Crítica:

Cristianismo y marxismo

En esta obra Comín justifica su cristianismo marxista. Es natural que su audaz empresa chocase con la ortodoxia de sus compañeros y provocase el documento Sacristán, autodefensa crítica de la pureza del marxismo ante atrevidas amalgamas de concepciones opuestas del mundo, como son el cristianismo y el marxismo.El autor se enfrenta, en diversos capítulos, con el problema del ateísmo de Marx, y analiza con singular penetración el célebre texto «la religión es el opio del pueblo», en su dualidad dialéctica. La creencia religiosa es la búsqueda sincera de una felicidad supraterrestre, como consecu...

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En esta obra Comín justifica su cristianismo marxista. Es natural que su audaz empresa chocase con la ortodoxia de sus compañeros y provocase el documento Sacristán, autodefensa crítica de la pureza del marxismo ante atrevidas amalgamas de concepciones opuestas del mundo, como son el cristianismo y el marxismo.El autor se enfrenta, en diversos capítulos, con el problema del ateísmo de Marx, y analiza con singular penetración el célebre texto «la religión es el opio del pueblo», en su dualidad dialéctica. La creencia religiosa es la búsqueda sincera de una felicidad supraterrestre, como consecuencia de la miseria real que se padece, es una huida ideal ante un conflicto real de la existencia.

Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia

Alfonso Comín. Editorial Laia. Barcelona, 1977.

Con acierto revela Comín que hay una protesta tras la aparente resignación cristiana. Pero es necesario precisar que para Marx la religión no se reduce a una mera oposición dialéctica protesta-resignación, sino que es una realidad completa en sí misma. Los dioses griegos y semitas fueron reales (véase la tesis doctoral de Marx). Dios aparece como una trascendencia necesaria de la conciencia humana, y así lo justifica en un capítulo de sus Manuscritos que no podemos citar aquí por su complejidad. Sin embargo, Comín busca descubrir los principios cristianos del marxismo, apoyándose erróneamente, a nuestro entender, en textos de Garaudy, Kolakowski y Lombardo Radice, quienes intuyeron que en la figura de Jesús existen elementos de redención del hombre oprimido. Creemos que esta orientación conduce a un peligroso eclecticismo de pura estrategia política entre cristianismo y marxismo. Comín no niega el ateísmo de Marx, pero rechaza su concepción de la religión como mera moral de la resignación. Punto de vista que nos merece serios reparos, porque no se trata de negar la existencia de Dios, como cualquier personaje positivista de Flaubert.

Evidentemente, Comín no cree, como Garaudy y otros, que Cristo sea un profeta del marxismo, lo que provoca las iras apocalípticas de Maurice Clavel, quien por odio a esa tesis y para conservar la pureza del cristianismo, afirma que Marx es el ateo puro, el enemigo de Dios, la encarnación del satanismo en su autenticidad más lúcida. Ahora bien, las tentativas de cristianizar el marxismo, como quiere Comín, es decir, que su fe cristiana se incorpore al marxismo, o la de marxistizar el cristianismo, como Averroes y Santo Tomás aristotelizaron el mahometismo y el cristianismo, pueden llevar a un sincretismo ambiguo que desnaturalice ambas filosofías. Quizá la solución de Jean Lacroix sea la más equilibrada: colaboración práctica, lucha común, pero separación teórica clara y definida. Lo más relevante de este libro consiste en que confirma la tesis de Unamuno: el cristianismo es la lucha continua consigo mismo y estará en agonía hasta el fin de los siglos.

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