Los monumentales ‘Gurre-Lieder’ de Arnold Schönberg cierran brillantemente el Festival de Lucerna
Más de 270 cantantes e instrumentistas permiten escuchar en plenitud la grandiosa partitura del compositor austríaco en el sesquicentenario de su nacimiento bajo la dirección de Alan Gilbert
En las dos últimas jornadas de su largo periplo (los conciertos arrancaron hace más de un mes, el 13 de agosto), el Festival de Lucerna ha fijado su mirada con fuerza en Centroeuropa, con obras de Bartók (su Nagyszentmiklós natal, húngaro en otro tiempo, es la actual Sînnicolau Mare rumana), del bohemio Dvořak, de Prokófiev (nacido en la actual Ucrania, en la región de Bajmut, hoy invadida por Rusia) y de Schönberg (vienés de nacimiento, aunque sus padres procedían de las actuales Hungría y República Checa). El concierto del sábado lo dirigió el húngaro Iván Fischer, una de las personas que mejor ejemplifican hoy día los valores de la antigua cultura centroeuropea, de ese “mundo de ayer” rememorado —y llorado— por Stefan Zweig. Nacido en el seno de una familia musical judía (su hermano mayor Ádám es también un famoso director de orquesta), lleva décadas luchando contra viento y marea para hacer música en Hungría –para cualesquiera estratos sociales, para todas las edades– al margen de interferencias políticas, algo nada fácil en un país cuyo primer ministro se llama Viktor Orbán. Fundó su Orquesta del Festival de Budapest en 1983, antes del colapso de los regímenes comunistas, y más de cuatro décadas después sigue paseándola por el mundo como portadora de esencias que parecen ya definitivamente arrumbadas en cualquier otro lugar. Recordaba una gran instrumentista alemana una cena privada en casa de Fischer en Budapest como lo más parecido a un viaje en el tiempo: a maneras, tradiciones y costumbres también irremediablemente perdidas.
Orquesta y director —dos especies en vías de extinción— han traído a Lucerna el mismo programa que tocaron en la Quincena Musical de San Sebastián el pasado 17 de agosto y que comentó entonces Pablo L. Rodríguez para EL PAÍS. La elección de la Obertura sobre temas hebreos de Prokófiev tiene mucho de reivindicación en la Europa actual. También aquí situó Fischer a la arpista Ágnes Polónyi en el centro, justo delante del podio, y el clarinetista Ákos Ács abandonó el atril para tocar de pie, junto al arpa, el comienzo de la sinuosa melodía klezmer que domina la segunda parte de la composición. La obra nació inicialmente para sexteto, en línea con su evocación de un grupo instrumental popular centroeuropeo, y así se estrenó en Nueva York en 1920 con el propio Prokófiev al piano. La orquestación es muy posterior, de 1934, y sorprendió que Fischer prescindiera de la parte de piano, que sigue teniendo una función muy relevante en esta segunda versión y que se encuentra muy presente desde el decimosegundo compás.
Luego salió Patricia Kopatchinskaja (moldava, otro añadido centroeuropeo) con una vestimenta diferente que en San Sebastián y menos deconstruida que otras veces: un amplio y ligero manferlán rojo sobre un sencillo vestido negro. Desprendiéndose de sus babuchas, también rojas, para tocar descalza como acostumbra, se enfrentó a las temibles exigencias técnicas del Concierto para violín núm. 2 de Bartók con su desparpajo también habitual. PatKop (como todos la conocen en el mundo musical) ha construido un personaje que rompe de lleno con los cánones al uso y con los corsés tradicionales de la música clásica. Aparte de tocar el violín, el sábado por la tarde hizo muchas otras cosas sobre el escenario: bailar, saltar, ponerse de puntillas, pasear, agacharse, girarse (a veces 180 grados) y, por supuesto, desplegar un amplísimo repertorio de momos faciales que hicieron las delicias de un público acostumbrado a ver únicamente solistas con caras serias, concentradas y presas de repetidos éxtasis. Por eso PatKop fue feliz este verano tocando (y actuando) en Aix-en-Provence los Kafka-Fragmente de György Kurtág junto con Anna Prohaska, ambas dirigidas por ese gran humorista que es Barrie Kosky. Por no hablar de la dicha que irradia la moldava cuando se disfraza de payaso y canta y recita el Pierrot Lunaire de Schönberg. En Lucerna ha sido tal su frenesí cinético que, pocos compases antes del final del primer movimiento, arremetió contra el atril con tal ímpetu en una de sus cabriolas que su partitura cayó al suelo: siguió tocando de memoria lo poco que faltaba, claro, pero las miradas que se cruzó con el concertino, Daniel Bard, no tuvieron tampoco desperdicio. Fischer, en el podio, mientras tanto, impertérrito, manteniendo la compostura como el perfecto primus inter pares que es y porque sabe muy bien con quién estaba gastándoselas. Y el público, por supuesto, feliz ante semejante despliegue de novedades, algunas de las cuales distraían, ay, de la esencia de la música, una de las más complejas compuestas por Bartók, y mucho menos humorística de lo que pretendía hacernos creer PatKop.
