Crítica:

Cuando habla el diablo

No sé cuándo empezó la fascinación demoniaca, seguramente al mismo tiempo que la divina. Pero para que se dé un libro como el que comentamos hoy, tiene que haber mucho escepticismo, algo de desvergüenza y, sobre todo, la buena conciencia de la derecha convencida de su propia verdad -que acaso no es ninguna, como ellos saben bien- y, antes que nada, de su propio orden.Lewis, el autor de estas Cartas del diablo a su sobrino, tenía todo esto, y una inteligencia aguda, un sentido del humor muy inglés y también de derechas, y ese desprecio de su generación, mezclado de miedos, ...

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No sé cuándo empezó la fascinación demoniaca, seguramente al mismo tiempo que la divina. Pero para que se dé un libro como el que comentamos hoy, tiene que haber mucho escepticismo, algo de desvergüenza y, sobre todo, la buena conciencia de la derecha convencida de su propia verdad -que acaso no es ninguna, como ellos saben bien- y, antes que nada, de su propio orden.Lewis, el autor de estas Cartas del diablo a su sobrino, tenía todo esto, y una inteligencia aguda, un sentido del humor muy inglés y también de derechas, y ese desprecio de su generación, mezclado de miedos, a las masas, a su revuelta y a su opinión. Justo cuando la religión cristiana va a dar en la crisis más fuerte de su historia, justo cuando todas las grandes palabras van a caer en el vacío palpable de su definitiva mentira, sentida en las consecuencias de la segunda guerra mundial, y por eso, Lewis publicará en un diario conservador londinense estas cartas que años después convertirá en libro, y dedicará a Tolkien.

Cartas del diablo a su sobrino

G. S. Lewis. Ed. Espasa Calpe. Madrid, 1977

La ficción es simple, y el procedimiento, el hilo narrativo, casi medieval: un diablo, cuyo nombre suena extraño en la traducción de Miguel Marías, aconseja a otro, principiante en las artes del tentador, acerca de los procedimientos que debe usar para conseguir arrastrar al mundo de las sombras el alma del muchacho, que hay que reconocer que era inocentón y pánfilo, y que se le ha encomendado en su primera visita a los humanos. A lo largo de esta historia de un inepto -el joven diablo es perfectamente inútil, un mal profesional- se sigue la de su pupilo humano, derechito camino de su salvación, que culmina en la joven, heroica muerte, seguramente destinada al consuelo de tantas familias pequeño- burguesas, oscuramente religiosas, cuyos hijos cayeron en las trincheras o en los bombardeos. Firma las cartas ese moralista -al otro lado del espejo- que es el diablo que sabe más por viejo. Y allí son los argumentos más tópicos y los miedos más acendrados, y una rara ternura, casi borgiana, que hace imposible lo demoníaco de la reflexión.

El diablo, por ejemplo, se adjudica el pensamiento histórico, la necesidad humana de cambio, la complejidad de la razón. «El Enemigo -dice, y el Enemigo es Dios- quiere que los hombres se planteen preguntas muy simples.» Hay, por parte del viejo demonio, una admiración inconfesada por los grandes pecadores, que casi no necesitan su concurso, y en cambio, un total desdén hacia los pequeños, los hombres de las mínimas faltas, los de la cuerda floja, los tibios, que caen en enjambres en las regiones infemales. El brindis final, en ese infierno que es una oficina siniestra, un aparato burocrático fuertemente escalafonado -y esa es una de las más bellas contradicciones del libro- se enumeran, entre los condenados actuales, junto con el corrupto miserable y los adúlteros infaltables, el «sindicalista relleno de sedición», y desde luego, todos los que, a partir de Hegel, pensaron en cambiar el mundo.

Digo que no sé cuándo comenzó la fascinación por los demonios y supongo que cuando se les perdió el primer miedo primitivo aun que se conserve cierto escalofrío: lo sobrenatural como presencia in munda es una sospecha imborra ble en la conciencia humana-. Pero ya es casual que el autor del libro que comentamos haya dedicado su pluma a otras mitologías y a otros terrores: otros mundos reclamaron una trilogía de ciencia-ficción casi fundacional, y la mente de los niños, abierta a la imaginación y al descubrimiento, unos cuentos que fueron muy populares en Gran Bretaña.

Seguramente por contrarios, al leer el texto de Lewis he recordado una Floresta varia de gracias y desgracias de Braulio de Sigüenza, que presentaba mitológicamente Juan Perucho, como texto de finales del siglo XVIII, en el que también hablaba del diablo.Era allí el diablo la lucidez, el humor, la distancia, y el cierre tardío de un género al que los restos inquisitoriales de la última España, o los mismos restos en la de primeros del siglo XIX, seguían justificando los tópicos: el anonimato, la crítica, el disfraz moralizador. Que, en la persona del diablo cobraban una agresividad distinta, que tomaba a chacota al mismísimo cielo. El diablo puede fascinar y servir a muchos señores, porque su verdadero nombre es legión. Desde el sano y falso manuscrito encontrado en un convento, contra y a pesar de cualquier inquisición, hasta el pensamiento lúcido y reaccionario de un inglés de nuestros días.

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