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Richard Wagner recala de nuevo en Lucerna

Una versión historicista de ‘Siegfried’ comandada por Kent Nagano y el comienzo y el final de ‘Tristan und Isolde’, dirigidos por Lahav Shani, suenan en la recta final del festival de la ciudad suiza

Lucerna es un lugar de peregrinaje para los devotos wagnerianos. Fue aquí donde, el 6 de agosto de 1859, el compositor fechó el final del manuscrito del tercer acto de Tristan und Isolde,...

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Lucerna es un lugar de peregrinaje para los devotos wagnerianos. Fue aquí donde, el 6 de agosto de 1859, el compositor fechó el final del manuscrito del tercer acto de Tristan und Isolde, abanderada de una de las revoluciones operísticas más importantes de la historia. A día de hoy, el Hotel Schweizerhof sigue enorgulleciéndose de haber acogido al compositor en la coronación de su gran gesta, aunque en su página web la literaturiza más de la cuenta. Más importancia tendría aun años después la milenaria ciudad construida a orillas del Lago de los Cuatro Cantones, cuando Wagner se instaló en una casita situada en las afueras, en Tribschen, donde erradicó por fin el nomadismo constante que había caracterizado su vida, con el aliciente añadido de disfrutar por fin de la felicidad conyugal. Aquí nacieron su hija Eva (que se casaría con el peligrosísimo Houston Stewart Chamberlain) y su hijo Siegfried (que elegiría como pareja a una inglesa no menos temible, Winifred Williams-Klindworth), nombres tomados inmodestamente de la joven heroína de Los maestros cantores de Núremberg y del héroe por antonomasia de la tetralogía El anillo del nibelungo. Fue también en Lucerna donde contrajo matrimonio en 1870 con la madre de ambos, Cosima, la hija de Franz Liszt, casada anteriormente con Hans von Bülow, el director que dirigió las primeras representaciones de Tristan und Isolde en Múnich en 1865. Al tiempo que colaboraba con él, Wagner dejaba embarazada a su mujer, ya que Isolde nació en la capital bávara justo un mes antes del histórico estreno. Y aquella dicha doméstica quedaría recogida, también con ocasionales brochazos de fantasía hagiográfica, en los diarios de Cosima, que comenzó a escribir en Tribschen en 1869 y en los que quedaron registradas, por ejemplo, hasta 23 visitas a su casa de Friedrich Nietzsche, que se alojaba en ella como un miembro más de la familia: antes, claro, de que su entonces dios se convirtiera en demonio.

En la recta final del Festival de Lucerna han coincidido en días contiguos la interpretación del Preludio y el llamado Liebestod de Tristan und Isolde con una versión de concierto de Siegfried, cuya composición quedó interrumpida en el segundo acto y que Wagner no retomaría hasta nada menos que 12 años después: en ese ínterin nacieron justamente Tristan und Isolde y Die Meistersinger von Nürnberg, que no es escasa ni mala cosecha. Y en Tribschen vería también la luz Götterdämmerung, la tercera y última jornada de El anillo del nibelungo, el opus magnum de Wagner que lo mantuvo ocupado durante un cuarto de siglo. Pero nada ha tenido que ver el enfoque, digamos, convencional con que se han interpretado en Lucerna las dos piezas instrumentales con el decididamente experimental adoptado en la tarde del viernes en la versión de concierto de la segunda jornada del Anillo.

El director Lahav Shani, que triunfó con todo merecimiento al frente de la Orquesta Filarmónica de Múnich (cuya titularidad ocupará oficialmente dentro de unos meses), se encontró antes de llegar a Lucerna con una noticia sorprendente: el Festival de Flandes había decidido cancelar unilateralmente un concierto del israelí y la orquesta alemana, que iba a celebrarse el 18 de septiembre en la catedral de San Bavo de Gante, porque no “había podido comprobar con suficiente claridad” cuál era la “actitud [de Shani] respecto del régimen genocida en Tel Aviv”. Hay que recordar que, desde 2020, Shani es también director titular de la Orquesta Filarmónica de Israel, fundada, por cierto, en 1936 por Bronisław Huberman con el nombre de Orquesta Sinfónica de Palestina.