Hasta aquí, digamos, lo externo. Si, cerrando los ojos, se intentaba valorar estrictamente su interpretación, allí hubo literalmente de todo, como en botica. La moldava tuvo arranques geniales (el más emocionante, sin duda, y donde solista, orquesta y director comulgaron casi milagrosamente, los compases finales del segundo movimiento, una muestra delicadísima de orfebrería y poética evanescencia sonora), otros simplemente genialoides (pasajes en los que se adivinaban sus buenas intenciones, pero que tuvieron una plasmación más bien chapucera, como los pasajes que han de tocarse con staccato volante cerca del final del segundo movimiento en los compases 105 ss.) y, quizá lo menos defendible, una tendencia sin duda excesiva a primar las dinámicas leves, por momentos casi inaudibles en una gran sala como la del KKL, sobre los pasajes enérgicos y en fortissimo, también muy frecuentes y necesarios, que el dedicatario de la obra, el gran violinista húngaro Zoltán Székely, tocaba realmente como tales, tal como puede escucharse en su grabación del estreno del 23 de marzo de 1939 en el Concertgebouw de Ámsterdam con Willem Mengelberg.
Iván Fischer, que conoce y admira a la violinista moldava, sabe también que hay que estar muy pendiente de ella, porque se desmanda a las primeras de cambio y es amiga de tocar todo con un aire rapsódico, improvisatorio, lo que a veces no refleja ni la letra ni el espíritu de determinados pasajes. Pero PatKop, con su simpatía natural, con su derroche de expresividad, se mete a todo el mundo en el bolsillo y nadie repara en sus carencias técnicas, en las frecuentes imprecisiones o en la más que laxa traducción de numerosos detalles de la milimétrica partitura. Para aumentar aún más su legión de incondicionales, tocó de propina una bossa nova compuesta por el propio Iván Fischer, parte de una suite de danzas modernas (tango, boogie-woogie, ragtime) concebidas como un homenaje a Johann Sebastian Bach, que compuso danzas muy diferentes. Ahora fue el contrabajista Zsolt Fejérvári, tocando el bajo de una suerte de combo que por momentos contó con el concurso de gran parte de la orquesta, quien ocupó el centro del escenario junto a PatKop, que compartió con él —y con Fischer, por supuesto, un músico integral— los fervorosos aplausos del público.
En la segunda parte, la Sinfonía nº 7 de Antonín Dvořák sirvió para que Fischer, a quien da gusto ver dirigir, impartiera una lección de flexibilidad y, esta vez sí, espontaneidad bien entendida. Con pocos gestos, pero más que suficientes para unos instrumentistas que han crecido con él y que lo siguen prácticamente a ciegas, el húngaro se recreó en la inagotable fertilidad melódica de esta música, logrando que sonase como recién compuesta. Liberado ya del yugo de seguir a una solista imprevisible, extrajo las mejores virtudes de una orquesta que atesora una enorme calidad en todas sus secciones y cuya manera de hacer música parece también más propia de otros tiempos. No hay nada que destacar, porque los cuatro movimientos conocieron una lectura entusiasta, cálida y siempre convincente y emocionante. Fuera de programa, haciendo buenos tanto el viejo adagio de Giuseppe Tartini (“per ben suonare bisogna ben cantare”) como la máxima de su compatriota Zoltán Kodály, para quien la clave de toda buena educación musical consiste en cantar en coro, todos los instrumentistas de la orquesta en pie, si bien debidamente reubicados sobre el escenario, cantaron con perfecta afinación el primero de los Čtyři sbory op. 29 del propio Dvořák, Bendición del atardecer. Por más que la sencilla composición sea mayoritariamente homofónica, ¿cuántas orquestas serían capaces de un logro parecido? Lo dicho: el mundo de ayer. Mientras seguían arreciando los aplausos, los instrumentistas-cantantes (entre ellos la violonchelista madrileña Alma Hernán Benedí, reciente ganadora del Concurso Sándor Végh, que tocó junto a Péter Szabó, el solista de la sección) derrocharon abrazos y hermandad sobre el escenario.
