Josep María de Sucre, ilustre olvidado

En uno de esos libros deliciosos y extraños que sabe componer Joan Perucho a base de ficciones casi reales y realidades casi ficticias, encontré hace poco una viva semblanza del enigmático Josep María de Sucre. Los misterios de Barcelona se titulaba el libro. Dos o tres días después de leer aquellas páginas, ya no muy recientes, las columnas bastante menos misteriosas de este periódico informaban escuetamente de que en Barcelona se está celebrando, en una galería puesta bajo la advocación de Dau al Set, una retrospectiva del desaparecido pintor. Estas casualidades o azares objeti...

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En uno de esos libros deliciosos y extraños que sabe componer Joan Perucho a base de ficciones casi reales y realidades casi ficticias, encontré hace poco una viva semblanza del enigmático Josep María de Sucre. Los misterios de Barcelona se titulaba el libro. Dos o tres días después de leer aquellas páginas, ya no muy recientes, las columnas bastante menos misteriosas de este periódico informaban escuetamente de que en Barcelona se está celebrando, en una galería puesta bajo la advocación de Dau al Set, una retrospectiva del desaparecido pintor. Estas casualidades o azares objetivos siempre tienen algo de advertencia. Me he dispuesto, pues, a escribir sobre el tema.A Sucre nunca se suele llegar de golpe. Ni su vida ni su obra son de esas que se dejan apresar fácilmente. El hombre parecía complacerse en la sombra, en una modalidad digamos que poco literaria y poco vistosa del divino fracaso. Lo cierto es que murió -a finales de los sesenta o comienzos de los setenta, ahora mismo no acierto a precisar la fecha- en la pobreza y en el olvido. Pocas veces se hablaba de él en vida, y hasta hoy tampoco parece que su fortuna póstuma sea mucho mayor. Así las cosas, resulta que tuvimos noticia primera de su existencia por boca de un pintor de la generación del cincuenta, a propósito de las nunca bien ponderadas becas del Instituto Francés. Entrevimos furtivamente su perfil en las memorias de Mario Verdaguer, en algún estudio sobre Lorca, en alguna evocación de Barradas. A un librero de viejo madrileño le compramos su folleto sobre Maragall, en ejemplar dedicado a Jacinto Grau. Advertimos pequeños cuadros suyos, colgados en alguna casa que frecuentamos. Varios de sus libros de poesía los adquirimos rastreando por los paraísos de papel del barrio gótico. Imágenes parciales, fragmentos del puzzle. Hasta que un día arribamos a la tienda de Joan Marca, librero erudito en vanguardias, y nos enseña los restos del naufragio: dibujos, cartas -las hay de Ramón, de Maeztu, de Giménez Caballero, pero también alguna de Andreu Nin- y todos los libros imaginables.

Nacido en Gracia en 1886, cuando Gracia aún era una apacible villa y no un barrio de Barcelona, Sucre convivió con los modernistas en su primerísima juventud. Conoció la conspiración anarquista, La campana de Gracia, la bohemia de Els Quatre Gats, el futurisme de Alomar, la llamada al orden noucentiste, los albores de la vanguardia en compañía de Salvat Papasseit y de Torres García. Aunque hasta 1923 trabajó de oficial criminalista, su primer folleto lo publica en 1906. Vale la pena reproducir su título completo: Un poble en acció. Per la salvació de les terres hispániques. Quartilles den Joan Pi. Ciutadá de Barcelona. Todo un programa regeneracionista. Tan sólo el prólogo aparece firmado por Sucre. Me parece significativo que esta primera salida literaria se haga -o artista é um fingidor, decía Pessoa- bajo la máscara de un personaje imaginario. Cuatro años después aparece su primer libro de poemas, Apol-Noi. Le seguirían L'Ocell Daurat (1921), Poema barbre de Serrallonga ( 1922) y Poemas de abril y mayo (1922). La escueta ficha bibliográfica del autor se completa con un inencontrable libro en italiano (Del sentimento relligioso e della inmortalitá, (1916), el mencionado Joan Maragall (1921), una monografía -ya en los años cuarenta- sobre Ochoa, y unas tardías e inacabadas Memorias en dos volúmenes (1963). Sucre, por otra parte, participó en empresas tan diversas como Un enemic del poble, el Ateneíllo de Hospitalet, las galerías Dalmau, donde conoce a Picabia y Marinetti; La Gacela Literaria, de la que era asiduo colaborador, o, tras la guerra, los Salones de Octubre, el Instituto Francés y el Movimiento Artístico del Mediterráneo. Como pintor, aunque ya en los años veinte hubiera hecho sus pinitos, su dedicación intensiva empieza en 1940. En Madrid, que yo sepa, sólo expuso individualmente una vez, en 1963, y en el Ateneo.

Presente en cuantas iniciativas supusieron renovación en la vida barcelonesa de más de medio siglo, conectado además -pocos barceloneses están dispuestos a ello- con la realidad cultural madrileña, testigo inmejorable, crítico informado, animador, discreto escritor y más que discreto pintor, ¿qué había en el ex criminalista que le abocara fatalmente a convertirse en ilustre olvidado? Juan Eduardo Cirlot, que figuraba entre sus amigos y admiradores, le llama solitario esencial, habla de su camino de soledad y amargura, y añade que «no pertenece a la categoría de hombres que ejecutan una obra para los demás, sino a la de los creadores que aman la atracción del abismo interior». En cuanto a Perucho, en el citado retrato se interroga sobre el enigma, para concluir que sigue sin resolver, y que a una compleja combinación de su propio retraimiento y de la indiferencia de la época debió el pintor de Gracia el ser un auténtico muerto en vida.

Sea como fuere, probablemente haya empezado ya la recuperación (qué palabra más fea, por cierto) de Sucre. Como pintor, dejó una obra notable, en contra de lo que a veces se dice. Rostros obsesivos, iglesias, geometrías rituales, ojos alucinados como de pintura de loco: estas ceras, con su aire expresionista y primitivo, tienen algo de iconos angustiosos y están emparentadas -por un parentesco profundo y no formal- con el mundo de un Javlensky. En ellas gravita algo del universo marginal que habría de tratar un criminalista, pero no hay aquí anécdota, ni pintoresquismo, y sí abismo, laberinto esotérico, búsqueda metafísica, interrogación extrema. Obra menor, podrá replicarse en una perspectiva académica. Mas todo el mundo sabe que la historia de la pintura nunca está cerrada.

Por lo demás, habremos de seguir interrogándonos sobre lo que encerraban el rostro aguileño y la mirada intensa del pintor y escritor. Como en el caso de otros subterráneos, su secreto está tanto en su obra como en su manera de estar en las grandes encrucijadas culturales. Cada ciudad, cada clima, cada edad, poseen siempre un puñado de esas figuras sin las cuales algo -a veces no sabemos exactamente el qué- faltaría en el paisaje. Orientadores, testigos, alumbradores, es frecuente que sean personajes retraídos.

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