José Luis Fajardo.

Una vez más hemos de decir, aun a riesgo de resultar pesados, que durante esta temporada el panorama expositivo aparece dominado por el fantasma de la pintura-pintura en sus más diversas e insólitas acepciones, hasta tal extremo que no pocos pintores de cierto renombre, de esos incluso que hace dos o tres años decían: «A Rothko lo descubrí yo en 1960 y aquí me tiene usted sacándole calidades al poliuretano», practican ahora la gaya mancha sin fronteras y miran arrobados al cielo en busca de auroras boreales.El transvase es lento, pero implacable, y los resultados, tan dispares co...

Una vez más hemos de decir, aun a riesgo de resultar pesados, que durante esta temporada el panorama expositivo aparece dominado por el fantasma de la pintura-pintura en sus más diversas e insólitas acepciones, hasta tal extremo que no pocos pintores de cierto renombre, de esos incluso que hace dos o tres años decían: «A Rothko lo descubrí yo en 1960 y aquí me tiene usted sacándole calidades al poliuretano», practican ahora la gaya mancha sin fronteras y miran arrobados al cielo en busca de auroras boreales.El transvase es lento, pero implacable, y los resultados, tan dispares como cabía esperar de algo que es eso, pintura, y no mano de santo. Nada más vano que acusar a un pintor de tránsfuga, cuando la historia del arte moderno ha sido precisamente obra de artistas en fuga, y en fuga constante. Veamos, sin embargo, si se trata de auténticas fugas o tan sólo de un pase pernocta. En el caso de Fajardo advertimos que está su inclinación actual hacia las grandes superficies blancas, los brochazos amplios, el «flou» y los trazos rápidos al carbón se resuelve de un modo decoroso y no exento a veces de atractivo, pero al mismo tiempo lamentamos el exceso de fórmulas.