El domingo, tan solo dos días después del sesquincentenario del nacimiento de Arnold Schönberg, el festival eligió para despedir esta edición sus Gurre-Lieder, un honor que el vienés habría celebrado con alborozo. Fue una obra de gestación muy accidentada y reveladora del complejo carácter de su autor: obstinado, idealista, convencido de tener confiada una alta misión que cumplir, víctima de un fuerte complejo de persecución. En los preparativos de su estreno, que se demoraría hasta el 23 de febrero de 1913, participaron muy activamente los dos discípulos cuyos nombres acabarían por unirse indisociablemente al de su maestro: Alban Berg y Anton Webern. Con Schönberg instalado en Berlín (allí redactó ocasionalmente un diario recién publicado por la editorial Acantilado), son ellos quienes se encargaron de copiar, corregir y ensayar la obra con vistas a su primera audición. Berg ya se había ocupado previamente de la preparación de la reducción para voz y piano, un arduo trabajo iniciado incluso antes de que Schönberg hubiera concluido la partitura orquestal. Al propio Berg le confiaría también la editorial Universal otro cometido colosal: un análisis técnico exhaustivo de los Gurre-Lieder. En la primera edición de esta guía, la Groβe Ausgabe de 1913, el minucioso comentario de Berg se dilataba durante más de 80 páginas y contenía nada menos que 129 ejemplos extraídos de la partitura. Posteriormente, un año después, Universal publicó la Kleine Ausgabe de su Gurre-Lieder Führer, de dimensiones mucho más modestas y sin buena parte de la complejísima jerga técnica de la anterior. No es extraño que maestro y discípulo intercambiaran frecuentes cartas entre mayo de 1912 y febrero de 1913, una correspondencia centrada casi exclusivamente en la obra y los preparativos para su estreno.
Como afirma el propio Berg al comienzo de su guía, sería imposible contar con más precisión la génesis de los Gurre-Lieder que como lo hace Schönberg en una carta remitida a su discípulo el 24 de enero de 1913. Y esta es una ocasión más que propicia para recordarlo: “En marzo de 1900 compuse las Partes I y II y gran parte de la Parte III. Luego hubo una larga pausa, rellenada con la instrumentación de operetas. ¡En marzo (a comienzos) de 1901 completado el resto! Luego empecé la instrumentación en agosto de 1901 (impedida de nuevo por otros trabajos, porque siempre he tenido impedimentos a la hora de componer). Retomada en Berlín a mediados de 1901. Luego una larga interrupción debido a la instrumentación de operetas.
Trabajé finalmente en ella en 1903 y terminé hasta circa la página 118. ¡Luego la dejé de lado y la abandoné por completo! La retomé otra vez en julio de 1910. Instrumenté todo hasta el coro final, que fue completado en Zehlendorf [Berlín] en 1911. Creo que toda la composición quedó concluida en abril o mayo de 1901. Sólo el coro final quedó abocetado, pero, sin embargo, las voces más importantes y toda la forma ya estaban allí presentes. En el proceso inicial de composición hay muy pocas indicaciones sobre la instrumentación. En aquella época no escribía esas cosas, porque uno percibe ya el sonido instrumental. Pero, además, aparte de eso, debe verse que la parte instrumentada en 1910 y 1911 presenta un estilo orquestal completamente diferente de las Partes I y II. No tenía la intención de ocultarlo. Por el contrario, es evidente que diez años después orquestaría de otra manera. Al completar la partitura reelaboré sólo unos pocos pasajes. Fueron únicamente bloques de entre 8 y 20 compases, sobre todo, por ejemplo, en la sección de ‘Klaus el Bufón’ y en el coro final. Todo lo demás (incluso algunas partes que hubiera preferido que fueran diferentes) ha permanecido tal y como estaba antes. Ya no habría podido encontrar el mismo estilo y cualquiera que conozca más o menos la obra debería poder identificar sin dificultad esos cuatro o cinco pasajes revisados. Estas revisiones me causaron más problemas de los que me supuso en su día toda la composición”.
