El diablo de la ruptura

‘TintaLibre’ reproduce un relato de Sara Barquinero sobre los insólitos mecanismos a los que se acude al afrontar una crisis sentimental

Meghan Hessler

Este artículo forma parte de la revista TintaLibre de febrero. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con TintaLibre pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135.

Hace unos siete u ocho años yo vivía en una residencia de estudiantes mientras comenzaba mi tesis. A tenor de lo que va a contarse aquí, es difícil decidir si mis circunstancias habitacionales fueron una bendición o todo lo contrario. El inicio de curso fue difícil, pues tuve problemas con la gestión de mi beca (no hace falta que me prodigue en cómo los trámites con el ministerio pueden ser un infierno, por mucho que sean un infierno necesario), no me sentía del todo cómoda con el tema de tesis o el director y estaba bastante perdida respecto a qué tenía que hacer. Del año académico anterior arrastraba un insomnio recurrente (fruto de una vida desordenada en lo que a horarios se refiere) y cierta angustia existencial (fruto, por sonrojante que resulte admitirlo, de problemas románticos). En octubre, mi «pareja» (el uso de las comillas da cuenta de los problemas intrínsecos de la situación) me dejó, que era justo lo que me faltaba para volverme loca.

La suerte quiso que otro de mis compañeros de residencia también fuese mareado y abandonado por su novia más o menos por las mismas fechas. Hay gente que es capaz de mantener la dignidad en cualquier situación, pero diría que, en general, cuando a uno lo abandonan por sorpresa se convierte en una persona inaguantable: siempre quiere hablar de lo mismo sin que el tema arroje resultados o novedades, pues la conclusión natural de las conversaciones es que nada se puede hacer (te han abandonado), aunque aquel que sufre sea muy capaz de darle una nueva perspectiva a su ruptura a raíz de algo que recordó la otra noche, una pista minúscula escondida en un suceso sin importancia del verano de 2015 que quizás amerita repasar cada conversación que mantuvo con su expareja durante los días previos a que le diera la patada. Hasta los amigos más fieles acaban hartos y, en retrospectiva, nadie puede culparlos, por mucho que te decepcionen cuando resoplan con disimulo en el epicentro de tu dolor. Que a una la abandonen a la vez que a un amigo o vecino es un regalo, pues ambos firman un acuerdo tácito por el cual se aguantarán mutuamente ad infinitum, alternándose para contar una y otra vez sus penas hasta la náusea. A mi compinche de ruptura me referiré como “Lusifel”, pues no quiere que use su nombre.

Durante aquellos meses ambos nos impusimos un ritual diario para salvaguardar nuestro orgullo y nuestra cordura: todas las tardes nos fumábamos un porro en su cuarto, hablábamos de nuestros exnovios malvados (la suya se llamaba Eva, el mío Juan; ninguno de ambos se merece la elegancia de un pseudónimo), nos echábamos el tarot para saber si regresarían o si encontraríamos el amor en otra parte y escuchábamos música. Muchas veces (cosa que no nos pegaba a ninguno) poníamos Lusifel, de Yung Beef, y nos decíamos el uno al otro que la próxima vez nosotros seríamos los malos, los que abandonan: en cuanto sonaban dos compases de la canción, nos sentíamos como un fucker y una mujer fatal en potencia, por mucho que llevásemos una semana sin lavarnos el pelo, nuestro más íntimo deseo fuese que nuestros exnovios malvados regresasen y fuésemos en realidad los dos tíos más pringados de Madrid. “Yo antes era un ángel, me llamaba Gabriel; pero eso era antes, hoy te voy a joder”, decía Yung, y sus palabras escondían la promesa de un futuro sin sufrimiento, en el que nosotros llevaríamos la sartén por el mango.

