Tribuna:

Verano y otoño desalentadores para Mr. "Jimmy" Carter

«Los presentes trabajos no constituyen ninguna modalidad de política-ficción», dice , su autor, «las situaciones, o las peripecias, que en ellos se apuntan" son susceptibles de acontecer y están protagonizadas por figuras vivientes y actuantes, no por personajes imaginados.Su particularidad consiste en que se trata de relatos prospectivos y no de informes sobre acontecimientos pretéritos. Aunque la verosimilitud que nos esforzamos por imprimirlos nos imponga la necesidad e evocar con frecuencia el ayer mediato o inmediato».

Al proclamar la imperiosa necesidad de que en Estados Unidos se...

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«Los presentes trabajos no constituyen ninguna modalidad de política-ficción», dice , su autor, «las situaciones, o las peripecias, que en ellos se apuntan" son susceptibles de acontecer y están protagonizadas por figuras vivientes y actuantes, no por personajes imaginados.Su particularidad consiste en que se trata de relatos prospectivos y no de informes sobre acontecimientos pretéritos. Aunque la verosimilitud que nos esforzamos por imprimirlos nos imponga la necesidad e evocar con frecuencia el ayer mediato o inmediato».

Al proclamar la imperiosa necesidad de que en Estados Unidos se supriman radicalmente el despilfarro y la suntuosidad en los planos oficial y privado, el antiguo plantador de maní de Plains (Georgia USA) mister Jimmy había desencadenado una especie de guerra más insoportable para los adictos irredentos del american way of life, que la que Roosevelt logró, en 1941, que el Congreso declarase al Japón, tras el ataque a Pearl Harbour, e incluso, que la que Estados Unidos perdió ignominiosa mente en su tentativa de preservar en Vietnam del Sur una democracia que jamás existió.El adversario no se hallaba esta vez en el Japón Imperial, en la Europa nazi o fascista -y falangista acaso también-, ni en la Indochina de Ho Chi-mihn. Se agitaba en el mismo fabuloso país del «tío Sam» El frente de la lucha era, así, peligrosamente interno.

Los elementos que mister Jimmy tenía que forzar a la capitulación eran las generaciones de ciudadanos persuadidos de que el bienestar y la abundancia constituyen herencia imperecedera de los pioneros del Mayflower y profundamente alérgicos a toda disciplina cívica que exhale hedores sospechosos de dirigismo.

La empresa, ensalzada por James Reston en el New York Times mereció el «tiroteo de parada» de una coalición heteróclita, en la que se alinearon el famoso y autodesignado «defensor de los consumidores, Ralph Nader, los magnates de las industrias del petróleo, del acero y del automóvil, los sindicatos de los trabajadores de los correspondientes ramos y, claro está, los congressmen (senadores y representantes) demócratas y republicanos de los Estados a los que afectaba la austeridad «voluntaría y patriótica» invocada por la Casa Blanca.

Los líderes de ambas Cámaras del Capitolio no se atrevieron inicialmente a combatir de frente el programa presidencial. Pero, en el otoño de 1977, el nuevo speaker de la Cámara de Representantes, mister O'Neil, el recién designado líder de la mayoría del Senado, Robert Byrd, y numerosos parlamentarios habían vuelto ingrata y prudentemente la espalda al innovador. Calificaban sus propuestas de «pesimistas». El propio senador Byrd función consistía en orientar en pro de los planes de la Casa Blanca las votaciones de la alta Cámara- osó omitir dudas sobre la precisión de las cifras mencionadas por Carter en el plan de austeridad que presentó a las dos Cámaras del Congreso, reunidas el 20 de abril.

El miércoles 2 de noviembre, al año exactamente de su precario triunfo sobre Ford, la sonrisa proverbial -y estereotipada- de Jimmy Carter parecía trocarse en melancólica mueca de desencanto. Al tremendo revés indochirlo, ¿iba a suceder la pérdida de la batalla por la sobriedad?

