Crítica:

A vueltas con el modernismo

«Nuestro destino», escribía Henry Van de Velde al filo de 1900, «es vivir en una época en que el arte está en ruinas, como un gigantesco árbol derribado cuyo ramaje yace alrededor, tronchado y astillado.»Expresaba así Van de Velde la decepción y la contrariedad que en muchos de sus contemporáneos, artistas, mecenas y simples aficionados, despertó el espectáculo cada vez más deprimente del eclecticismo académico, empeñado en repetir hasta la saciedad, con muy pocas variantes dignas de mención los modelos ya vigentes en 1850. Pero ni Van de Velde ni esos de sus contemporáneos que se apasionaron ...

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«Nuestro destino», escribía Henry Van de Velde al filo de 1900, «es vivir en una época en que el arte está en ruinas, como un gigantesco árbol derribado cuyo ramaje yace alrededor, tronchado y astillado.»Expresaba así Van de Velde la decepción y la contrariedad que en muchos de sus contemporáneos, artistas, mecenas y simples aficionados, despertó el espectáculo cada vez más deprimente del eclecticismo académico, empeñado en repetir hasta la saciedad, con muy pocas variantes dignas de mención los modelos ya vigentes en 1850. Pero ni Van de Velde ni esos de sus contemporáneos que se apasionaron por lo que pronto se dio en llamar arte nuevo, arte joven, arte moderno o arte en libertad, pretenderían reanimar el cadáver que tenían a la vista, sino cortar por lo sano y entender la práctica del arte de un modo radicalmente distinto.

A vueltas con el modernismo

Instituto Alemán. Zurbarán, 21.

El movimiento de renovación que entonces se extendió por toda Europa recibe ahora nombres dispares (Art Nouveau, en Francia; Jugendstil, en Alemania; Modern Style, en Inglaterra; Sezession, en Austria; Liberty, en Italia; Modernismo, en España, etcétera) y no guarda siempre la homogeneidad que con frecuencia se le atribuye, aunque, eso sí, comporta un mismo espíritu antiacadémico, que se revela en la búsqueda de lo que el propio Van de Velde denominara un nuevo estilo, y también una serie de principios programáticos, entre los que destacaremos, en primerísimo lugar, su propósito de dar al traste con la disyunción tradicional entre arte e industria, denunciada y combatida veinte o treinta años antes por William Morris y los ideólogos de las Arts and Crafts. No es exageración afirmar, incluso, que el Modernismo -llamémoslo así a partir de ahora- fue impulsado por el deseo común de reconciliar artes mayores y artes menores; de ahí el auge extraordinario que cobrarán estas últimas como tales, la atención que, por ejemplo, dispensarán los arquitectos a los elementos más modestos de un edificio o a su «decoración» interior, y, en general, el éxito de las doctrinas estéticas que cifraban en un arte total el futuro del arte mismo, a semejanza del drama wagneriano.

Todo esto, sin embargo, no demuestra otra cosa que la condición cosmopólita y optimista del Modernismo, último esfuerzo de la burguesía por configurar un estilo internacional, integrador, que trascendiera las diferencias nacionales que desde el barroco se habían ido imponiendo en el arte occidental. Por eso, sin duda, el arte modernista aparece en un medio próspero y progresista a su manera, sostenido por la gran burguesía que surge de la nueva sociedad industrial, en las antípodas del provincianismo romántico. El hecho de que fuera Barcelona, y no Madrid, el centro más vivaz de nuestro Modernismo viene a confirmarlo. Barcelona, París, Bruselas, Viena, Munich, Milán... se convertirán, pues, en los focos principales del nuevo arte, del arte nuevo, mientras que en 1800, Dresde o Norwich podían contar todavía con grandes escuelas y grandes maestros.

Con el Modernismo son aquellas ciudades donde radica la nueva burguesía enriquecida por el desarrollo de los medios de producción las que dictan la moda a las áreas periféricas -y no olvidemos el papel que juegan los Güell o los Stoclet, junto con los príncipes, las corporaciones y hasta los sindicatos-, puesto que es allí donde se acumulan los capitales imprescindibles para abordar sus costosísimos proyectos arquitectónicos y sufragar su pasión por los materiales preciosos y las artes suntuarias. A propósito de esos capitanes de empresa, como Güell o Stoclet, diríamos además que en ellos, o en sus palacios propiamente, se desvanece para siempre el sueño burgués de emular el despilfarro aristocrático, resultando a partir de entonces harto miserable -por ser pura miseria amueblada- el tren de vida de la gran burguesía. El Modernismo constituye, en suma, una nostalgia de estilo, más que un estilo en el sentido fuerte de la expresión; oonque parece inútil esforzarse por declararlo tal, sin más ni más, basándose, ya sea en la existencia de una confusa gramática ornamental, difundida por las revistas y las exposiciones internacionales, ya sea en la ideología, no menos confusa, del movimiento de Artes y Oficios, interpretada contradictoriamente, según se verá a través del enfrentamiento entre los partidarios de la innovación a ultranza, como Van de Velde, y de la tipificación, como Muthesius, en el seno del Deutsche Werkbund. Este enfrentamiento, o esta disparidad, pone al descubierto la incongruencia de homologar a Gaudí y Tiffany con Belirens y Mackintosh, y nos sugiere que los análisis de Pevsner sobre el Modernismo siguen siendo más lúcidos que los de Madsen o, por supuesto, que los de todos los editores de álbumes sobre arte modernista.

Los organizadores de esta loable exposición didáctica sobre el Modernismo y sus sinónimos han sucumbido, de nuevo, ante la tentación. Más aún: han incurrido en el disparatado criterio formalista de distinguir dentro del Modernismo artístico entre estilo floreal, lineal y geométrico, cuando lo apropiado hubiera sido establecer, con la claridad que el estado crítico de la cuestión exige, lo que allí apunta hacia el movimiento moderno, en arquitectura, pintura y diseño, y lo que sólo pretende la complicación estructural o decorativa de los estereotipos vigentes.

Auge del simbolismo

Otro error reseñable sería el olvido, imperdonable, del Liberty italiano, y otro: la equívoca articulación, agravada por el auge actual del simbolismo, entre la pintura, por una parte, y el diseño y la arquitectura,por otra. Pero si el Modernismo es, dentro de su confusión, una categoría historiográfica aceptable, no podemos despacharnos su vertiente pictórica con las artes gráficas y dos o tres paneles decorativos de Klimt, Puvis de Chavannes o Segantini.Dos palabras sobre el montaje de la exposición y sus criterios. Palabras elogiosas por fuerza, puesto que el Goethe Institut, su promotor, nos ha mostrado cómo el didactismo, a base de fotografías y diagramas, puede conjugarse con el rigor y el buen gusto. En España, por el contrario, suele ser pretexto vergonzante para la improvisación barata y la demagogia cultural. Los alemanes han traido al Instituto Alemán de Madrid una exposición austera, pero que entra por los ojos; elemental, pero coherente, demasiado coherente quizá; pobre de medios, pero avispada, con la inclusión de serigrafías en color, réplicas modernas de muebles de la época y algunos libros y objetos originales, como botón de muestra, amén de un impecable catálogo, que es gratuito.

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