Las preguntas siempre eran las mismas. Las respuestas de las cartas solo nos daban pie a repetir una y otra vez las mismas conversaciones, daba igual si lo que había era un Sol, una Sacerdotisa o un cinco de copas bocabajo. En cuanto empezó a hacer frío, dejamos de abrir la ventana para fumar. Aunque nos habíamos entregado a las terapias alternativas fruto de la desesperación, Lusifel y yo seguíamos confiando en la psicología convencional, como aquellos que concilian el médico de cabecera y el homeópata. Lusifel acudía a hablar de Eva con una psicóloga cada quince días (aunque ya iba antes de conocerla). Por mi parte, en una tarde de desesperación que pasé en casa de mis padres (esto es, en mi ciudad, muy lejos del tarot, Lusifel y la marihuana), acabé buscando en internet al primer psicólogo que estuviera dispuesto a atenderme ese mismo día. Fue una mala decisión. Era un pésimo terapeuta, aunque su despacho era estupendo: muchos libros viejos, títulos y enciclopedias, un retrato de Freud y otro de Piaget a cada lado de su rostro bobo. Lo primero que hizo fue extenderme una receta ilimitada de Orfidal (que al principio hizo maravillas, pero que luego terminó de fastidiar mi proceso natural de sueño) y hacerme una serie de preguntas sobre mi primera infancia que yo consideraba completamente irrelevantes para mi situación. Por supuesto, cuando se lo decía (acabamos manteniendo una carísima consulta telefónica semanal hasta que me harté), él enarbolaba contra mí el clásico argumento de la Resistencia a la Curación que surgía en cada sujeto cuando su hábil terapeuta toca las cuerdas más frágiles de su maltrecha alma. Yo trataba de explicarle que no se trataba de eso, que mi infancia había sido, en general, muy feliz, que estaba dispuesta a hablar de asuntos dolorosos de mi pasado (como una de mis primeras parejas; un tipo horrible), pero que no encontraba ningún alivio o iluminación en hablar de mis profesores de preescolar o en si mi madre me dejaba comer solo media bolsa de Oreos con la merienda. A partir de la tercera o cuarta sesión, comenzó a hablarme de su hija, una chica de siete u ocho años a la que yo le había recordado cuando me hizo la entrevista preliminar; y una vez que el nombre de su hija salió por primera vez ya nunca abandonó nuestras consultas: yo le contaba no sé qué minucia de mi relación con Juan, él en cambio quería ahondar en un detalle de la sesión previa sobre cómo siempre me ponían un cero en el cuaderno de matemáticas por buenas notas que sacase y qué me hacía sentir eso. Acababa siendo yo la que escuchaba una anécdota de su hija en el colegio que tenía (vagamente) algo que ver con mi historia personal.

Muchas veces se me olvidaba llamarlo, sobre todo si me tocaba sesión por la tarde. Lusifel y yo solíamos reunirnos sobre las seis y dedicar un par de horas al análisis pormenorizado de nuestra situación, que casi nunca había cambiado desde el día previo. Él liaba un porro, yo llevaba las cartas y repetíamos las mismas preguntas mientras fumábamos. Al principio consultábamos los significados de las cartas en El Tarot de Tiziana, una web estupenda y muy educativa, pero a partir de cierto punto nos sabíamos los significados de memoria, sobre todo de las que más nos salían: la Torre, la Luna, el tres, cinco, siete, nueve y diez de espadas; el cinco de pentáculos. Todas tenían un significado horrible y poco alentador que no requería de altas dosis interpretativas (en el diez de espadas, por ejemplo, un tipo aparece atravesado por diez de estas, lo cual no resulta muy alentador si le has preguntado algo así como: “¿Seré feliz con Eva alguna vez?”), así que no puede decirse que nos arrojásemos al tarot porque nos daba falsas expectativas sobre nuestro futuro. Creo que el principal valor de esas sesiones residía en que nos dábamos infinito tiempo para hablar sin sentir que los otros no nos estaban escuchando (nuestros amigos menos solidarios, mi psicoanalista preocupado por su hija) o que solo nos aguantaban porque les pagábamos dinero.

En cualquier caso, mis ausencias reiteradas no terminaban de molestar a mi psicoterapeuta, que elegía pensar que no eran más que otra prueba de que era un estupendo profesional, pues no paraba de ocasionar la mítica Resistencia a la Curación con su pericia: me resistía tanto que se me olvidaba hasta asistir. Además, aunque la consulta no se produjera, yo seguía pagando, no por mi respeto a la escuela psicoanalítica (bah) sino porque quería seguir teniendo acceso directo al Orfidal. En este punto podría pensarse que tácitamente estoy con aquellos que piensan que la psicología, la psiquiatría o la autoayuda son herramientas defectuosas que serían completamente innecesarias en una sociedad libre con lazos comunitarios fuertes (esto es, hablarías de tus problemas con unos amigos sin nada mejor que hacer que escucharte en lugar de hacerlo con tu psicólogo: un Lusifel incansable podía ser mucho más efectivo que un psicólogo, quod erat demonstrandum). No creo que esto sea del todo cierto. Una prueba de que en nuestro caso la compañía o el uso de sustancias que aplacaran el dolor no eran suficiente es que no avanzábamos. Siempre hacíamos las mismas preguntas. Siempre nos seguía fastidiando el mismo diez de espadas. Siempre nos reuníamos en la habitación de Lusifel, y durante gran parte de nuestras respectivas rupturas (estoy hablando de tal vez un mes) hubo un tendedor lleno de ropa como elemento decorativo junto a la ventana de mi amigo. Al final esa ropa debía estar más maloliente que antes de ser lavada por primera vez pues, como comenté antes, a partir de cierto punto dejamos de molestarnos en abrir la ventana para fumar. El Principio de Realidad brillaba por su ausencia entre esas cuatro paredes, más allá de por la ridícula presencia de unos dibujos que ya nos sabíamos de memoria.