Los mensajes de apoyo a Shani llegaron en tromba no solo por parte de sus colegas, sino también del estamento político y el actual ministro de Cultura alemán, Wolfram Weimer, calificó la decisión de “antisemitismo puro” y de “vergüenza para Europa”. Cualquiera que conozca a Shani sabe que no siente la más mínima simpatía por Benjamin Netanyahu ni por sus políticas y tampoco cabe esperar de todos los artistas que tengan el coraje, o la audacia, que tuvo Daniel Barenboim (un gran valedor del talento de Shani en los comienzos de su carrera) cuando, en 2004, en el discurso de aceptación del Premio Wolf en la Knesset en Jerusalén, rodeado de las más altas autoridades del país, afirmó que Israel estaba incumpliendo su propia declaración de independencia con la ocupación ilegal del territorio palestino, provocando la ostensible incomodidad de la entonces ministra de Cultura, Limor Livnat (entre muchos otros). Y cuánto han empeorado las cosas desde entonces. No está tampoco de más recordar que Lahav Shani sucedió en la titularidad de la Filarmónica de Múnich a Valeri Guérguiyev, no tanto por no condenar la invasión de Ucrania por parte de Rusia (cosa que jamás hizo, por supuesto, ni hará), sino por ser un reconocido amigo, protegido y apologeta de Vladímir Putin. Como ha escrito estos días una ciudadana israelí que vive en Jerusalén, “Lahav Shani no es ningún bibista”.

Por fortuna, el Festival de Lucerna ha hecho oídos sordos a la polémica desatada por el Festival de Flandes y el concierto se desarrolló el jueves con toda normalidad, tanto dentro como fuera del KKL de Lucerna, sede de la mayor parte de su programación: el disparate flamenco ha quedado sin secuelas. En la primera parte figuraba el Concierto para violín de Beethoven, escrito, como se lee en la primera página del manuscrito, “par Clemenza” ―en una de las bromas verbales tan características del compositor― para Franz Clement, que al parecer lo estrenó tocándolo a primera vista, ya que no hubo tiempo siquiera para realizar un ensayo previo. Llama la atención que, en la edición del año pasado de este festival, la misma solista (la georgiana Lisa Batiashvili) y el mismo director (Lahav Shani) interpretaran idéntica obra, en este caso con la Filarmónica de Róterdam, de la que también es titular el israelí, un indicio claro del nulo margen de maniobra que tienen los programadores de festivales o series de concierto con las orquestas sinfónicas que los visitan, que llegan con sus repertorios cerrados bajo siete llaves y sin posibilidad alguna de ser modificados.

Hace tan solo un par de meses, el Concierto op. 61 de Beethoven fue también una de las obras tocadas al aire libre en la Odeonsplatz ante una multitud de muniqueses, por lo que la obra llegaba a Lucerna más que rodada. Su predisposición natural al lirismo, la belleza del sonido que obtiene de su Guarnerius y la extrema fiabilidad de su registro agudo son, quizá, las principales virtudes del arte de Batiashvili, y la obra de Beethoven, en absoluto virtuosística y no especialmente exigente desde el punto de vista técnico, las demanda por encima de cualesquiera otras. Por eso la versión fue de altísimos vuelos, con Shani tendiendo puentes cuando la violinista superaba en ocasiones más de la cuenta el umbral máximo de ensimismamiento. Aunque antiguamente tocaba las cadencias de Fritz Kreisler, ahora se decanta por las de Alfred Schnittke, popularizadas por Gidon Kremer, aunque al final del segundo movimiento sigue decantándose por la del austríaco, si bien dejándola reducida a un puñado de notas del principio y del final, renunciado a la premonición intermedia del tema del rondó. Muy aplaudida, Batiashvili tocó fuera de programa el Andante de la Sonata para violín solo núm. 2 de Bach.

