Al volver a Cynthia Ozick

La mejor escritora estadounidense viva comentó en un capítulo de ‘Metáfora y memoria’ la teoría de que la Mona Lisa en verdad era un autorretrato de Leonardo da Vinci

Visitantes viendo el cuadro de ‘La Mona Lisa’ en el museo del Louvre, en París.Marc Piasecki (Getty Images)

Por fin algo nuevo que decir acerca de la sonrisa de la Mona Lisa. Emmanuel Macron ha anunciado que el cuadro tendrá sala propia en el Louvre y habrá que pagar aparte para verlo...

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Por fin algo nuevo que decir acerca de la sonrisa de la Mona Lisa. Emmanuel Macron ha anunciado que el cuadro tendrá sala propia en el Louvre y habrá que pagar aparte para verlo.

La última vez que leí algo nuevo sobre esa sonrisa fue en Retrato del artista como mala persona, un ensayo en el que Cynthia Ozick comentaba la recién acuñada teoría de que la Gioconda era un autorretrato —Leonardo sin barba— y que su sonrisa no era sino el gesto burlón de un embustero, la broma de un travestido que engañó a todos como niños durante cinco siglos.

Muy bien, decía Ozick, supongamos que hemos desenmascarado un chiste de Da Vinci, ¿tendríamos que reprocharle habernos engañado? Por supuesto que no, puesto que en la propia naturaleza de la obra de arte conviven la invención y el fraude. Ahora bien, esa doble vuelta de tuerca en el engaño, ¿no crea la pregunta de si necesita el artista obrar como una mala persona para ser completo?

Con la pregunta, el ensayo de Ozick se mueve, se desvía levemente de la ruta e inicia su zigzagueo, deja atrás a la Gioconda para iniciar una exploración de la cuestión del compromiso estético opuesto al compromiso moral. Al llegar a este punto, siempre me siento en otra ruta. Es algo que propicia Ozick, para quien la técnica de los cambios de rasante y el serpenteo son algo habitual en sus singulares ensayos. En realidad, no tan singulares, pues si en todos ellos nunca se ocupa de un único asunto, es porque reivindica la recuperación de la libertad de los ensayos genuinos. Y al decir “genuinos” pienso en aquellos que antaño llevaban al lector a viajar y extraviarse por los más diversos laberintos mentales para, al llegar al final, descubrir que el hallazgo del ensayo no estaba en la conclusión, en el desenlace, sino en la riqueza del recorrido.

Metáfora y memoria

Cynthia Ozick
Merdulce, 2016

Este abril Ozick —neoyorquina, nacida en 1928, hija de padres rusos que trabajaban en el Bronx— cumplirá 97 años, y es probable que sea la mejor escritora estadounidense viva. No hay año en el que no vuelva yo a su Retrato del artista como mala persona, incluido en Metáfora y memoria. Con el tiempo, las sensaciones en la lectura han ido variando, pero lo que nunca falla es que siempre me río en el tramo en el que habla de lo “último nuevo” sobre la Gioconda. Después, me angustio cuando dice que los autores de novelas, al ejercer su oficio, descansan sobre “una traicionera red de invenciones que les ayudan a la distorsión”. En este punto siempre temo hundirme moralmente, pero remonto en cuanto la ensayista afirma que quienes logran evadirse de las malas personas son ese puñado de escritores, la mayoría inocentes, que se devoran vivos a sí mismos, como Kafka, o Bruno Schulz (sobre este escribió una novela extraordinaria, El mesías de Estocolmo).

Como todo ahora me empuja a unirme a los inocentes, marcho veloz por una vía estrecha y tortuosa que lleva a una mezcla de bosque, jungla y fondo submarino, donde encuentro a una Cynthia Ozick agazapada, oculta. ¿Qué haces aquí? Sonríe. Como la Gioconda.

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