Crónica de una geografía
El recorrido de la memoria de Francesc Serés es también el de la geografía de Graz a Olot, de Berlín a Zaidín, que es su pueblo, y en todos ellos la inmigración ha sido un hecho natural y obvio, pero casi siempre abandonado
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Hace cinco meses que el bloque de pisos de al lado de mi casa está en obras. Cambian ventanas y aíslan la fachada. Hay operarios húngaros, eslovenos, eslovacos, bosnios, croatas, algún rumano y de vez en cuando un austríaco. Se nota el buen ambiente, hay bromas y chanzas y también encontronazos austrohúngaros, pero nada que impida cumplir los plazos de entrega, el invierno austríaco puede ser muy duro.
Los veo desde mi estudio, hace un año que alquilamos el piso en Graz. Es la segunda ciudad austríaca y está cerca de los Balcanes, lo que explica esta diversidad de procedencias. La ciudad se parece al andamio. Su universidad y sus fábricas atraen gente de toda Europa. Está gobernada, qué cosas, por el KPÖ, el Partido Comunista Austríaco. En contraste, la ultraderecha de la FPÖ ha obtenido unos resultados históricos en la región, rozando el tercio de los votos. En la apacible, ordenada e industrializada conurbación de Graz, ha ganado en 25 de los 36 distritos.
La sorpresa ha sido relativa, solo necesitábamos saber si estábamos hablando de cortos o de medios plazos. Ahora se trata de ver hasta qué punto una sociedad como la austríaca (sustitúyase este gentilicio por cualquier otro) es capaz de vivir sin confiar a los trabajadores extranjeros la protección necesaria para un invierno real o económico o sin importar el talento internacional que llena sus universidades. La victoria era previsible porque esta vez el fenómeno es global y no es la primera vez que pasa en Austria después de la Segunda Guerra Mundial. El recuerdo de Jörg Heider sigue vivo y, además, el contexto geográfico también cuenta. En la vecina Hungría hace años que Orban explota la xenofobia pese a un número irrelevante de inmigrantes en el país, menos de un 2% —como dice un buen amigo de Budapest, publicista: “¿quién va a querer venir aquí con Orban y con un idioma tan difícil como el nuestro? Quienes se quejan de los migrantes deberían vivir en un país al que no quiere ir nadie”. Al sur, en Italia, la Lega Norte ha mutado y en vez de conseguir la independencia de la Padania ha logrado que la extrema derecha de Meloni gobierne el país. Y al norte, en Alemania, las últimas victorias de la AfD fueron como una premonición.
Del norte del centro de Europa al sur del centro de Europa
Mi esposa y yo llegamos a Graz desde Berlín, donde vivimos un par de años. El primer piso que alquilamos estaba en el centro de Neukölln, la zona con más porcentaje de migración. Según las estadísticas, casi la mitad del barrio tiene un origen extranjero y actualmente hay 155 nacionalidades registradas. La mejor comida de Berlín está ahí, los mejores restaurantes y las tiendas más surtidas. Es cierto, también es el barrio más descuidado, con más fricción social y quizás el que sea más fácil encontrar droga en la calle. Es el futuro, que nadie dijo que fuese fácil.
A pocos kilómetros de nuestra calle el contraste era notable. Una de mis aficiones durante esos dos años era subirme al tren con la bicicleta y volver pedaleando a casa después de recorrer Brandemburgo. Llano, húmedo y muchas veces boscoso, es un land de mil caminos en los que es fácil perderse. Los pueblos y ciudades pequeñas están todavía en ese laberinto, siguen intentando recuperar el tiempo perdido durante la RDA. Algunas veces me acercaba hasta Rüdersdorf (un pueblo al sudeste de Berlín) para visitar a un fotógrafo con el que compartimos un proyecto. Fue él quien me dijo que se quería ir del pueblo porque estaba lleno de nazis. Me quedé estupefacto, tanta franqueza por su parte me abrumó. Todavía vive allí, la noche de las elecciones me mandó un mensaje que decía que en Rüdersdorf, AfD obtuvo el 28,9 % de los sufragios. “Berlín no es Alemania”, era —es— una frase recurrente. El multiculturalismo de la ciudad contrasta con la monotonía de Brandemburgo.
