Editorial:

La larga marcha hacia el desarme

QUE NADIE espere resultados espectaculares en la sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el desarme. Esta conferencia coincidirá con la cumbre de la OTAN en Washington y viene precedida y acompañada por diversos hechos que, realmente, no autorizan muchos optimismos en el progreso de las vías pacíficas en la resolución de los conflictos. Mientras los delegados se reúnen en Nueva York hay guerra en Zaire y Etiopía, y poco antes se autorizó la sorprendente venta de bombarderos de Estados Unidos a Arabia Saudí y Egipto; también se rumoreó la posible entrada de Ch...

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QUE NADIE espere resultados espectaculares en la sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el desarme. Esta conferencia coincidirá con la cumbre de la OTAN en Washington y viene precedida y acompañada por diversos hechos que, realmente, no autorizan muchos optimismos en el progreso de las vías pacíficas en la resolución de los conflictos. Mientras los delegados se reúnen en Nueva York hay guerra en Zaire y Etiopía, y poco antes se autorizó la sorprendente venta de bombarderos de Estados Unidos a Arabia Saudí y Egipto; también se rumoreó la posible entrada de China en la clientela de armas EEUU. Coincidiendo con las intervenciones del presidente Giscard y del vicepresidente Mondale, el Instituto de Estocolmo de Investigación de la Paz ha dado a conocer que los gastos militares crecieron en un 100 % entre la década de los cincuenta y de los sesenta y que 400.000 millones de dólares se destinan anualmente a los capítulos de armamento.Y, sin embargo, no dejan de celebrarse conversaciones sobre desarme. Desde el final de la segunda guerra mundial, bien sean tentativas bilaterales (SALT), regionales (MBFR) o multilaterales, en las reuniones de Ginebra, se prodigan los encuentros que, a grandes rasgos, sólo han registrado progresos en los acuerdos entre Estados Unidos y la URSS y en lo que afecta al armamento nuclear. Acuerdos que, en realidad, más se refieren al no armamento -caso de la desnuelearización de la Antártida o de los fondos marinos-, que a un desarme propiamente dicho, y que en modo alguno han detenido la perfección de n'uevos ingenios de muerte. En cualquier caso, sólo el terror nuclear parece haber acercado las posiciones, cosa que no deja de ser curiosa y paradójica; desde el año 1945 nadie ha muerto en un combate nuclear, pero son cientos de miles los quejo han hecho en guerras lejanas con armas anticuadas o convencionales.

Si la carrera de armamentos parece un componente fijo de la vida internacional, también es cierto que lleva consigo poderosas contradicciones, al menos, entre una política de distensión que exige la confianza mutua y la política de seguridad, basada en una disuasión recíproca. Más aún, el gusto por las armas se revela imposible de mantener en relación con los problemas del desarrollo y de la edificación del nuevo orden económico internacional. En definitiva, sin una acción drástica en este campo, nada puede garantizar que las relaciones entre los Estados se funden realmente en los principios de independencia y soberanía nacionales, de no injerencia en los asuntos internos, del no recurso a la fuerza o a la amenaza de fuerza y del derecho de cada pueblo a decidir su destino.

Pero propugnar en estos momentos la abolición de los armamentos no es más que un arbitrismo utópico. La vida internacional está largamente acostumbrada a ellos, las economías nacionales también necesitan su fabricación. Tanto nos sorprenden las cifras de gastos en armas como el número de familias que viven de esta industria. Por ello el camino es laígo y lleno de implicaciones obstaculizadoras. El control de los armamentos -que no su abolición- consiste menos en un resultado concreto que en un comportamiento hecho de moderación y prudencia en materia de defensa. De ahí la necesidad de conversaciones internacionales sobre la materia, por muy pobres y decepcionantes que sus resultados sean. Ya que por muy pacifistas que sean nuestros ánimos, de lo que se trata es de subordinar realmente las consideraciones militares a una política general que también tiene que ser definida a partir de las realidades presentes de la carrera de las armas y de la guerra fría, y no a partir del mundo ideal en que habría tanta confianza entre los Estados que ello haría innecesario el uso de armamentos. No estamos en ese mundo y sólo podemos esperar, tanto de las conversaciones de Nueva York como de las SALT II entre soviéticos y norteamericanos, cierto alivio en este peso de las armas que cada vez es menos útil para la solución de los problemas de nuestro mundo.

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Un mes, aproximadamente, durarán las conversaciones de Nueva York. Conciliando el gusto por la gran escena con la brillantez de los grandes designios, el presidente de Francia ya ha propuesto soluciones; una gran conferencia europea de desarme y una agencia, dependiente de la ONU, para el control en el uso de los satélites. Giscard d'Estaing ha acertado al recomendar que se prosiga en el camino de los acuerdos parciales, donde únicamente se ha logrado algún progreso, rehuyendo las soluciones globales. Sin negar la posible virtualidad de estas proposiciones, lo cierto es que en ellas Francia se reserva, como siempre, su propio papel. Porque si Francia considera que la reducción de los arsenales nucleares es cuestión a negociar entre la URSS y EEUU, también estima que sólo cuando aquellos arsenales se igualen a los de Francia, Gran Bretaña y otros países, se puede esperar que Paris se imponga sus propias restricciones.

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