Dámaso Alonso: "Menéndez Pidal fue uno de los cerebros más importantes de la España moderna"

Se acaban de cumplir diez años de su muerte

«Menéndez Pidal ha sido el maestro indudable. Hoy día España cuenta con más de una veintena de filólogos espléndidamente preparados y dotados, grupo que, según mi entender, no existe en ningún otro país europeo y que no sería posible sin Menéndez Pidal y su magisterio a tantas generaciones», dijo a EL PAIS el presidente director de la Real Academia de la Lengua, Dámaso Alonso, que, al cumplirse el décimo aniversario de la muerte de Ramón Menéndez Pidal, dibujó para estas páginas un retrato vital y científico de su maestro y antecesor en la presidencia de la Academia.

«Don Ramón -dice Dá...

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«Menéndez Pidal ha sido el maestro indudable. Hoy día España cuenta con más de una veintena de filólogos espléndidamente preparados y dotados, grupo que, según mi entender, no existe en ningún otro país europeo y que no sería posible sin Menéndez Pidal y su magisterio a tantas generaciones», dijo a EL PAIS el presidente director de la Real Academia de la Lengua, Dámaso Alonso, que, al cumplirse el décimo aniversario de la muerte de Ramón Menéndez Pidal, dibujó para estas páginas un retrato vital y científico de su maestro y antecesor en la presidencia de la Academia.

«Don Ramón -dice Dámaso Alonso- está muy ligado a los principios de mi propia vocación filológica. He contado ya que mi encuentro primero con él, en una famosa conferencia suya, aquella sobre la primitiva lírica que pronunció en el Ateneo de Madrid, en 1919, o quizá en el veinte, produjo tal impresión en mí que creo que fue una de las determinantes de mi vocación futura.. Poco después, por intermedio de don Américo Castro -maestro mío en la universidad-, entré en el Centro de Estudios Históricos, y allí tuve un poco más de conocimiento con Menéndez Pidal.»«Federico», diría después, cuando mostraba algunas de esas bellísimas ediciones que posee, y especialmente la del Romancero gitano con su dedicatoria extraña. «Federico decía que el Centro me perjudicaba, que yo debiera dedicarme a la poesía únicamente. Por eso, en la casa que dibujó al fondo de su dedicatoria, y que pone Centro, hizo esas ventanitas con rejas.»)

«Mi verdadera amistad con Menéndez Pidal -dice Dámaso Alonso- comenzó más tarde, cuando regresé de Estados Unidos y construí esta casa, en la que vivo desde 1932 ó 33. Desde entonces ocurría que, muchas veces, su mujer o yo nos encontrábamos con don Ramón en el tranvía. El, de costumbres más higiénicas, iba siempre en la plataforma, y nosotros solíamos salir allá para hablar con él. Ya le teníamos un gran efecto por su ciencia, por su modestia. Para entonces don Ramón iba ya para la vejez, pero tenía un aire juvenil muy grande. Luego le hemos visto aumentar de años, llegar a los ochenta, pasarlos... Un día me dijo: ¿Sabe usted que he vuelto a comprar libros? Porque yo creía que me iba a morir y dejé de comprarlos, pero como veo que no me muero, he vuelto.»

(Dámaso Alonso comenta, al margen: «Mantuvimos el tratamiento de usted hasta el final. En eso las cosas han cambiado tanto... Piense que yo, a todas mis compañeras de la universidad, las trataba de usted, y así las sigo hablando... Ahora ya se acaba este tratamiento.»)

Parece que Menéndez Pidal, afable maestro e infatigable investigador, iba preocupándose por lo avanzado de su edad: «Recuerdo -dice Dámaso Alonso- la entrevista que mantuvo con don Wenceslao Alonso, padre del gran filólogo español Amado Alonso, muerto tempranamente. Pero su padre iba ya hacia los cien años. Uno le faltaba cuando vino a mi casa a invitarme a celebrar con él su cumpleaños, y quiso ver adon Ramón. Mi mujer le acompañó, y entonces Menéndez Pidal le preguntó su edad. Cumplo pronto los ciento, dijo. ¿Y usted? Yo sólo tengo -respondió don Ramón- 84 miserables años.»

