Crítica:

Giorgio, de Chirico: memorias prematuras

En octubre de 1929 concluye Giorgio de Chirico el texto definitivo de Hebdómeros. Gestada en los dos años precedentes, supondrá para los antaño incondicionales surrealistas, el acta de defunción del pintor, cuya crisis irreversible habían venido anunciando a lo largo de toda la década. Así lo define, al menos, A. Pieyre de Mandiargues, en su prólogo a la segunda edición, aparecida en 1964, y reproducido en la presente versión. Más indulgente que el Bretán de Le surréalisme et la peinture, concede todavía a De Chirico una cierta vitalidad creadora que se disolverá en el período mi...

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En octubre de 1929 concluye Giorgio de Chirico el texto definitivo de Hebdómeros. Gestada en los dos años precedentes, supondrá para los antaño incondicionales surrealistas, el acta de defunción del pintor, cuya crisis irreversible habían venido anunciando a lo largo de toda la década. Así lo define, al menos, A. Pieyre de Mandiargues, en su prólogo a la segunda edición, aparecida en 1964, y reproducido en la presente versión. Más indulgente que el Bretán de Le surréalisme et la peinture, concede todavía a De Chirico una cierta vitalidad creadora que se disolverá en el período mismo de realización de la novela. La mera aparición del libro en la colección Bifur acentúa el carácter de ruptura en un momento en el que la revista homónima es denunciada en el segundo manifiesto del surrealismo como insigne cubo de basura. Sin embargo, pese a los conflictos que motivaron la condena por parte de aquellos que habían saludado en el pintor al más brillante de sus precursores, Hebdómeros posee un extraordinario valor documental para aquellos que se interesan en la obra chiriquiana. Ciertamente, se dan en ella cita todos sus fantasmas. El personaje central del que la novela toma su nombre, pintor reflejo del propio autor, se nos presenta como un maestro condenado a la soledad por una incomprensión que incluye a sus propios discípulos. El texto se inicia con su llegada a una mansión rica en apariciones, cuyas infinitas metamorfosis constituyen el hilo que va conformando el relato. Dicha mansión es, a su vez, morada de un pintor (con certeza el mismo que la visita) «que moría lentamente y su casa moría con él». La evidente insinuación de una reflexión sobre la propia decadencia, se realiza en un momento en que todas las constantes de la obra del artista se han dado ya; tanto sus etapas de los pórticos, de los maniquíes, o los interiores, como sus posteriores desvaríos clasicistas. Todo va a ser, a partir de ese momento, repetición y amaneramiento. Cada uno de los elementos de la pintura de De Chirico tiene su. lugar en la novela, originando un torbellino de imágenes que se encadenan vertiginosamente, a menudo sin otro vinculo que el de la mera analogía. El folleto de propaganda que acompañaba a la edición de 1929 llamaba la atención sobre que, si bien toda la obra pictórica del artista es eminentemente literaria, el libro exige que se le mire como se mira un cuadro. Y, en efecto, allí se nos invita a embarcarnos en una travesía de alucinados sin rumbo, en la que visiones innumerables nos asaltan hasta extenuarnos. Esa no contención en el deambular onírico, esa narración del propio delirio sin una aparente actividad selectiva, confiere al texto la misma distancia del quehacer surrealista, del que toma sin duda muchos de sus modos, que Max Morise adjudicara a los lienzos del pintor metafísico: las imágenes son, ciertamente, surreales, mas no su expresión, que se reduce a la transcripción literal. Pero, pese a que, a veces, en lo meramente literario, se hace patente la inexperiencia del autor en armas tales, obtenemos aquí un fresco abigarrado, casi una frenética confesión en la que De Chirico vierte sus espectros más queridos, se desvela con absoluta impudicia, o, mejor aún, con una inconsciencia que lo desarma.

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