El Festival de Lucerna y Michael Haefliger se dicen adiós con una gran fiesta musical
Después de 26 años al frente de la gran cita estival suiza, transformada radicalmente durante su mandato, su director se despide con un larguísimo concierto lleno de guiños a sus amigos y antiguos colaboradores
No es habitual estar al frente de un gran festival durante más de un cuarto de siglo. Las ideas se acaban, los políticos de turno suelen tener un supuesto mejor candidato al que colocar, los enemigos y envidiosos siembran minas por el camino, el paso del tiempo dicta su ley o, simplemente, llegan ofertas más atractivas que invitan a un cambio de aires. Nada de esto ha sucedido en Lucerna, donde Michael Haefliger ha conseguido hacer realidad lo que, en su momento, podría haberse tenido por ideas descabelladas o, simplemente, irrealizables. Su doble condición de músico (finalizó sus estudios como violinista en la Juilliard School de Nueva York con los legendarios profesores Ivan Galamian y Dorothy DeLay) y gestor (con títulos obtenidos en San Galo y Harvard) le han permitido conjugar arte y finanzas, dos elementos imprescindibles que conviven cotidianamente en la agenda del director de cualquier festival. Y Haefliger, que con un padre tenor y una madre arquitecta ya había vivido en casa la confluencia de ambos mundos, ha sabido atraer por igual al Lago de los Cuatro Cantones a grandes fortunas (individuales o corporativas) y a las mejores orquestas, directores, cantantes, compositores e instrumentistas del planeta.
Después de 26 años, ha decidido hacer mutis no sin hacer ruido, sino con la bautizada como Les Adieux, “una fiesta de despedida para Michael Haefliger”. Durante casi cuatro horas y media se sucedieron actuaciones y discursos cargados de mensajes explícitos e implícitos: nada que ver, con ejemplo, con la despedida de Nikolaus Bachler de la Ópera Estatal de Baviera, un concierto titulado Der wendende Punkt (El punto de inflexión) que estuvo dominado por el espíritu de Rilke. El primer bloque musical se abrió, como no podía ser quizá de otra manera, con una obertura tocada –tampoco cabía otra opción– por la Orquesta del Festival de Lucerna, una de sus principales criaturas, dirigida por su actual titular, Riccardo Chailly. Esto enlazaba no sólo con el concierto del día anterior, sobre el que se hablará luego, sino que también constituía un homenaje indisimulado a Claudio Abbado, el factótum que, junto con el propio Haefliger, situó a la formación en lo más alto del firmamento orquestal internacional. En Lucerna, aquellos años de apariciones anuales del director italiano se contemplan con una mezcla de nostalgia y embelesamiento. El característico buen humor rossiniano en la obertura de Il signor Bruschino invitaba a recordarlos también con una sonrisa.
A continuación sonó el Cuarteto de cuerda en Mi bemol mayor de Fanny Mendelssohn, una compositora cada vez más presente –y con todo merecimiento– en las programaciones de cualquier sala de conciertos o festival. Hasta en Utrecht, hace pocos días, franqueando el que suele ser el ámbito cronológico habitual en el festival neerlandés, la pianista Olga Pashchenko tocó hace pocos días Das Jahr, una colección de doce piezas para piano que representan cada uno de los meses del año y que los pianistas deberían hacer suya de inmediato. Hoy es políticamente correcto y deseable dar voz a las músicas silenciadas durante décadas, pero Haefliger lleva mucho tiempo invitando a Lucerna a instrumentistas, cantantes, compositoras y directoras con un tono abiertamente reivindicativo: la edición del festival de 2016 tuvo como lema PrimaDonna. También había mucho de simbolismo en la elección de los intérpretes, cuatro integrantes de la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente: Michael Barenboim (francoalemán), Hisham Khoury (palestino), Sindy Mohamed (francoegipcia) e Izak Nuri (israelí). Haefliger ha apoyado a los músicos jóvenes con denuedo y las visitas de la formación creada por Daniel Barenboim y Edward Said a Lucerna se han sucedido puntualmente año tras año desde 2013 (aunque ya había hecho su debut seis años antes). En la situación actual, ver a un israelí y a un palestino haciendo música juntos nos recuerda que hay soluciones más allá del odio y de las armas. Su versión del magnífico Cuarteto de Fanny Mendelssohn fue extremadamente poética e intimista, aun en los dos movimientos que menos parecen prestarse a ello. Y casi como si se hubieran contagiado del Siegfried historicista que dirigió Kent Nagano en el KKL el pasado viernes, los cuatro instrumentistas recurrieron generosa, pero musicalmente, al uso del portamento.
