Tribuna:

La biblioteca y la educación

Director de la Biblioteca NacionalResultan curiosas, por su número inusitado, las intervenciones espontáneas que se han producido en la polémica, acogida con simpatía por EL PAIS, a propósito de los problemas que aquejan a nuestras bibliotecas y que se ha originado, como saben los lectores de este diario, por la natural variedad de criterios que, sobre la formación exigible a los que ejercen su profesión, tienen grupos de bibliotecarios con status diferentes.

Sin embargo, ha habido un claro consenso, como no podía por menos de suceder, en el reconocimiento de la escasa dotación de r...

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Director de la Biblioteca NacionalResultan curiosas, por su número inusitado, las intervenciones espontáneas que se han producido en la polémica, acogida con simpatía por EL PAIS, a propósito de los problemas que aquejan a nuestras bibliotecas y que se ha originado, como saben los lectores de este diario, por la natural variedad de criterios que, sobre la formación exigible a los que ejercen su profesión, tienen grupos de bibliotecarios con status diferentes.

Sin embargo, ha habido un claro consenso, como no podía por menos de suceder, en el reconocimiento de la escasa dotación de recursos de que disponen nuestras bibliotecas, muy por debajo de los mínimos internacionales, como machaconamente se viene alegando. Ciertamente no cuentan con colecciones bibliográficas aceptables, ni adquieren anualmente un porcentaje representativo de la producción editorial, ni disponen de un número mínimo de puestos de lectura, ni de servicios de préstamo capaces, ni, finalmente, del personal deseable.

Algunas personas, optimistas y bienintencionadas, me han felicitado por la probabilidad de que las cosas cambien dada la publicidad que ha alcanzado el tema y la posible toma de conciencia del pueblo español. No lo creo. Y no lo creo porque en este país no hay buenas bibliotecas ni los bibliotecarios convenientes por una razón sencilla, que los que la conocen se callan por pudor: porque hay pocos lectores de libros o, si se desea más precisión, porque hay el número de libros, de puestos de lectura y de bibliotecarios suficientes para atender a la demanda real de lectura.

Es verdad que algunas bibliotecas, las menos, están llenas durante las muchas horas en que permanecen abiertas, y que hasta se producen colas con los lectores que esperan a la puerta a que quede un lugar desocupado, pero hay otras muchas, la inmensa mayoría, que abren pocas horas y durante ellas nunca, o casi nunca, se han visto totalmente ocupadas.

El panorama es tan desconsolador que probablemente (no dispongo de datos actualizados) más del 90 % de los españoles no han pisado en su vida una biblioteca. Por eso es comprensible que nadie, a excepción de bibliotecarios, editores y autores, se preocupe de la creación o ampliación de las bibliotecas.

También es cierto, como han venido repitiendo año tras año los responsables de la política cultural, que la producción editorial española es una de las mayores del mundo en cifras absolutas y relativas. Se editan anualmente más de 20.000 títulos y más de cien millones de ejemplares, lo que representa tres libros por habitante y año.

Si los españoles leyeran tres libros al año de promedio podríamos mostrarnos moderadamente satisfechos. Sin embargo, no merecerían el calificativo de buenos lectores, pues un lector normal debe leer uno a la semana, casi veinte veces más, Bien es verdad que se leen libros prestados por familiares, amigos y, bibliotecas, pero, según la única encuesta que conozco, esto representa en España sólo un incremento del 50 % sobre el número de libros comprados. Es decir, que podríamos suponer que nuestros compatriotas leen al año 4,5 libros por término medio.

Desgraciadamente, la cifra hay que rebajarla de una manera sustancial por el elevado porcentaje que representan los libros de texto y porque un número enorme de los libros comprados no son leídos ni por su comprador ni por nadie, como advertí en otro momento, cuando llegué a la conclusión de que España es un país de compradores, no de lectores de libros. Tampoco lo es de lectores de publicaciones periódicas, como tristemente lo muestra la crisis que está padeciendo la prensa.

Con el libro ocurre un fenómeno sorprendente, que no es exclusivo de nuestro país ni de nuestro tiempo, pues Séneca denunció el gusto de los ricos romanos por la posesión de bibliotecas llenas de libros que nunca leían. Es objeto de elogios retóricos por parte de las autoridades, y su simple posesión, por presuponer la lectura, está bien considerada y da categoría social. Como consecuencia, muchas personas que no sienten ninguna apetencia por la lectura de libros los compran porque son celosas de su propia consideración social. Esto explica esas frecuentes y largas ediciones de clásicos o de colecciones, como las de las obras completas y las de los grandes premios actuales.

Sería atrayente, y algún día lo vamos a dar, un paseo por la historia de España para ver la actitud de nuestros antepasados ante el libro. De momento, nos conformamos con saber que el español no tiene ningún determinante natural que le impida ser buen lector. A este resultado llegamos por una razón sencilla, porque el hombre no nace lector, se hace. El hábito de la lectura es un producto social, resultado de una buena educación. El lector se forma en casa cuando sus padres son lectores y en la escuela, cuando no lo son.

La responsabilidad del triste estado de cosas actual hay que achacarla a la deficiente educación que hemos recibido y que probablemente han de seguir recibiendo los españolitos si no lo remedia un milagro. Los presupuestos para la educación han aumentado de una manera vertiginosa. Ahora bien, la repercusión en la calidad de la enseñanza me temo que no haya guardado la debida proporción, salvo si se considera mejora de la calidad, como así sucede, el aumento de los costos por alumno, los nuevos edificios y mobiliario, los graciosos y poco utilizados laboratorios y el sueldo del profesorado.

En la acción educativa sigue pesando el valor etimológico de «conducción», de «amaestrar», como dice el Diccionario de Autoridades, para lo que es bastante la palabra del profesor presente o del profesor ausente, el libro de texto. Afortunadamente, educar tiene otros sentidos más amplios y modernos: preparar la inteligencia y carácter del niño para que viva en sociedad y ejercitar su sensibilidad para aprender a disfrutar y valorar lo bueno.

Desde hace tres lustros se vienen invirtiendo miles de millones en educación. Pero no se ha invertido una parte razonable (lo recomendable es el 5%) en la formación de bibliotecas docentes, que habrían creado en los muchachos el hábito de la lectura, enriquecido su sensibilidad, fortalecido su capacidad de juicio y ampliado el caudal de sus conocimientos.

En estos días, TVE anuncia un empréstito de 10.000 millones para educación, y es triste pensar que probablemente se van a gastar como los anteriores y que nuestros niños, en sus colegios, continuarán sin familiarizarse con los libros, nuestros jóvenes en las universidades proseguirán sin unos mínimos servicios bibliotecarios y las personas fuera de la edad escolar permanecerán sin la posibilidad de hallar el libro adecuado a su formación y a sus necesidades, que sólo en la biblioteca es fácil conocer y encontrar, porque en ella se pone orden en la gigantesca producción bibliográfica, entre la cual únicamente se desenvuelven con provecho los conocedores.

Si la polémica sirviera para gastar con provecho los dineros destinados a la mejora de la calidad de la educación, la generosidad de EL PAIS al darle cabida habría sido espléndidamente recompensada.

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