Editorial:

El sello de la reconciliación

MIENTRAS EN España los promotores del acto fúnebre de la plaza de Oriente y sus más enfebrecidos seguidores reanudaban, el pasado domingo, sus danzas rituales de rencor, don Juan Carlos de Borbón sellaba en México, sin espectacularidad, pero con profundo sentido histórico, la reconciliación entre la «España peregrina» y la sociedad civil y política nacida dentro de nuestras fronteras después del sangriento conflicto civil. A través de un largo y en ocasiones conflictivo proceso de maduración moral, esas dos España han terminado por enlazar nuestro presente con la tradición democrática y libera...

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MIENTRAS EN España los promotores del acto fúnebre de la plaza de Oriente y sus más enfebrecidos seguidores reanudaban, el pasado domingo, sus danzas rituales de rencor, don Juan Carlos de Borbón sellaba en México, sin espectacularidad, pero con profundo sentido histórico, la reconciliación entre la «España peregrina» y la sociedad civil y política nacida dentro de nuestras fronteras después del sangriento conflicto civil. A través de un largo y en ocasiones conflictivo proceso de maduración moral, esas dos España han terminado por enlazar nuestro presente con la tradición democrática y liberal de nuestro pasado. Los ecos y temores del cuartelazo frustrado del 17 de noviembre han opacado la imagen del encuentro del Rey con doña Dolores Rivas Cherif, viuda del último jefe de Estado constitucional, en la que aquella atroz.tragedia de hace cuarenta años queda simbólicamente superada. Algunos comentaristas políticos invitan a seguir el ejemplo de los 120 años transcurridos en Estados Unidos antes de que un presidente rehabilite a un general confederado. El gesto del Rey y de la viuda de Azaña, que honra por igual a ambos, demuestra bien a las claras que los odios despertados por una guerra civil no tienen forzosamente que pervivir en la memoria colectiva tanto tiempo como, al parecer, han subsistido las huellas de la guerra de secesión americana.El suceso posee todavía mayor relevancia porque la personalidad política y la actividad pública de don Manuel Azaña impide relegarle al cómodo panteón de españoles ilustres por encima de las ideologías y de los compromisos. Azaña fue, ciertamente, uno de los mejores prosistas de su generación y un intelectual de enorme talla. Pero su recuerdo se halla asociado, sobre todo, a su participación en el establecimiento de la II República, a su labor al frente del Gobierno durante el primer Gobierno a la persecución de que fue objeto por la coalición lerrouxista-gilroblista, a su elección como segundo presidente de la República y a su permanencia en ese cargo, pese a su escepticismo, desencanto y pesimismo, hasta el final de la contienda. Fue el estadista que no vaciló en acometer la serie de reformas -desde la educativa hasta la militar- que, a su juicio, eran precisas para la modernización de España. Tal vez por esa razón, pocas figuras de la Il República española han sido tan atacadas y calumniadas, en los años posteriores a la guerra, con la vileza y deshonestidad con que lo fue el autor de El jardín de los frailes. Su ejecutoria política podrá ser juzgada por los historiadores de manera distinta según las perspectivas y las ideologías de cada cual; pero, durante los años cuarenta y cincuenta, su figura no fue objeto de valoración, sino de linchamiento moral.

Don Juan Carlos ha realizado, con ese encuentro y con la recepción a la que acudieron los españoles que llegaron al exilio en tiempos del general Cárdenas, un acto político de enorme valor y de gran significado. Mientras los muñidores y publicitarios del golpismo desentierran los más tristes y estremecedores recuerdos de la guerra civil, a fin de reabrir las heridas y de preparar el clima para un nuevo conflicto entre hermanos, el Rey ha sellado simbólicamente la cicatrización definitiva de las viejas marcas de Caín y ha señalado el camino a seguir para que aquel atroz genocidio de 1936 no pueda repetirse.

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