Patricia Kopatchinskaja y Sol Gabetta –otras dos mujeres aupadas al estrellato en Lucerna: la moldava fue artiste étoile en 2017 y la argentina lo sería justo el año siguiente– entraron luego en el escenario agitando los cascabeles que llevaban en sus babuchas para tocar una transcripción de un Tambourin de Jean-Marie Leclair. Luego se las quitaron –PatKop, como es bien sabido, adora tocar descalza– para tocar dos de los Dúos para violín y violonchelo de Jörg Widmann, lo que incluía quizás un recuerdo de su llorado maestro Wolfgang Rihm, al que sucederá el año que viene al frente de la Academia del Festival. Sin tocar otras dos obras anunciadas, pasaron directamente a una pieza juvenil de Xenakis (Dhipli Zyla), a una transcripción en pizzicato de un Presto de Carl Philipp Emanuel Bach y al último movimiento del Dúo de Zoltán Kodály, una música brillante que ambas tocaron de manera un tanto libre y desenvuelta, con Kopatchinskaja encargada de que el público no se desconectara merced a su constante trajín cinético sobre el escenario.
Tras el primer intermedio, la artista gestual china Winnie Huang estrenó una nueva pieza titulada nexus of now. El día anterior había interpretado Inori, de Karlheinz Stockhausen, en Ark Nova, un auditorio móvil hinchable diseñado por Anish Kapoor y Arata Isozaki tras el terremoto de Japón en 2011, situado en el Lido Wiese de Lucerna. Si el sábado Huang estuvo simplemente cambiando de poses corporales, siempre en actitud de rezar (Inori significa “plegaria”) durante los setenta minutos que dura la pieza de Stockhausen, el domingo contó con el apoyo de, sobre todo, primerísimos planos de su rostro proyectados en seis pequeñas pantallas para interpretar esta obra de significado incierto y en la que descubrimos un tipo de percusión hasta ahora poco explorada: la dental. Tras su performance escuchamos los discursos de la presidenta del Gobierno del cantón de Lucerna y del presidente del consejo del Festival de Lucerna, que regaló a Haefliger una reproducción en miniatura de una de las butacas del KKL para que, después de pasar tantas horas sentado en ellas a lo largo de tantos años, atempere su nostalgia allá donde lo lleve su próximo destino profesional.
El estreno de una nueva pieza para trompa sola del compositor estonio Jüri Reinvere sirvió para constatar que Stefan Dohr, solista de su instrumento en la Filarmónica de Berlín, es el príncipe de los trompistas actuales. Interpretada con un apabullante dominio técnico desde un lateral de la galería del órgano, de la que salió y a la que volvió a entrar en un par de ocasiones sin dejar de tocar, fue casi un calentamiento de motores antes de la escucha de Initiale, una pieza para siete instrumentos de metal de Pierre Boulez, un nombre que tenía que aparecer inevitablemente en un concierto de despedida como este, ya que el francés desempeñó un papel similar al de Claudio Abbado en la creación de la Academia del Festival, volcada en la interpretación y el estudio de la música contemporánea: en estos 26 años, Haefliger ha programado más de cuatro centenares de estrenos, una cifra más propia de un festival especializado en la música de nuestro tiempo. Breve e inusualmente asequible tratándose del francés, se vio seguida de una pieza mucho más exigente del suizo Dieter Ammann, cuya música ha tenido una importante presencia en esta última edición del festival, incluido un nuevo concierto para viola, No Templates, cuya interpretación se ha confiado nada menos que a Tabea Zimmermann. Para el concierto del domingo se eligió Violation, que contrapone un violonchelo solista (admirable Maximilian Hornung) a un pequeño conjunto instrumental del que formaba parte la violinista española Cecilia Bercovich, integrante habitual de la Orquesta Contemporánea del Festival de Lucerna. Para seguir rindiendo pleitesía a Siza, la pieza dirigida fue dirigida por una compatriota de Ammann, Johanna Malangré.
Tras el segundo intermedio, el tercer y último bloque del concierto se abrió con Igor Levit, que empezó a hacerse un gran nombre aquí en Lucerna y al que Haefliger confió en 2023 su Festival de Piano. Recibido con aplausos y un par de muestras de discrepancia aisladas (Levit y sus rotundos posicionamientos públicos no gustan a todos por igual), no tocó, como podría haberse imaginado, la Sonata “Les Adieux” de Beethoven (una elección demasiado obvia y previsible en un músico tan poco amante de la convención como él), sino la Sonata op. 31 núm. 2 de Beethoven, a la que suele acompañar el título espurio de “La tempestad”, que responde posiblemente más a una de las falacias –una de cientos– inventadas por Anton Schindler, el asistente del compositor. Es posible incluso que Beethoven relacionara la obra con Reflexiones sobre las obras de Dios en el reino de la naturaleza y de la providencia, un libro del teólogo Christoph Christian Sturm (un apellido que significa “tempestad” o “tormenta” en alemán) que el músico tenía en su biblioteca profusamente anotado. Aquí se alcanzó –musicalmente hablando– el momento de mayor intensidad de la tarde. Muy concentrado, el pianista ruso confirmó que es uno de los grandes beethovenianos actuales, como ya demostró con su grabación de la integral de las sonatas, que tocó también en varias ciudades hasta donde se lo permitió la pandemia del coronavirus. Levit no parecía contagiado por el ambiente festivo y tocó una versión sin concesiones, llena de acordes secos y líneas angulosas, con un primer movimiento que sonó a veces como el equivalente sonoro del expresionismo abstracto y un segundo despojado de toda retórica. El Allegretto final tuvo muchísimas revoluciones más de las esperables y se situó mucho más cerca de la desazón que de la melancolía, que es el estado de ánimo con que suele interpretarse. Con justicia, el pianista ruso fue el más persistentemente aplaudido de la tarde.
