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CINE

Robert Redford, la integridad de un hombre de una pieza

El actor representó como pocos un tipo de masculinidad ‘sexy’ y reservada, alérgica a la vanidad

Algo tan prosaico como el pelo fue decisivo en la carrera de Robert Redford. Su flequillo rubio, lacio y desordenado, resumía el secreto de su atractivo. Cuando en Tal como éramos, la película de 1973 de Sydney Pollack, Barbra Streisand le apartaba con sus afiladas manos los mechones rubios que le caían sobre los ojos, ardía la pantalla. ...

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Algo tan prosaico como el pelo fue decisivo en la carrera de Robert Redford. Su flequillo rubio, lacio y desordenado, resumía el secreto de su atractivo. Cuando en Tal como éramos, la película de 1973 de Sydney Pollack, Barbra Streisand le apartaba con sus afiladas manos los mechones rubios que le caían sobre los ojos, ardía la pantalla. El fuego de Redford, fallecido en su casa de Utah a los 89 años, era intenso, pero, de forma paradójica, también seguro. El actor representó como pocos un tipo de masculinidad sexy y reservada, alérgica a la vanidad. Bastaba con apartar aquel flequillo rubio de guapo californiano para encontrar lo que de verdad importa: un hombre de una pieza.

Bajo ese aura de integridad, Redford construyó algunos de sus mejores personajes y, a grandes rasgos, su carrera. Podía ser un buscavidas ladrón sin rumbo (Dos hombres y un destino), que daba igual, te fiabas de él. De las cloacas del Estado (Todos los hombres del presidente), a la corrupta vida carcelaria estadounidense (Brubaker), allí seguía, fiel a sus principios.

Estrella del Nuevo Hollywood, en 1966 Redford participó en una obra fundamental para comprender su lugar en el clima político de esos años: La jauría humana, de Arthur Penn. Un año después, en 1967, Penn estrenó Bonnie y Clyde, una de las películas que fijan el mito de ese Nuevo Hollywood, pero es en La jauría humana, escrita por Lillian Hellman, en la que el compromiso político llegó más lejos. Redford, como su amiga y compañera de reparto, Jane Fonda, solo era un crío en uno de sus primeros trabajos relevantes, pero como todos los implicados en aquella valiente película sobre una turba dispuesta a linchar a un preso, sabía muy bien qué denunciaba.

Como tantos de sus coetáneos, Redford bebió por igual de los arquetipos de la generación perdida (llegó a ser Jay Gatsby en la versión de 1974) como de los de la generación beatnik. Su amor por la naturaleza había nacido de muy joven, en una excursión al grandioso parque natural de Yosemite. En una de sus mejores películas, el wéstern ecologista escrito por John Millius Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), otra vez de la mano de su cómplice Sydney Pollack, Redford convirtió a su trampero solitario en uno de sus más poderosos alter egos: el del hombre ante la fuerza mayor de la naturaleza.

Cuando Redford dirigió en 1998 El hombre que susurraba a los caballos, el espíritu de Jeremiah Johnson seguía ahí: el ermitaño capaz de entenderse con las bestias. Como le ocurría a los dos personajes femeninos de aquel drama, la madre Kristin Scott Thomas y la hija Scarlett Johansson, es difícil no enamorarse de un hombre que sabe qué decirle a un caballo.

En la clase magistral que Meryl Streep ofreció en el festival de Cannes de 2024, la actriz evocó la que para ella es una de las secuencias más eróticas de su carrera: cuando el cazador Denys Finch Hatton (Redford), amante de Karen Blixen (Streep), le lava el pelo junto a un río lleno de hipopótamos en Memorias de África (1985).

Según la actriz, Redford no tenía mucha idea de cómo hacerlo, pero después de pedirle un par de consejos al peluquero del rodaje, el actor empezó a masajear su cabeza de tal manera que ella se olvidó de la cámara, del equipo y hasta de los hipopótamos. Redford era un actor y un ciudadano serio, pero además, sabía de esas cosas, de montañas, de caballos, y del erotismo que esconde un simple mechón de pelo.

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