La segunda parte se abrió con la Sinfonía “Incompleta” de Schubert, estrenada más que póstumamente en 1865, el mismo año que Múnich y el mundo conocieron Tristan und Isolde. Sus dos únicos movimientos son un dechado de concisión y consiguen mucho con relativamente pocos elementos. Shani defendió mejor sus numerosos momentos líricos que sus puntuales estallidos de rabia, donde se mostró quizá demasiado comedido. Pero, como el año pasado, ha causado una impresión musical inmejorable, fraseando siempre con naturalidad y ausencia de artificios, valiéndose de todo su cuerpo ―pero sin aspavientos― para transmitir el carácter de cada pasaje y cerrando siempre las frases con acordes finales perfectamente calibrados en duración, equilibrio textural y dinámica. En Wagner acertó en lo más importante: mantener la tensión sin quebrarla un solo momento, dibujar los arcos dinámicos, en ambas direcciones, de forma siempre progresiva e incrementar la densidad polifónica de una manera muy orgánica. Es evidente que la orquesta y él se entienden y se aprecian mutuamente, por lo que cabe esperar mucho de la colaboración entre ambos. Aunque mucho menos mediático que sus colegas de generación, Shani ―siempre humilde y extrañamente normal en un oficio pródigo en egos desbocados― no anda a la zaga de ninguno en punto a talento, por más que su eficacísima técnica, en la que renuncia a la batuta, sea muy poco convencional.

El viernes por la tarde, la tercera entrega del proyecto titulado Los Ciclos Wagner concluía su andadura, al igual que el año pasado, en Lucerna con la interpretación históricamente informada de Siegfried. El festival suizo, con Michael Haefliger al frente, ha creído en la iniciativa desde el principio, cuando presentó en 2023 Das Rheingold y, en la pasada edición, Die Walküre de un modo que se encuentra alejado en muchos sentidos de la manera convencional de interpretar a Wagner. El principal objetivo es la siempre loable aspiración de acercarse a las sonoridades y las prácticas interpretativas de la época del compositor valiéndose, por supuesto, de instrumentos también coetáneos de la obra ejecutada. Como ha explicado el director musical del proyecto, Kent Nagano, la suya no es una postura maximalista que defiende que su aproximación es la correcta frente a un enfoque convencional (que él mismo también ha practicado) erróneo. No: nadie plantea una lucha entre blancos y negros. El objetivo primordial ha sido elaborar un corpus que recoja los resultados de un sinfín de investigaciones en muchos ámbitos y que han llevado a cabo en los últimos años no sólo musicólogos, sino también lingüistas, filólogos, organólogos y expertos en el teatro alemán del siglo XIX. Con estas nuevas herramientas al alcance de todos, queda en manos de cada uno si quiere utilizarlas y cómo hacerlo. Por eso este Siegfried no es hijo del capricho o de la improvisación, sino de un trabajo colectivo muy seriamente fundamentado y de muy largo recorrido.

Así las cosas, su plasmación práctica no es un credo ni un decálogo de obligado cumplimiento o imitación, sino el corolario lógico y audible de la elaboración de todos esos postulados teóricos. Pablo L. Rodríguez ya comentó esta aproximación a Siegfried cuando se interpretó el pasado mes de junio en el Festival de Dresde, la institución impulsora del proyecto. La idea no es nueva, por supuesto, y en el Teatro Real de Madrid pudo escucharse en 2013 un Parsifal también históricamente informado dirigido por Thomas Hengelbrock. La diferencia es que entonces se contó con cantantes (Angela Denoke, Matthias Goerne, Johannes Martin Kränzle) que no diferenciaron su manera de interpretar de cuando colaboran con una orquesta moderna. Aquí, no sólo los instrumentistas (los miembros de Concerto Köln reforzadísimos en todas las secciones por una orquesta formada ad hoc por el festival sajón, del mismo modo que el de Lucerna cuenta también con su propia orquesta, aunque esta estrictamente moderna), sino que también los cantantes han participado en cursos formativos impartidos por expertos para aproximarse a una realidad sonora e interpretativa de la que no existen testimonios grabados, pero sobre la que sí puede rastrearse una profusa documentación teórica.

