Crítica:CINE

Los demonios barrocos de Ken Russell

Si allá a mediados del siglo XVII en Francia, un sacerdote apellidado Grandier no hubiera tenido tanto éxito con sus místicas ovejas, no hubiera osado enfrentarse al poderoso Richelieu, hostil, como se sabe a todo tipo de autonomías.Cuando el famoso cardenal mandó derribar los muros de la ciudad de Loudun, Grandier se opuso. Ello y las acusaciones de. las monjas ursulinas del convento de la ciudad, con la madre Juan de los Angeles a la cabeza, le llevaron a ser acusado de herejía y trato con el demonio, para acabar finalmente en la hoguera, pagando en cierto modo por lo que voluntariamente no ...

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Si allá a mediados del siglo XVII en Francia, un sacerdote apellidado Grandier no hubiera tenido tanto éxito con sus místicas ovejas, no hubiera osado enfrentarse al poderoso Richelieu, hostil, como se sabe a todo tipo de autonomías.Cuando el famoso cardenal mandó derribar los muros de la ciudad de Loudun, Grandier se opuso. Ello y las acusaciones de. las monjas ursulinas del convento de la ciudad, con la madre Juan de los Angeles a la cabeza, le llevaron a ser acusado de herejía y trato con el demonio, para acabar finalmente en la hoguera, pagando en cierto modo por lo que voluntariamente no había provocado: hacer soñar con delicias sexuales a un puñado de monjas neuróticas.

Mezcla pues de razones políticas, aventuras galantes y secuencias sacrílegas, la vida., pasión y muerte del padre Grandier, inocente o no, más o menos culpable y precursor en cierta medida de tiempos posteriores, sirvió en su día de tema para libros de escándalo que no podían pasar inadvertidos al olfato de Russell.

Los diablos

Guión y dirección: Ken Russell. Fotografía: David Watkin. Según la obra de John Whiting y el libro «Los demonios», de Aldoux Huxley. Música: P. Maxwell Davies. Intérpretes: Vanessa Redgrave, Oliver Reed, Dudley Sution, Max Adrian. Gemma Jones. Gran Bretaña, 1971 Histórica. Local de estreno: Alexandra.

En su breve carrera de escándalos barrocos, donde su personalidad evidente se alía a veces con aberrantes figuraciones, resalta, sobré todo. su modo de captar al público asombrándole, arrollándole más que llamando su atención, en espirales de formas que a veces adquieren categoría de auténticos arrebatos místicos.

Estos «diablos» pertenecen pues a su ciclo más desenfrenado animado por un cierto fanatismo. La verdad, la moral, la humanidad se hallan todas de un lado; del otro están los demonios empujando al protagonista al suplicio. Naturalmente el autor toma partido por él y de ello se resiente el equilibrio total de la película.

Sin recurrir a los consabidos ambientes naturales, sino sobre escenarios sabiamente estilizados, Russell nos recrea y recrea un Loudun imaginario de blancas torres y muros deslumbrantes. Su puesta en escena trae a la memoria imágenes de Brook, en este caso servidas por un plantel excepcional de actores. Si Oliver Reed domina de punta a punta la historia con su físico y arte, Vanessa Redgrave encarna a la abadesa sor Juana, con su pequeña joroba a cuestas, sus sueños lascivos y su risa desconcertante y estremecedora, componiendo un retrato excepcional a medias entre la razón y la locura, entre el amor y ja desesperanza, para desembocar en oscuros infiernos interiores. Lástima que su labor, como la de los intérpretes todos, realizador incluido, rompa a veces la línea primitiva para caer en excesos gratuitos convirtiendo a ratos esta pequeña ópera barroca en simple ópera bufa.

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