Aunque no se entregaba ningún premio, doctorado honoris causa ni nada parecido, hubo una laudatio final que Haefliger había encargado a Graziella Contratto (otro posible guiño a Claudio Abbado). Pródiga en bromas (dirigidas por igual a la Filarmónica de Viena, Theodor W. Adorno o Walter Benjamin) y golpes de ingenio, se prolongó quizás en exceso y se cerró con la invención de un soggeto cavato, en el que el nombre del homenajeado y la deuda de gratitud acumulada durante todos estos años (“Michael, merci”) se transformaron en notas musicales, tercera de Picardía final incluida (ci(s) = Do sostenido viniendo de La menor), que cantó primero ella en solitario y luego todo el público puesto en pie, tras lo cual se desplegó un gran cartel con estas mismas dos palabras (invirtiendo el orden) al fondo del escenario.
No es habitual que un popurrí festivo se abra con música de Pierre Boulez, o que se cierre con el himno del estadio de un equipo de fútbol (en este caso, del Bayern de Múnich), pero la sorpresa final que anunciaba el programa de mano sin más detalles fue una segunda intervención –más extensa– de la Orquesta del Festival de Lucerna, dirigida de nuevo por Johanna Malangré y con varios de sus históricos integrantes entre sus filas (Wolfram Christ y su hijo Raphael, Jacques Zoon, Reinhold Friedrich –siempre sonriente–, Clemens y Veronika Hagen. Guilhaume Santana, Gregory Ahss o nuestro Lucas Macías Navarro, un oboísta de ensueño), además de adquisiciones más recientes, como el español Daniel Rodríguez Agúndez, que tocó el corno inglés, y un invitado de excepción: el trompista Stefan Dohr, que andaba por allí cerca y que recordó con ello viejos tiempos. Entre un fragmento de Notations de Boulez y el Immer vorwärts del Bayern de Múnich, fueron perfectamente reconocibles en el popurrí los comienzos de la Séptima de Bruckner, la Sinfonía núm. 40 de Mozart, los primeros compases de la Sonata para violín op. 18 de Richard Strauss (que tocó Haefliger con su hermano Andreas en su juventud) o breves pasajes de La consagración de la primavera de Stravinsky y la Tercera Sinfonía de Mahler, que convivieron armoniosamente con un par de canciones populares suizas, con la canción –popularizada por Marlene Dietrich– Einen Koffer in Berlin (la ciudad natal de Haefliger) y la banda sonora de la película Desde Rusia con amor. Cuando empezaron a arreciar los aplausos, serpentinas doradas cayeron desde lo alto de la sala como fin de fiesta.
El día anterior, Riccardo Chailly regaló a Michael Haefliger (o quizá fuera al revés) un concierto al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro alla Scala de Milán, otro probable homenaje encubierto a Claudio Abbado, que escogió a Chailly como su asistente en los comienzos de su carrera y que ha acabado ocupando también él el puesto de Maestro Scaligero. Chailly eligió diversos coros, sinfonías, preludios y oberturas de Rossini y Verdi, invirtiendo el orden cronológico en las dos partes, quizá para terminar con la obertura y el paso a tres y el coro tirolés de Guglielmo Tell (la versión italiana del original francés), una ópera ambientada en Suiza. El concierto tuvo poca historia: Chailly, sobrado de técnica y conocimiento para este repertorio, ofreció espléndidas versiones y sus instrumentistas y cantantes dieron una alta lección de italianità, lo que no es necesariamente sinónimo de perfección, pero sí de un tipo de sonido y fraseo difíciles de encontrar fuera de la Scala. Lo más divertido fue, sin duda, contemplar al director del coro, Alberto Malazzi, sentado al fondo del escenario, de espaldas al público, escrutando constantemente a sus pupilos e, incluso, siendo incapaz de contenerse de dirigir y dar entradas –en paralelo a Chailly– en varios momentos del concierto. Presente en la sala, el sucesor de Haefliger al frente del Festival de Lucerna, Sebastian Nordmann, no lo va a tener fácil. Su antecesor ha duplicado durante su hégira el presupuesto del festival, ha inventado incontables nuevos formatos para atraer al público (muchos gratuitos) y le ha dejado una herencia que no será fácil gestionar. Dentro de once meses se abre una nueva etapa aún por escribir. Esta ha terminado con Michael Haefliger bailando desenfada y, por momentos, desaforadamente en la discoteca improvisada en que acabó convirtiéndose el KKL al final de la fiesta posterior al concierto, a la que estaban invitados todos los espectadores.