Tribuna:

En la muerte de Kahnweiler

La idea de que un joven corredor de bolsa, hijo de una familia judía acomodada en Mannheim, abra a los veintitrés años una galería de arte en París y sin otro consejero que su propio Instinto se ponga a comprar, de inmediato y frenéticamente; obras de VIaminck, Derain, Picasso y Braque, parece cosa de no creer, pero al fin y al cabo, todo -o casi todo- en la historia de los orígenes de la vanguardia tiene ese mismo aire legendario.Daniel-Henry Kahnweiler, muerto hace algunos días, a la edad de 94 años, fue uno de aquellos marchands insólitos y milagrosos que apostaron por el arte modern...

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La idea de que un joven corredor de bolsa, hijo de una familia judía acomodada en Mannheim, abra a los veintitrés años una galería de arte en París y sin otro consejero que su propio Instinto se ponga a comprar, de inmediato y frenéticamente; obras de VIaminck, Derain, Picasso y Braque, parece cosa de no creer, pero al fin y al cabo, todo -o casi todo- en la historia de los orígenes de la vanguardia tiene ese mismo aire legendario.Daniel-Henry Kahnweiler, muerto hace algunos días, a la edad de 94 años, fue uno de aquellos marchands insólitos y milagrosos que apostaron por el arte moderno sin condiciones, comprando lo que nadie soñaba siquiera que pudiese tener precio, buscando improbables coleccionistas, editando los libros de los amigos de sus pintores, acudiendo con su dinero a remediar las habituales estrecheces de Fin de mes y viviendo, incluso, al ritmo de bohemia que aquéllos les marcaban. Heredero de una tradición de grandes marchands, como Durand-Ruel, el promotor de los impresionistas, o como Vollard, que lo fuera de Cézanne, Gauguin, los nabis y el Picasso joven, Kahnweiler prestará su apoyo a los artistas de su generación: Vlaminck, Derain, Braque, Picasso y Van Dongen, primero; Léger, Gris. Manolo y Laurens, más tarde. «Cuando decidí convertirme en mercader de arte -le confesaría a Francis Crémieux, en 1961-, nunca se me pasó por la cabeza comprar obras de Cézanne. Me pareció que la ocasión de hacerlo había pasado ya, para mí al menos, y que me correspondía luchar por los artistas de mi edad.»

Kahnweiler se puso a ello en 1907, muy, pocos meses después de abrir su famosa galería de la rue Vignon. Por entonces no conocía a nadie en París que tuviera relación alguna con el mundo del arte, pero tras una visita al Salón de los independientes, se decide a comprar pintura fauve y acuerda, incluso, con VIaminck lo que hoy se denomina un contrato en exclusiva. Animado por Wilhelm Uhele, acude al estudio de Picasso, que está pintando Les demoiselles d'Avignon, para desesperación de Vollard, y vuelve a comprar. En 1908 expone la serie de paisajes que Braque ha estado pintando durante el verano (L'Estaque) y fueron rechazados por el Salón de Otoño. Como buen corredor de bolsa que es, Kahnweiler se mueve con rapidez y sentido del riesgo; de tal suerte que en 1914, cuando por su condición de alemán debe abandonar París. su nombre está ya indisolublemente vinculado al cubismo, cuya fortuna él ha contribuido a fortalecer y extender, no sólo en Francia, sino también en Inglaterra y Alemania: los grandes pintores cubistas son «Sus pintores», tal y como él mismo acostumbra a decir; ha sido el primer editor de Apollinalre y Max Jacob, como luego lo será de Artaud, Malraux, Michel Leiris o Georges Limbour; ha escrito, bajo el seudónimo de Daniel Henry, uno de los primeros y más apreciables ensayos sobre el nuevo arte, Der Weg zum Kubismus («La ascensión hacía el cubismo»), publicado en 1920, aunque sus primeros capítulos ya habían aparecido por separado, en Die Weissen Blätter, cuatro años antes.

De vuelta a París, en 1920, Kahnweiler reemprende sus negocios artísticos, en dura competencia ahora con el opulento marchand americano Rosenberg, quien, entre tanto, ha ido captando a sus antiguos pupilos. Son los años en que mantiene una estrecha amistad con Juan Gris, de la que resultarán elgunos libros admirables. Son los años, también, en que tutela a nuevos pintores, como son: Bores, Suzanne Roger, Lascaux, Beaudin, Kermadec y, sobre todo, André Masson. En realidad, el gusto -¿o el olfato?- de Kahnweiler se ha quedado definitivamente estancado: desdeña, por literario, el surrealismo, con las solas excepciones de Masson, Miró y Max Errist, y tachará de «decoradores» y «académicos» a los abstractos. Para Kahnweiler, la pintura reclama, al igual que la escritura, un argumento, por mínimo que éste sea, y ya no se siente capaz de «leer», según nos cuenta, la que prácticaban los pintores más jóvenes. Pero ésta ya es otra historia; o mejor: una peripecia que en modo alguno puede empañar su legendaria contribución al arte moderno.

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