Solo hizo acto de presencia gracias a la marihuana, o más bien a su ausencia, pues hubo un momento en el que por fin se le acabó. Después de un breve coqueteo con el hachís (que, por cierto, nos dio un miembro del personal de nuestra Residencia que decía consumirlo a diario; y era tan potente que la única vez que lo fumé me hizo tener una poderosa crisis existencial al ver con Lusifel el tráiler de la película Looper; lo cual me hizo rehusar a volver a probarlo), decidimos que teníamos que comprar más. Por suerte, yo había tenido un vecino en el pasado que tenía su propia plantación en casa y cuyo móvil aún conservaba. Fuimos a visitarlo.

Ese día llovía, nos recuerdo empapados bajando las escaleras de Gregorio Marañón. Wilson (ese era el nombre del camello, un adulto de unos cuarenta y cinco años) solo tuvo que abrirnos la puerta del edificio, pues mantenía la suya propia siempre abierta, algo que a mí me había perturbado en bastantes ocasiones cuando aún éramos vecinos. Nunca le había comprado nada (mis días de tarot y Lusifel fueron mi primer escarceo con la marihuana, que hasta entonces siempre había rechazado) y me imaginaba que sería algo rápido e higiénico, pero lo cierto es que lo primero que hizo Wilson fue invitarnos a que nos sentáramos en su salón destartalado, con el sofá puesto cara a la pared e infinitas camisetas de imitación tiradas por el suelo, dentro de sus bolsitas de plástico. Aunque el tema inicial de conversación fueron, de hecho, las camisetas (”esta vale cien pavos, esta ciento cincuenta; en original, me refiero”) enseguida detectó nuestro estado de ánimo y comenzó a hablarnos de desamor para intentar que nos quedásemos con él un poco más. Tampoco teníamos otra opción, pues, aunque le habíamos dado el dinero en efectivo nada más llegar, él no se decidía a darnos la marihuana. En un momento apareció por ahí su hijo, un chico de unos diecisiete o dieciocho años que parecía un secundario de Breaking Bad y que se metió en su cuarto a cantar sobre una base de rap después de aceptarle un porro a su padre. “¿Su madre? Una puta”, dijo Wilson, y este no hizo nada por defenderla, o quizás ya no le escuchó. “Tenéis que buscarlo en el YouTube, es bueno”, nos dijo, y frunció el ceño en un gesto de concentración profundo. “¿Cómo te llamas, hijo?”, le gritó, lo cual aún sigue haciéndonos reír. “Para que estos chicos te busquen”.

Tras varias vueltas a los mismos temas, por fin nos dio lo nuestro y también un consejo: que endureciéramos nuestro corazón, el amor era para idiotas. Eso era más o menos lo que nos repetíamos Lusifel y yo cada vez que escuchábamos Lusifel, pero escucharlo de la boca de Wilson, el porrero más grande con el que jamás había mantenido una conversación, me hizo sentir ridícula, pues pocas cosas te pueden hacer desconfiar de tu propio juicio más que darte cuenta de que estás o has estado de acuerdo con un colgado del que te apartarías si te lo cruzases por la calle. Wilson y su casa no eran solo el mejor anuncio antidrogas que jamás habíamos visto, sino una advertencia de adónde podíamos llegar si persistíamos por ese camino.

Ese fue el primer aviso. Aun así, decidimos fumarnos la marihuana. El segundo, al menos para mí, vino días más tarde: otra pregunta más sobre Eva con su amenazante carta de espadas como respuesta, de nuevo el gesto desolado de Lusifel mientras se encendía otro porro. Me di cuenta de que me aburría, que había algo en él que resultaba patético. Con toda certeza, a él le pasó lo mismo conmigo, puede que incluso antes que a mí, porque empezamos a hablar de otros temas después de pasar por encima por nuestros respectivos desamores. En algún momento, yo tuve que marcharme de esa residencia y por fin cambié de psicólogo, y Lusifel se enamoró de otra chica. Nunca volvimos a ver a Wilson.

Sara Barquinero es autora de la novela Los escorpiones (Lumen, 2024).

Archivado En