«Mi amistad con Menéndez Pidal -sigue Dámaso Alonso- se hizo aún más intensa a partir de su entrada en la Academia, el año 1948. Admiré entonces, además de su trabajo, el exquisito tino y cortesía con que dirigía aquella casa. En la comisión de diccionarios trabajaba siempre con mucho interés en la fijación de acepciones y la introducción de voces nuevas. Creo que uno de los prodigios de su trabajo es haberlo hecho con pérdida total de un Ojo, por desprendimiento de retina, y la vista muy disminuida en el otro. Con esta visión tan imperfecta realizó la labor incesante de muchas horas de trabajo, con textos de escrituras y grafías difíciles, que exigen gran esfuerzo, y en edad muy avanzada. A los noventa años publicó La Chanson de Rolandy el Neotradicionalismo. A los 94, su libro sobre el padre Las Casas. »

(«Lo de la pérdida de vista -comenta- parece un destino común. Yo también he tenido desprendimiento de una retina y una hemorragia en la otra, pero a mí me la pudieron operar a tiempo en España, mientras que él tuvo que ir al único operador que había entonces, en Suiza, y cuando llegó ya era tarde. Mi vista a mí me impide, por ejemplo, esos canales culturales que- tanto informan e interesan a los jóvenes. Yo no practico nada la televisión y tampoco puedo ir al cine. En cambio, me permito hasta diez horas diarias de lectura.»)

«Fue siempre un trabajador metódico y enormemente escrupuloso, y en sus libros juveniles esto es lo primero que se ve, porque había en él cierta contradicción en el estilo y en la pasión. Según fue envejeciendo, hubo en su literatura una especie de libre y ardorosa primavera. Por ejemplo, en las Reliquias de la épica española, con firmeza, y a veces con ironía, fustiga a los contradictores de su tesis del tradicionalismo.»

«La vida de don Ramón era para nosotros como un milagro incesante, inmutable. Muchas veces, al salir de las sesiones de la Academia, me preguntaba: ¿Va usted a Chamartín? Tenía él un coche, que no sé de dónde le venía, pero que era muy viejo y unas veces andaba y otras no, y un mecánico que lo conducía. Cuando sí andaba, me traía hasta Chamartín, y muchas veces venía también Gómez Moreno. Los dos estaban por los noventa y tantos, y yo pensaba, sentado en medio, en la cantidad de años que iba en aquel coche.»

«Un día, a principios de marzo de 1964, don Ramón trabajó en la Academia con la intensidad de siempre. Aquella noche le comenzó el mal, al principio solapadamente, lo que luego se convertiría en una trombosis cerebral con paralización parcial de miembros. Murió el 15 de noviembre de 1968, y fueron más de cuatro años de sufrimientos. Durante ellos tuvo alternativas: algunas veces, sobre todo al principio, quería seguir trabajando, pero era imposible. Me decía: quiero apurar la última piltrafa de mi actividad. Otras veces decía: la última colilla. Me proponía una colaboración que ya era imposible. Parecía, a ratos, normal y aún con humor. Una enfermera, que trataba su recuperación en movimientos le decía: "Tiene usted que apoyarse primero sobre la izquierda y después sobre la derecha"; don Ramón le contestó: "¿Pero usted cree que yo soy Fanfani?"»

«Tenía, claro, momentos de gran lucidez y otros en los que confundía los nombres. Su hija, piadosamente, trataba de que se le considerara como mucho más activo de lo que estaba.»

«Con don Ramón -termina desapareció uno de los cerebros científicos más importantes de la España moderna, pero nos dejó abiertos a sus discípulos, a muchas y muchas generaciones, unos magníficos ventanales para el trabajo y la creación.»

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