Los land que pertenecieron a la RDA están en permanente reconstrucción, hay obras por todas partes y los que se suben al andamio o bajan a las zanjas suelen ser polacos, ucranianos, turcos, rumanos o búlgaros. Recuerdo una portada de Der Spiegel con la pregunta “¿Dónde se han metido?”, en la que unas caricaturas de enfermeras, fontaneros, mecánicos y carpinteros se escondían por los márgenes de la página. Hacía referencia a la ausencia de mano obra. Si la natalidad europea es tan baja y si la necesidad de trabajadores es tan acuciante, si fue Europa quien inició el proceso de colonización, ¿de dónde sale ese miedo al otro? “Es inseguridad personal y colectiva, pero no por la delincuencia: lo que más les jode, es que los necesitan”, decía mi amigo fotógrafo.
Magma y lava
Sigo yendo para atrás en el tiempo. Antes de mudarnos a Berlín, vivíamos en Olot, en el interior de Girona. Yo llegué a la ciudad en 1995, coincidiendo con las primeras y escasas llegadas de migrantes africanos. Con el tiempo, las oleadas de gentes provenientes de Marruecos, el Punjab, Rumania, Ucrania y China se fueron solapando las unas con las otras. La última, la que recoge la llegada de hondureños y colombianos, es la más numerosa. Olot bate récords de empadronamientos; la industria (cárnica, sobre todo), pero también la construcción o los cuidados, actúan como un imán. Hace poco que he alquilado mi piso a un par de hermanos, electricistas, de Bogotá. Estaban haciendo las reparaciones previas para ponerlo en el mercado y su jefe me dijo que ellos podrían ocuparlo.
El piso en el que vivimos en Graz sirvió de consulta en su tiempo a un famoso cirujano de la ciudad, que fue decano de la facultad de medicina, una familia de toda la vida, vamos. Nuestro casero está contento, no tiene queja, recibe puntualmente los pagos de un extranjero, como yo recibo los míos a principio de mes. Supongo que debe haber muchos caseros como nosotros y que hay mucha gente necesitada de electricistas. El jefe de mi inquilino lo acompañó, no quiere perder un buen operario y quiere que viva en buenas condiciones. Otra vez el “dónde se han metido”.
Mientras tanto, en las últimas elecciones al gobierno de la Generalitat, Aliança per Catalunya quedó en tercera posición tras Junts y PSC y recibió casi tantos votos como ERC y CUP juntas. Uno de los vecinos de mi calle, me confesó haberlos votado. Tanto él como su esposa son dos mulas de carga, han trabajado hasta hace poco como autónomos toda su vida y sus hijos no se han comido ni un mes la sopa boba. Ambos tienen la sensación de que los han dejado de lado, que nadie se interesa por ellos. El gobierno se ha olvidado de que existen y las élites culturales les riñen o se ríen de ellos. Es su percepción, claro está, pero algo de cierto hay, también. Se han convertido en una clase media invisible, que siente que ha aguantado el país cuando nadie lo hacía, que ha visto pasar burbujas inmobiliarias, preferentes y pelotazos diversos.
Dejados hasta de la mano del cura
Voy al principio, a mi pueblo. Las primeras migraciones masivas en el Bajo Cinca y en el Segrià se produjeron a inicios de la década de los ochenta. En mi pueblo (1.600 habitantes en aquel momento), llegaron doscientos marroquíes. Era la primera oleada de las que se sucederían durante los años siguientes, provenientes de otros países y en mayor número. Cuando lo recuerdo me parece una ficción, pero es que durante décadas, jamás apareció nadie para preguntar qué estaba sucediendo allí. Durante seis meses al año llegaban cientos de temporeros, pero nunca vimos a nadie de servicios sociales, seguíamos teniendo un solo médico y la Guardia Civil intentaba contener el orden en la medida de lo posible. Estábamos tan dejados de la mano de Dios, es decir, del estado, que es un milagro que casi no hubiese altercados. “Aquí estamos dejados hasta de la mano del cura”, dijo una vez el médico. Creo que durante todo ese tiempo, ante el alud de migrantes, pudo más la sorpresa y la aceleración de los tiempos que la capacidad de reacción. Trabajábamos juntos, eso ayudaba un poco, pero no es suficiente para prevenir lo que pudo haber pasado. Hablar de un milagro no es exagerar.
