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Y la guitarra eléctrica arrolló al piano

El nuevo libro de Bob Stanley amplía la historiografía de la música pop a la primera mitad del siglo XX

Fue uno de los grandes pecados de la generación rock: el edadismo. Ingenuamente, nos creíamos propietarios de una música única, cuando realmente era continuación de tradiciones consolidadas, con evidentes equivalentes en otras latitudes culturales. Tiene sentido que sea un músico como Bob Stanley, de Saint Etienne, quien puntualice ese error. Estudioso de la música popular, autor del excelente ...

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Fue uno de los grandes pecados de la generación rock: el edadismo. Ingenuamente, nos creíamos propietarios de una música única, cuando realmente era continuación de tradiciones consolidadas, con evidentes equivalentes en otras latitudes culturales. Tiene sentido que sea un músico como Bob Stanley, de Saint Etienne, quien puntualice ese error. Estudioso de la música popular, autor del excelente Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno (Taurus), publica ahora otro tomo indispensable: Let’s do it. El nacimiento de la música pop (Liburuak) ofrece un vertiginoso recorrido por la primera mitad del siglo XX, dinamizado por su fervor del explorador en tierras desconocidas.

Stanley comprueba que muchos fenómenos modernos tienen raíces profundas, con la presencia constante de la nostalgia (la llamada retromanía aparece prácticamente desde el principio del pop). Su visión, aviso, es muy anglófila: presta más atención a la música hawaiana que a la infinitamente más caudalosa corriente latina, con notables despistes como atribuir a los boleros caribeños un origen español e ignorar la enorme influencia del tango.

Le salvan intuiciones como colocar la tecnología en el volante de la evolución del pop: la pianola, el gramófono, la radio, el micrófono, la gramola, el cine sonoro, la cinta magnética, el microsurco, los transistores y, desde luego, los instrumentos electrificados. Aunque también brilla al perfilar a monstruos de carne y hueso, especialmente si tienen biografías exóticas y prolongadas, como Cole Porter, Irving Berlin, Benny Goodman, Bing Crosby o, claro, el romántico Sinatra, que no escondía su groseria: alardeaba de haber ido a orinar sobre la tumba de un periodista enemigo, Lee Mortimer.

Atención: Stanley tiende a evitar los tópicos, como relacionar a la delicada Doris Day con los crímenes de Charles Manson (esto no es Hollywood Babilonia). Prefiere celebrar personajes en la sombra, incluyendo los habitualmente retratados como villanos Guy Lombardo o Mitch Miller. No se resiste ante las vidas disfuncionales de divas tipo Billie Holiday y Judy Garland. Sitúa a las mujeres en el centro del pop, ya sean como fervientes consumidoras o entronizadas como diosas del escenario: destaca las peculiaridades de the canaries, las vocalistas que procedían de las big bands, y se deleita con grupos como las Boswell Sisters o las hermanas Andrews. Aunque también se siente intrigado por los misterios de las personalidades de Al Jolson, Duke Ellington, Glenn Miller, George Gershwin, Louis Jordan...

Stanley relata pifias como la del líder sindical James Petrillo, que decretó una catastrófica huelga de grabaciones entre 1942 y 1944. Destapa las vergüenzas de la BBC, con un fantástico historial de meteduras de pata, incluyendo etapas de desaprobación de la música grabada, especialmente si era del gusto del proletariado. Fija la fecha de nacimiento de conceptos que hoy consideramos eternos como el Great American Songbook, el catálogo de clásicas de Broadway y Hollywood, que se formuló en 1972, aparte de situar el origen de los cowboys cantantes o el LP conceptual (una pista: no fue un invento del rock). Aclara la simbiosis del jazz con los gánsteres, lo que explica la simpatía de muchos músicos por Al Capone. Determina que, como la necesidad es la madre del invento, muchas decisiones estéticamente radicales respondían a realidades cambiantes, como las de Muddy Waters al cambiar la plantación de Misisipi por los tugurios de Chicago.

Descubre que el pop siempre ha estado al borde del abismo, deplorado por los jeremías y sometido al gatillo fácil de los extendedores de certificados de defunción. Evita los esnobismos de un Artie Shaw, clarinetista y gran conocedor del sexo femenino (entre sus ocho esposas, destacaban Ava Gardner y Lana Turner), que hacía una cruda distinción entre creadores y simples proveedores de emociones baratas; en realidad, la demanda de música dejaba hueco para todos, incluyendo a bon vivants como Fred Astaire o nuestro Xavier Cugat.

Let’s do it debería ser libro obligado para profesionales y entusiastas. Un único problema: la edición española carece de índice. Mal.

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