Tribuna:Proceso, a la izquierda / 5

Moscú ya no es la roma del comunismo

En la reciente polémica iniciada por el ataque de la revista soviética Tiempos Nuevos contra las concepciones heréticas de Santiago Carrillo, el secretario general del Partido Comunista ha insistido, con razón, en el hecho de que Moscú ha dejado de ser la Roma del comunismo, esto es, la Iglesia que detenta el monopolio de la verdad, traza la frontera de la ortodoxia y puede fulminar anatemas contra cualquier desviación de su línea. Pero dicha comprobación empírica -y el consiguiente rechazo de unos métodos de condena dignos del Santo Oficio- no ha sido acompañada de un examen pro...

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En la reciente polémica iniciada por el ataque de la revista soviética Tiempos Nuevos contra las concepciones heréticas de Santiago Carrillo, el secretario general del Partido Comunista ha insistido, con razón, en el hecho de que Moscú ha dejado de ser la Roma del comunismo, esto es, la Iglesia que detenta el monopolio de la verdad, traza la frontera de la ortodoxia y puede fulminar anatemas contra cualquier desviación de su línea. Pero dicha comprobación empírica -y el consiguiente rechazo de unos métodos de condena dignos del Santo Oficio- no ha sido acompañada de un examen profundo de las razones y mecanismos que han permitido, y aún permiten, la eclesiastización de los partidos marxistas. Dichos exámenes existen, pero han sido realizados desde fuera de las filas de los propios partidos, con lo que su incidencia en la práctica interna de éstos ha sido hasta ahora bastante reducida.Antes de examinar los planteamientos de Petkoff me permitiré referirme a las reflexiones sobre el tema de uno de nuestros disidentes religiosos más célebres, el expatriado José María Blanco White, reflexiones que figuran en sus obras, escritas en inglés y no traducidas aún enteramente al castellano, Second travels of an Irish gentleman in a search of a religion y Observalions on heresy and orthodoxy. Las consideraciones de Blanco sobre las Iglesias de su tiempo se adaptan en verdad como anillo al dedo al fenómeno en que nos ocupamos y demuestran la perdurabilidad de ciertos fenómenos y mecanismos defensivos con independencia de las circunstancias y razones que los suscitaron.

Las nociones de Iglesia, ortodoxia, heterodoxia se hallan estrechamente vinculadas, como sugiere Blanco, a la concepción paulina -hoy la llamaríamos estalinista- del partido, político o religioso, como una secta con su lenguaje, sus mitos, su liturgia, sus sacerdotes, sus pontífices, sus bueyes procesionales. A partir del momento en que la ortodoxia es un título de poder, observa, «está condenada a actuar sobre la mente humana como cualquier instrumento de ambición. Desde que es el vínculo que une bajo su guía vastas corporaciones humanas, y la heterodoxia o herejía suscita agrupaciones contrapuestas bajo gobernantes que se convierten así en rivales peligrosos de los ortodoxos, dichos principios de unión y oposición actúan necesariamente como patriotismos rivales y opuestos. (...) Desde los primeros tiempos de la Iglesia, uno de los expedientes favoritos de los ortodoxos -esto es, de la facción que, por el momento, se siente bastante fuerte para pretender superioridad- ha consistido en marcar a cada adversario con el nombre de alguna secta previamente derrotada. De este modo, la idea de un error que se supone conocido y condenado por el asenso común, la noción de. alguna extravagancia anticuada, quizá de algún hecho criminal atribuido a aquellos señalados por el odioso nombre se pega en seguida a la persona que expresa alguna opinión molesta o se atreve a proponer algún método de investigación que el partido establecido o cómodamente asentado sospecha que podrá volverse contra él».

Herejías sucesivas

La caracterización eclesiástica de la presunta línea ideológica mantenida por la URSS respecto a las herejías sucesivas de Trotsky, Bujarin, Tito, Mao, Carrillo, etcétera, es lamentablemente exacta e ilumina con crudeza la degeneración. de los partidos inspirados en el modelo estalinista, convertidos por obra y gracia de la sacralización de sus reglas en verdaderas sectas religiosas, que encuentran en el culto a sus estatutos y a su estructura interna el fundamento y razón de su supervivencia. Los principios leninistas de organización asumen entonces una naturaleza mística e intemporal, y el partido, dotado del temible privilegio de Midas, ordena conforme a su modelo, con carácter perpetuo, la totalidad de la sociedad.

El ahogo y petrificación dogmáticos que ello implica habían sido descritos ya avant la lettre por el propio Blanco: «La mayoría de los regímenes políticos responsables de la terrible crisis de nuestro tiempo, (... ) tienen su origen en las nociones de Iglesia que regularon exclusivamente el cuerpo de Europa durante muchos siglos y entraron a formar parte de todas sus partículas. Todo dependía de la teología: incluso si se trataba de temas científicos, los teólogos eran jueces. De ahí la circunstancia de que todos los principios y sistemas fuesen creados a perpetuidad, incluso en lo que respecta a los pormenores más nimios. »

Para la casi totalidad de los partidos leninistas -marcados todavía por resabios y reflejos condicionados del largo período de su culto a Stalin-, el partido, en vez de ser el instrumento o vehículo del cambio revolucionario, es un fin en sí: una organización de funcionamiento vertical y compartimentos estancos, cuya estructura rígida se explica y justifica gracias al carácter sacro del llamado centralismo democrático. En el actual proceso de deseclesiastización de los partidos eurocomunistas, la tarea emprendida por algunos de sus líderes e ideólogos tropieza, como es lógico, con fuertes resistencias, resultado de la lucha entre quienes se esfuerzan en inventar el futuro y quienes siguen prisioneros de los mitos y supersticiones del pasado. Así, mientras la liquidación del dogma de la dicta dura del proletariado constituye una clara victoria de los primeros, el mantenimiento del centralismo democrático representa una con cesión, provisional quizá, a las exigencias de los últimos. Pero dado el contexto plural en el que se inscribe la lucha de los partidos eurocomunistas, esta supervivencia es totalmente anacrónica y resultará cada día más difícil de mantener.

Los eurocomunistas parecen haber comprendido al fin la necesidad de volver a la concepción Imarxiana -brillantemente reivindicada por Gramsci- de un socialismo orgánicamente ligado a los conceptos de libertad y de mocracia que, en lugar de negar las conquistas del régimen bur gpés, las profundiza y amplía. Pero su práctica interna -su apego fetichista al centralismo democrático- contradice a diario sus buenos propósitos y atenta gravemente a su credibilidad. Sus simpatizantes, y en general los amplios. sectores de la población a los que se dirigen, tienen el de recho de pleguntarles en virtud de qué distingo inteligible la de mocratización que propugnan fuera no la practican en su propia casa.

La justificación invocada por el PCE en su larga y abnegada lucha contra el franquismo -la necesidad de apretar las filas en un contexto de resistencia ilegal- no tiene ya validez. Si el eurocomunismo y, en general, los partidos políticos revolucionarios que actúan dentro del marco trazado por la democracia burguesa, aspiran a convencer a unas masas, cada día más educadas y lúcidas, de la verdad y viabilidad de sus programas deben desprenderse de una vez de su doble patrón de conducta. Como dice Petkoff al abordar el punto que ahora tocamos, cuando define la necesidad de una democracia real en el interior de su propio partido, «el movimiento debe estar en condiciones de,ofrecer un contenido y una imagen democráticos que, en cierto modo, prefiguren el modelo de sociedad qué proponemos. Mal puede inspirar confianza en las perspectivas democráticas de la sociedad socialista un movimiento socialista que es incapaz de promover el ejercicio democrático en su seno».

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