Isabelle Huppert: un instante teatral extraordinario en Girona
La actriz francesa interpreta en el festival Temporada Alta una adaptación del clásico de Racine ‘Bérénice’, dirigida por el creador italiano de culto Romeo Castellucci
Magnetismo, misterio, fascinación. Todo eso que desprende Isabelle Huppert en una pantalla de cine se amplifica cuando aparece sobre un escenario. La actriz francesa se ha materializado en carne y hueso este fin de semana en el teatro municipal de Girona para representar Bérénice, una versión libérrima del clásico de Jean Racine concebida y dirigida por el ita...
Magnetismo, misterio, fascinación. Todo eso que desprende Isabelle Huppert en una pantalla de cine se amplifica cuando aparece sobre un escenario. La actriz francesa se ha materializado en carne y hueso este fin de semana en el teatro municipal de Girona para representar Bérénice, una versión libérrima del clásico de Jean Racine concebida y dirigida por el italiano Romeo Castellucci, en dos funciones programadas por el festival Temporada Alta. Con el patio de butacas a reventar en la sesión del sábado y el público conteniendo la respiración cada vez que la diva pisaba las tablas, Huppert sirvió algunos instantes teatrales extraordinarios, de esos que quedan enmarcados en la memoria. Sobre todo los 10 últimos minutos del espectáculo, durante los cuales la intérprete entra en una afasia que apenas le permite tartamudear. Ahí es donde vemos la tragedia de su personaje. “Cuando se pierde el lenguaje emerge la conmoción en el cuerpo”, explicaba en un encuentro previo por videollamada con la prensa española Castellucci, que en esta ocasión no ha podido desplazarse a Girona.
Esta Bérénice, estrenada el pasado marzo en París y ahora en gira por Europa, dista mucho del texto que Racine escribió en 1670, basado en la trágica historia de amor entre la reina judía que da nombre a la obra y con el romano Tito, que tuvo que abandonarla cuando se convirtió en emperador en el año 79 porque ella era extranjera. El director italiano ha convertido la obra en un monólogo a la medida de Huppert y ha prescindido de toda acción. En realidad, observa Castellucci, “los tres personajes principales [Bérénice, Tito y Antíoco, enamorado de la protagonista] hablan pero no se comunican. Son tres islas. No sucede nada. Y el antagonista no es Tito, sino Roma. Es el Estado el que impide el amor”. Por eso en esta adaptación aparecen los tres, pero solo habla ella. Los otros dos entran a escena para representar de manera muda la coronación de Tito, acompañados de una decena de figurantes que hacen de senadores.
No podía esperarse otra cosa de Castellucci, cuyos espectáculos nunca discurren por los carriles tradicionales de la representación escénica, sino que se colocan en un cruce donde confluyen la performance, la instalación visual o sonora y las artes plásticas. Su trabajo rompe las reglas de la lógica y nunca es previsible. Es lo que lo ha convertido en un director de culto en todo el mundo.
Tampoco se esperaba de Huppert un trabajo convencional. A sus 71 años, la actriz francesa ya solo escoge proyectos teatrales que le supongan un reto artístico, generalmente dirigidos por popes de la escena internacional (Castellucci, Bob Wilson, Ivo van Hove) y casi siempre explorando personajes situados en el límite de la razón y la locura. En Bérénice asistimos al relato de una mujer al borde del colapso. “Es como caminar sobre una fina capa de hielo bajo la cual hay un abismo”, en palabras de Castellucci.
Nadie mejor que Huppert para encarnar ese estado. Pero no se trata de la típica indagación psicológica: el abismo se expresa a través del cuerpo, la voz, la escenografía y los sonidos diseñados por el músico Scott Gibbons, que tienen tanto protagonismo como la propia Bérénice. Lo cierto es que el espacio escénico es una especie de ente orgánico. Casi se le siente respirar. Está poblado de objetos con vida propia, algunos tan extemporáneos como un radiador, una lavadora, una pelota de baloncesto, unas barras metálicas móviles. No es fácil captar su simbología y por eso el espectáculo resulta por momentos frustrante. Es mejor dejarse arrastrar por la pura experiencia estética.
Durante casi toda la función vemos a la protagonista difuminada tras un telón de gasa y envuelta en una neblina. También eso produce cierta frustración. Y frialdad. Pero finalmente, cuando la tragedia se ha consumado, se produce el colapso. La neblina desaparece, el telón se levanta y el rostro de la actriz se percibe por fin nítido. Es un golpe teatral maestro: es el instante en que el cuerpo sustituye al lenguaje y ella empieza a tartamudear. Después, en silencio, fija los ojos en el público durante unos minutos. Sostener desde el patio de butacas esa mirada de Isabelle Huppert vale por cien horas de teatro.