TEATRO

La inagotable vitalidad de "La Celestina"

La Tragicomedia de Calixto y Melibea ha llegado a nosotros convertida, de forma breve y terminante, en La Celestina. El problema central de cualquier director y cualquier adaptador es seleccionar y, en definitiva, preferir. ¿Cómo? El gran río vital de la importantísima corriente realista de nuestra literatura, centro nuclear, a la vez, de la claridad, la sangre y hasta los suspiros románticos, el monumento de La Celestina, concreta en seres vivos, reales y rigurosos, notas y abstracciones que desde el Oriente, desde Grecia o desde Roma dan a la cómica y ruda Castilla del m...

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La Tragicomedia de Calixto y Melibea ha llegado a nosotros convertida, de forma breve y terminante, en La Celestina. El problema central de cualquier director y cualquier adaptador es seleccionar y, en definitiva, preferir. ¿Cómo? El gran río vital de la importantísima corriente realista de nuestra literatura, centro nuclear, a la vez, de la claridad, la sangre y hasta los suspiros románticos, el monumento de La Celestina, concreta en seres vivos, reales y rigurosos, notas y abstracciones que desde el Oriente, desde Grecia o desde Roma dan a la cómica y ruda Castilla del medievo su imborrable color. El sincretismo es tan excelente que su proyección llega hasta nosotros después de haber generado las vitalidades de Cervantes, de Quevedo, de Delicado y de Valle Inclán.Es evidente que los adaptadores -siguiendo a Rojas- prefieren Celestina a Melibea y Calixto. Casona llevó esta decisión a límites muy extremos y Cela, en cambio, se ha adentrado mucho más en la propuesta de Rojas. En primer lugar ha equilibrado las violencias sintácticas. Ha sustituido algunos pocos vocablos. Y ha coyuntado la estructura general para proporcionar el extenso y generoso texto de Rojas a la economía de una representación de hoy. Queda así un desarrollo que incorpora aquella parte del Tractado de Centurio en que se sugiere la intromisión de elementos de venganza en la muerte de Calixto. Así que lo que tradicionalmente se considera un desvío de la acción cumple, al fin, su esperada función dramatúrgica. Ni se pierde, pues, la época, ni anda a saltos la línea argumentada. Lo que sucede es que al intemporalizarse las pasiones y carnalidades, La Celestina prueba su condición germinal de todo el teatro español.

La Celestina; de Fernando de Rojas

Adaptación: Camilo José Cela. Dirección: José Tamayo. Escenografía: A ndrea D'Odorico. Vestuario: Miguel Narros. Música: Antón García Abril. Principales intérpretes: Irene Gutiérrez Caba, Teresa Rabal, Terele Pávez, Salomé Guerrero, Joaquín Kremel, Pep Munné, Paco Guyar. Teatro de la Comedia

Y ya estamos en el corazón del problema. Yo no puedo, honradamente, asumir la posición natural de mi trabajo porque tampoco puedo ignorar que los clásicos españoles no se representan. Su abandono constituye una vergüenza general, nacional, social, política y, naturalmente, teatral. Ni siquiera puedo utilizar términos comparativos. No veo teatro clásico español salvo alguna vez, cuando ese loco de Tamayo monta La vida es sueño o La Celestina, haciendo, a la vez, de empresario, director, panegirista y animador cultural. Volatilizados los teatros nacionales, quemado, llovido y cerrado el teatro Español yo no reconozco más director general de teatro que uno: José Tamayo. Los demás me tienen podrido con tantas declaraciones enfáticas y tantas realizaciones currinches.

La Celestina de Tamayo tiene, aciertos y fallos. Aciertos: la bellísima maestría del espacio escénico compuesto y ordenado por Andrea D'Odorico, con su dicotómica apertura al popularismo y la elegancia, su solución global, su disponibilidad de espacios; la libre imagineria del vestuario de Narros, que reúne datos de la Castilla corporal, insinuaciones de las generalidades renacentistas, propuestas arábigas y mimbres judaizantes; la levedad y sabiduría de la música de García Abril; la dirección nada crepuscular del personaje centra. Fallo mayor: debilidades y fuertes caídas en la calidad de muchos intérpretes y, especialmente, en Calixto y Melibea, simpáticos, tibios, modestos y de muy simple capacidad técnica.

Irene Gutiérrez Caba asume la principal responsabilidad del reparto. Su mejor condición es esa asombrosa aptitud de que dispone para dar sentido a todo cuanto dice. No se trata sólo de una modulación impecable. Se trata de un sentido. Ni una frase caída. Ni un concepto oscuro. Una interpretación clarificadora. Un placer. Su limitación está en cierta incompatibilidad con las furias animales que la rodean. Es hipócrita, descarada, mágica, amiga del vino y el amor, convincente, simpática y entrometida. Pero yo diría que está, biológicamente, más cerca de Calixto y Melibea que de las pupilas de su burdel. El desgarro que le falta es el que revela la jocunda fuerza de Terele Pavez. Y habrá que agregar a la primera línea a Salomé Guerrero, primera actriz a quien veo prolongar su interpretación después de haberse desnudado, algo que me parece de extraordinaria y valiosísima calidad. Guijar y Muriné, componen con voluntad pero sin progresión. Y los demás se precipitan por la cuesta abajo.

La dramaturgia general incorpora un elemento no realista pero de curiosa intensidad: la danza de la muerte. Por esa vía se busca un complemento a la panoplia realista y se propone un recordatorio de los terrores medievales. Es un valor literario que se convierte en buen auxiliar teatral y nos recuerda así la riqueza, la densidad, la dificultad y la valiosa condición de nuestra dramática grande. Todo esfuerzo será inútil, estúpido y pretencioso si no volvemos a ella. Si no volvemos, todos. Por ahora hay que reconocer que sólo lo hace Tamayo.

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