El resultado se asemeja mucho ―metafóricamente― a cuando contemplamos un cuadro, una escultura o un edificio después de haber sido objeto de un cuidadoso proceso de restauración y limpieza. A veces nos sorprende el resultado, pero si se han hecho las cosas bien y se ha sido fiel a las fuentes documentales, de lo único que podemos estar seguros es de que lo que vemos se asemeja más al original (no necesariamente edénico) que lo que conocíamos, inevitablemente transformado por el paso del tiempo. Los instrumentistas de cuerda, por ejemplo, se valen profusamente de portamentos, una práctica que tardó mucho tiempo en abandonarse casi por completo, como podemos constatar en las grabaciones de Joseph Joachim –contemporáneo de Wagner– o, ya bien entrado el siglo XX, Fritz Kreisler. Sería absurdo y ahistórico rechazarlos sin más, porque no puede demonizarse algo simplemente por el mero hecho de que nos resulte desconocido, trasnochado o poco familiar. Comandada por el formidable violinista austríaco Alexander Janiczek como concertino, la sección de cuerda sonó de manera muy diferente de lo habitual, merced también, entre otros muchos factores, al empleo de cuerdas de tripa y a unos golpes de arco que no tienen por qué valerse de todo el espacio que separa la punta del talón.

Hubo otras novedades muy evidentes, como que Fafner se valiera de un megáfono primitivo consistente en un gran embudo de latón para que la voz del dragón resultara más resonante, o que el Pájaro del bosque lo cantara un niño (extraordinario Felix Hofbauer), no una soprano, que es, además, una opción mucho más natural. Con una orquesta más ingrávida, por así decirlo, los tempos se aligeran de manera natural y las conversaciones ―esenciales en Siegfried, construida casi estrictamente a partir de monólogos y, sobre todo, diálogos, más cercanos en ocasiones a diálogos monologados― resultan mucho más naturales y realistas. Prima el texto, siempre diáfanamente pronunciado, y la propuesta está mucho más cerca del teatro cantado que del canto actuado (donde la orquesta queda relegada casi siempre al papel de comparsa). Aunque en versión de concierto, hubo apuntes de actuación por parte de los cantantes, sobre todo del tenor Thomas Ebenstein, que dio vida con extraordinario desparpajo a Mime, el personaje que más se presta a un cierto histrionismo. Thomas Blondelle no es en absoluto un Heldentenor al uso, pero este enfoque renovado tampoco lo precisa, porque ya no resulta necesario desgañitarse para hacerse oír entre la jungla orquestal. Derek Welton cantó el Wanderer (Wotan camuflado) sin partitura y con un dominio absoluto del papel, mientras que el Alberich del británico Nicholas Mogg ―de impecable alemán, como el del australiano Welton, con formación adicional de germanista― estuvo muy ortodoxamente cantado, aunque sin plasmar suficientemente la maldad del personaje. En su crucial aparición al final de la ópera, Åsa Jäger fue una Brünnhilde arrojada y muy bien caracterizada psicológicamente, aunque el La y el Si agudos le suenan en exceso tirantes. Los únicos veteranos del grupo, el barítono Hanno Müller-Brachmann y la contralto Gerhild Romberger, dieron vida a Fafner y Erda con la sabiduría que da su larga experiencia, aunque la alemana ha perdido empaque y redondez en su registro grave.

Al frente de todo, el incombustible Kent Nagano, con una larga y brillantísima carrera a sus espaldas, que se ha embarcado en este proyecto profundamente renovador siendo ya septuagenario y con una energía que parece no condecirse con su cuerpo tan menudo. Se vale de la nueva edición crítica de la ópera (coeditada por Egon Voss, felizmente en activo a sus 85 años, y que firmaba precisamente las notas al programa del concierto de la Filarmónica de Múnich del jueves), desprovista de errores y que contiene las variantes de las intervenciones del Pájaro del Bosque y las anotaciones que introdujo Wagner tras el estreno de 1876. También él ha tenido que reinventarse como director y aquilatar su técnica a este nuevo modus operandi y a lo que sin duda ha aprendido de todos los expertos que están participando en este proyecto. Propició incontables momentos de genio, encabezados quizá por el pasaje en que Mime cuenta a Siegfried cómo le dio a luz su madre, transfigurado por la transparencia natural de este tipo de orquesta decimonónica. Que nadie se rasgue las vestiduras o rechace prejuiciosamente un empeño del todo loable por limpiar el Anillo de las inevitables excrecencias depositadas por el tiempo. El esfuerzo ―un quehacer colectivo de muchas más personas de las que ocuparon el escenario del KKL el viernes por la tarde― es absolutamente merecedor de aplauso, admiración y, sobre todo, respeto.

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