Tampoco lo es decir que se dejó a su suerte a todos los pueblos de la zona. Los alcaldes se desgañitaban todos los veranos en busca de atención. En vano: la administración y los respectivos gobiernos hacían dejación de funciones y se quitaban de en medio. Desaparecían. Es así, yo estaba allí. Tampoco había grueso teórico, ni artículos en la prensa, ni nada que se pareciese a un debate. Hoy la población de la zona es, más o menos, la de principios de los ochenta, pero la procedencia de su censo no tiene nada que ver con la de entonces, más de un tercio de la población es de origen extranjero. En algunos pueblos se llega casi al 40%.
Don’t start with the good old things but the new bad ones
Uno de los operarios que me ayudó con la mudanza cuando vacié el piso de Olot también votó por Alianza Catalana. Al cabo de un rato de hablar con él pude llegar a un entendimiento más o menos amable sobre la migración (algo es algo), pero era imposible atenuar el rencor que sentía contra los políticos y la nebulosa de articulistas cuyas opiniones acaban llegando a las tertulias. En el fondo, se siente menospreciado, se ha sentido el blanco del desdén y por fin ha tenido la oportunidad de pagarles con una moneda a su alcance. La clase ilustrada lo había tratado de paleto, de racista, no utilizó la expresión White Trash, pero quedaba implícita y él les contestaba con rabia.
Podría haber llenado este artículo con críticas al nacionalpopulismo, a la deriva iliberal, al racismo, al desdén al feminismo o a todo lo relativo a LGTBi, a la criminalización del islam o a la nostalgia del pasado idealizado por los rojipardos. No me hubiese costado nada y hubiese quedado la mar de bien con la parroquia. La mala noticia es que la ultraderecha se ha inmunizado contra estas críticas, los partidos homologados han dejado tantos flancos abiertos que, sin necesidad de demagogia, se pueden ahogar en sus contradicciones. Además, cuando les conviene utilizan a su antojo tanto las políticas migratorias como a los partidos de ultraderecha.
Mi esposa es extranjera, de las que tiene que hacer cola para conseguir la nacionalidad y vivimos esperando en un silencio administrativo doloroso. La esposa de mi hermano también es extranjera. Yo mismo soy extranjero en un país donde la ultraderecha ha ganado. A la vez, provengo de esa clase social, de esos segmentos que se creen abandonados. Mis vecinos no teorizan sobre el fin del contrato social de progreso, mérito y coberturas, no tienen tiempo, han vivido su deterioro. Saben que la escuela de sus hijos no los va a preparar como la que tienen los hijos de los políticos que les riñen, hace tiempo que se han convencido de que no se podrán jubilar a la edad que les dijeron y tienen la percepción (a veces justificada) de que el mundo es más inseguro. No les puedo culpar del todo. El cliché que reza que los hijos vivirán peor que sus padres tiene su vertiente demagógica, pero también su parte de razón. Lo que ha cambiado tiene que ver con algo tan indefiniblemente importante como la confianza, tan evanescente como las expectativas o tan cargado semánticamente como la esperanza.
Hay mucho trabajo que hacer, de ese que no solo no genera aplausos, sino que, además, es arriesgado. Pero no hay atajos. El reconocimiento mutuo, el paso previo al respeto y a la colaboración, a una sociedad plausible, va a necesitar mucho más que políticas tácticas, declarativas o performativas. Ese nicho está ocupado, la ultraderecha se mueve muy bien ahí. Los fórums, las bienales, los festivales y demás fiestas quedan muy bien en los periódicos, pero ya no maquillan la degradación de lo público y lo social, el lugar del reconocimiento y la necesidad de la diversidad. Maestros y médicos, trenes de cercanías puntuales, inversiones en reconversión y en I+D necesitan presupuestos cuantiosos, sí, pero fracasar en esos ámbitos comunes es tan caro que no nos lo podemos permitir. Es lo único que hará que unos y otros, que migrantes y autóctonos entiendan que están en la misma cara de la misma moneda. Trabajar juntos ayuda, pero no es suficiente. Y la cruz es demasiado sombría.
El último libro de Francesc Serés ha sido El món interior. Una història europea (Proa, 2024, traducido al castellano por Manuel Pérez Subirana en Destino).