XV FESTIVAL DE OPERA

"El gallo de oro", de Rimsky-Korsakoff

La segunda sesión de las ofrecidas por la compañía de ópera de Varna nos ha traído a La Zarzuela la última y gran ópera de Rimsky-Korsakoff: El gallo de oro. Le coq es obra interesante y atractiva, eslabón entre el nacionalismo que va desde Glinka y Borodin a la ópera contemporánea. Si Strawinsky afirma, hablando del grupo de los cinco, que «de aficionados que eran todos al principio de su movimiento, se volvieron profesionales y perdieron esa frescura que constituía su encanto», esto es una verdad a medias en el caso de El gallo de oro, a pesar de que es Rimsky el más profesiona...

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La segunda sesión de las ofrecidas por la compañía de ópera de Varna nos ha traído a La Zarzuela la última y gran ópera de Rimsky-Korsakoff: El gallo de oro. Le coq es obra interesante y atractiva, eslabón entre el nacionalismo que va desde Glinka y Borodin a la ópera contemporánea. Si Strawinsky afirma, hablando del grupo de los cinco, que «de aficionados que eran todos al principio de su movimiento, se volvieron profesionales y perdieron esa frescura que constituía su encanto», esto es una verdad a medias en el caso de El gallo de oro, a pesar de que es Rimsky el más profesional de todos ellos; la frescura de su música no reside primordialmente en el empleo de material popular, ni en su exotismo orientalista, ni en su temperamento ruso (no demasiado patente), sino, justamente, en su técnica instrumental, en el colorido de su orquesta; porque fuera de esto y de su talento onomatopéyico -tan strawinskiano- lo que queda, a pesar de su uso sui generis del leit-motiv es bien convencional. Si, como dice Rosa Newmarch, no es Rimsky un melodista de especial inspiración, y posee una falta de equilibrio entre lo esencial y lo accesorio -que es su gran dificultad a la hora de la interpretación-, es innegable la variedad, el color, la independencia y brillo de sus acompañamientos. Esto hace de Le coq una partitura incisiva, caricaturesca, sensual y a veces salvaje que se adapta perfectamente al tema con el carácter grotesco, de regusto amargo que adquiere en el tratamiento del libretista Bielsky, de espíritu bien diferente al de Puslikin. En consecuencia, la obra se aparece como un teatro casi de marionetas que recuerda en algo nuestro esperpento.Fue aquí donde estuvo el mayo acierto de la versión de la ópera de Varna: todo lo que se refiere a la escena tuvo un excelente nivel desde la escenografía ágil e ingeniosa de Mariana Popova, al em pleo de la mímica en una coreografía perfectamente integrada en el todo, de modo que funciona como un elemento más y no como algo aislado y al movimiento general de la escena en la que cada elernento se comporta como verdadero actor.

Bien lejos de esto estuvo, por desgracia, el aspecto musical. Aunque sería absurdo pedir grandes figuras dentro del equipo estable de una compañía, el nivel medio del reparto no pasó de discreto, aunque es justo destacar el buen trabajo del tenor Lubomir Djakorsky, como el astrólogo. Asimismo, la participación del coro tuvo muy buenos momentos.

El papel asignado a la orquesta es fundamental y dificilísimo en Rimsky. La partitura no sólo exige una gran virtuosidad, sino una depuración sonora excepcional que es casi imposible de conseguir fuera de la versión de concierto. Lejos de este ideal, la orquesta se mostró segura, aunque echáramos en falta la incisividad, el desgarro que influiría en Strawinsky y donde reside el mayor interés de la obra.

La dirección musical de WIadi Anastassov se mostró segura, profesional, pero siempre algo rutinaria. No obstante, el trabajo de equipo de todo el conjunto estuvo perfectamente coordinado, y esto es lo más importante. Si pensaino que Varna es una ciudad búlgara que no llega a los 200.000 habitantes, no podemos sino admirarnos.

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