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Desbandada de la "mayoría" giscardiana

También el presidente Valery Giscard d'Estaing y su primer ministro, Raymond Barre -antiguo genio fianciero de la Comisión de las Comunidades Europeas, muy, respetado en la época por la eurocracia-, estaban por entonces en trance de adversidad política.

Cerca de siete meses después de la presentación a la Asamblea Nacional Francesa del «Plan Barre bis», el Gabinete contaba con los votos de la fracción gaullista de la coalición parlamentaria, pero no con la confianza de Jacques Chirac ni de sus huestes, cuyos oradores se expresaban en un lenguaje más glacial y más despectivo respecto a las iniciativas del Elíseo que los diputados de la Unión de la Izquierda.

Parecía inevitable la disolución de la legislatura, que en todo caso terminaría su mandato en marzo del 78.

Se anunciaba casi cierta la victoria de las formaciones de los señores Miterrand (socialista), Marchais (comunista) y Fabre (radicales anti-Servan-Schreiber).

El eurocomunismo se hallaba en los umbrales del poder, en Francia.

El eurocomunismo, víctima de su propia metralla política

También en Italia el PC se acercaba a las cimas gubernamentales. Incluso, en cierto modo, estaba ya indirectamente implicado en la gestión ministerial, pese a que la democracia cristiana no se había determinado aún a suscribir el «pacto histórico».

El Gobierno Andreotti tuvo que consultar al PCI antes de comprometerse por escrito a cumplir las exigencias que el Fondo Monetario Internacional había forn ado para conceder a Roma un crédito de quinientos millones de dólares: sanear la economía nacional mediante un plan de austeridad imposible de cumplir sin el acuerdo de Enrico Berlinguer. La penuria, la hiperinflación y el brusco término de las importaciones asustaban al PCI y a sus dirigentes en la misma medida que al presidente Leone, al primer ministro Andreotti y al resto de los responsables de la vida política y económica de la península apenina. Para la opinión pública no había pasado inadvertida esa sorprendente evolución.

Tal vez por ello, los correligionarios de Berlinguer perdieron varias elecciones parciales, a primera vista sin importancia, y eran blanco preferido de la violencia de los estudiantes anticonformistas y de los grupúsculos de tendencias extremas.

El gran inconveniente del poder es que las masas -en los países democráticos corno en los totalitarios, en éstos más intensamente que en aquéllos, aunque les resulte imposible manifestar legalmente su disconformidad- se rebelan contra los partidos políticos y los hombres que lo ejercen, incluso cuando -circunstancia rara- no incurran en graves desaciertos. La tendencia de esa dirección era endémica en la Europa del oeste, afectada por la espiral inflacionaria, por el desempleo y por la carestía de los recursos energéticos, a causa de una tenaz propaganda marxista.

En las últimas semanas del por tantos conceptos turbulento y desconcertante 1977, Berlinguer y sus amigos resultaban víctimas de lo que ellos mismos habían inculcado en las clases laboriosas.

Algo semejante podía ocurrirles -en beneficio de sus asociados socialistas- a los militantes del PC Francés.

Incluso el mucho más modesto PC de España -que, sin embargo, en las elecciones de junio no cosechó una votación tan insignificante como la que habían augurado ciertos profetas- parecía deslízarse por la pendiente resbaladiza de la impopularidad. Santiago Carrillo se había manifestado excesivamente cauto. El sensato reconocimiento de la bandera bicolor, como auténtica enseña nacional, no le había sido perdonado por los veteranos de su partido (ni por los de otros de esencias más o menos republicanas).

De todos esos temas se había discutido entre ideólogos y estrategas del marxismo en cierta sesión sernisecreta de partidos comunistas, que tuvo lugar en la capital de Checoslovaquia. Sin que, de manera oficial y concreta, nadie supiese a qué conclusiones habían podido llegar los reunidos, que pertenecían a «movimientos responsablemente revolucionarios» de uno y otro lado del tupidamente impermeable «muro de la vergüenza» herlinés. Ni cuál había podido ser la actitud al respecto de eurocomunismo...

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