Crítica:TEATRO

La idea y la ejecución

Se trata de un tema siempre impresionante, siempre estremecedor: la indefensión del inocente. En un mundo duro, cruel y egoísta, el inocente es casi una subversión y casi como tal es tratado. En esta ocasión la denuncia de Ricardo López Aranda es de recibo fácil, navega lógicamente a favor de la simpatía del espectador por la candorosa protagonista y no debe vencer resistencia alguna. Era la técnica de Casona, a quien no es difícil recordar entre las líneas de esta comedia.Los problemas nacen, precisamente, del amor de López Aranda por su protagonista. Para embellecer a Isabelita el autor la r...

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Se trata de un tema siempre impresionante, siempre estremecedor: la indefensión del inocente. En un mundo duro, cruel y egoísta, el inocente es casi una subversión y casi como tal es tratado. En esta ocasión la denuncia de Ricardo López Aranda es de recibo fácil, navega lógicamente a favor de la simpatía del espectador por la candorosa protagonista y no debe vencer resistencia alguna. Era la técnica de Casona, a quien no es difícil recordar entre las líneas de esta comedia.Los problemas nacen, precisamente, del amor de López Aranda por su protagonista. Para embellecer a Isabelita el autor la rodea de un grosero acompañamiento de entes lineales y sin el menor interés. A partir de su rudo y descuidado trazado la descompensación es abrumadora. Una falta de ritmo total en toda la primera parte nace de la superficialidad de los antagonistas. La rítmica alternancia de los aceptables azúcares que acompanan a «Isabelita» y el desgarro y primariedad de los personajes contrastantes hacen que la obra avance a bruscos y duros trancos. Y un lenguaje igualmente desigualado acaba de arruinar la consecución de una comedia cuyo tema merecía mayor cuidado. («Esto es una pesadilla.» «Yo estoy soñando.» «Eres mío.» «Yo no amenazo en balde.»)

Isabelita la miracielos,

de Ricardo López Aranda. Decoración: Javier Artiñaño. Dirección: Víctor Andrés Catena. Intérpretes: Terele Pávez, Mary Carmen Duque, Pilar Muñoz, Amparo Baró, Asunción Sancho y Vicente Parra. En el teatro Barceló.

Una vez más podemos rozar la cuenta de pérdidas generada por tantas dificultades como nuestros autores encontraron para estrenar en los años de la censura. Los errores de López Aranda no los habría cometido, quizás, dentro de una regular vida profesional. Porque la transposición de una idea a un espacio escénico requiere un oficio que sólo se adquiere en el sistemático asalto de sus dificultades. Es muy penoso tener que admitir, sin resistencia, con alegría, un tema planteado y tener que rechazar la inmadurez de su ejecución. Pocos autores tendrían sensibilidad y sentido para afrontar un tema así. Pocos, también, deberían tropezar en las piedras en que lo hace López Aranda.

Tampoco puede decirse que sus actores le ayuden mucho. Todos ahondan y afilan la línea más abultada y visible de su personaje. El resultado es una tiernísima Amparo Baró, exhibidora justa de sus grandes recursos y de sus muchos matices, enfrentada a una tópica serie de entes de una sola cuerda, bronca, enteriza y vagamente humana. Es posible que Catena, cuyas habilidades mecánicas innegables confieren siempre seguridad a los movimientos escénicos, se sintiese tentado por la exploración dramática del mundo diverso de los personajes. En ese caso cometió un serio error, pasándose. Había que disimular y acordar distancias en vez de brutalizar los contrastes. Da pena ahogar a «lsabelita la miracielos» en ese energuménico y menor caldillo. Un personaje tan limpio y claro no merecía enfrentarse con tantas y tan broncas caricaturas. López Aranda debe reflexionar. Nadie puede instrumentar una melodía para un violín solista y cinco retumbantes bombos. La armonía no es sólo una manifestación técnica, sino una declaración de sensibilidad.

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