales, tal Sánchez Allú, Rafael Pérez o Marcial del Adalid.

En cuanto a la «Sociedad de Conciertos», piedra fundacional del sinfonismo madrileño, fundada por Barbieri en 1866, tuvo a Monasterio como director titular durante los años 1869 a 1876, después de haber estado a las órdenes de Gaztambide y antes de pasar por las manos sucesivas de Vázquez, Bretón, Chapí, Caballero, Espino, Mancinelli y Giménez. De la categoría alcanzada por la formación da fe el hecho de haberla dirigido con toda complacencia, en calidad de invitados, Saint-Sáens, Lamoureux, Ricardo Strauss, Carl Muck y Zumpe. En 1899 se presentó como solista, bajo la dirección de Bretón, Pablo Casals.

«Aunque es cierto que la fundó Barbieri -escribe Arbós-, a Monasterio le estaba reservada la empresa de dar verdadero impulso a la orquesta como director de la Sociedad de Conciertos». Como es lógico, el violinista cántabro cuidó la cuerda de manera extraordinaria, con lo que sentó unas bases cuya eficacia llega a la entera historia de la Sinfónica y la Nacional. Interpretados por Monasterio se oyeron en el Príncipe Alfonso, de Recoletos, las principales sinfonías de Beethoven, Haydn, Mozart, Mendelssohn, Schubert, así como obras de Gade, Antón Rubinstein, Tschaikowsky, Wagner , Bizet o Gounod. Fueron frecuentes los estrenos españoles: las tres sinfonías de Miguel Marqués, que hicieron furor hasta el punto de que cierta crítica las situaba al nivel y por encima de las de Beethoven; la primera sinfonía de Bretón, páginas mayores o menores de Zubiaurre, Espino, Ledesma, Carreras, Casamitjana, Rafael Pérez, Juarranz y Obiols, por citar sólo algunos ejemplos.

El humanista

Fue Monasterio hombre de profundo sentimiento humanístico, ligado a su fuerte creencia religiosa. Colaboró con Santiago de Masarnau en la obra de San Vicente de Paúl y mantuvo amistad e identidad de pensamiento con Concepción Arenal, alguno de cuyos poemas, profanos o religiosos, llevó al pentagrama. Que ésta es otra parcela creadora de Monasterio: la música religiosa o de inspiración religiosa: motetes, «salves», Véante mis ojos, sobre Santa Teresa, Meditación o el invitatorio escrito para inaugurar una imagen del Sagrado Corazón en el Pico de San Carlos, en plenos Picos de Europa, el año 1900. No es, por otra parte, la única atención que el músico de Potes presta a su tierra montañesa: a Sarasate envió, con una ingeniosa carta, su Rondó de Liébana, para dedicárselo «si lo encuentra aceptable».

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