Berg subraya esta última frase (“Diese Korrekturen haben mir mehr Mühe gemacht, als seinerzeit die ganze Komposition”), convencido de que, más allá de la pura cronología, en ella se encierra la esencia del mensaje o, al menos, de lo que a él más le interesaba. Berg, que se había encargado asimismo de preparar el índice del Tratado de armonía de Schönberg, publicado en Viena en estas mismas fechas (1911), veía en los Gurre-Lieder la plasmación práctica de las ideas contenidas en la obra teórica, de las que él mismo se había nutrido, y se preocupó de resaltar, por encima de todo, la importancia motívica, y el importante papel formal, de determinados tipos de armonía. Y ese lapso gigantesco de una década entre su comienzo y su conclusión lo interpreta Berg como un indicador del camino recorrido por su maestro. El estreno, dirigido por Franz Schreker, se saldó con un éxito descomunal, quizás el mayor que conoció Schönberg en vida. Aunque un íntimo amigo había criticado duramente la obra en un principio, pues no encontraba lo que consideraba melodías en los Gurre-Lieder, Schönberg no cejó en su empeño de seguir adelante con una música que, más que seminal, como acabarían siéndolo tantas otras suyas, podría tildarse más bien de terminal, por lo que tiene de estiramiento hasta el límite del lenguaje tonal y expresivo heredado de Brahms y, sobre todo, de Wagner: “Decidí no desanimarme. Pero hube de esperar más de trece años antes de que, en 1913, en el estreno de los Gurre-Lieder en Viena, el público ratificara mi tozudez aplaudiendo al final del concierto durante casi media hora”.
En Lucerna, con muchos jóvenes en la sala, se han prolongado durante diez minutos largos, y con todo merecimiento, porque ha podido escucharse una versión absolutamente excepcional, comandada, en la mejor actuación que se le recuerda, por el estadounidense Alan Gilbert. Escuchar los Gurre-Lieder (cuya interpretación exige medio centenar de instrumentistas de viento, cuatro arpas, nueve percusionistas, otro medio centenar de instrumentistas de cuerda, tres coros, cinco solistas vocales y un narrador) es ya, en sí mismo, toda una rareza. Poder disfrutarlos a este nivel roza casi lo milagroso. Director titular de la Orquesta Elbphilharmonie de la NDR, en Lucerna ha demostrado haber estudiado la obra a fondo, y no es fácil, porque el propio Schönberg tuvo que encargar un papel pautado especial (con 48 pentagramas) para dar cabida a todas las voces. Gilbert —siempre relajado— marca lo justo, da todas las entradas importantes, pero deja, sobre todo, que la música siga su curso natural, tanto en los remansos líricos como en los momentos exaltados y de mayor tensión. Simon O’Neill fue un arrojado rey Waldemar, con agudos algo tirantes y claras inflexiones wagnerianas en el fraseo, menos perceptibles en la espléndida y delicada Tove de la soprano sueca Christina Nilsson, de voz y edad ideales para su papel, aunque con una dicción alemana no siempre suficientemente clara. Jamie Barton, otras veces desigual, convenció plenamente como la Paloma del Bosque, una suerte de Waltraute reencarnada, en su extenso monólogo, una de las cimas poéticas de la obra. Muy bien Michael Nagy en su breve intervención como el campesino y demasiado pegado a la partitura el tenor Michael Schade, algo que intentó compensar con los únicos apuntes de actuación del concierto, quizá porque su papel (Klaus el Bufón) se presta especialmente a ello. El legendario barítono Thomas Quasthoff, ya retirado como cantante, fue un narrador muy elocuente, reforzado por una leve amplificación. Schönberg escribe las alturas aproximadas y las duraciones exactas de las sílabas de su parte, en absoluto fácil. Sentado en el centro del escenario desde antes de que el público regresara a sus asientos tras el intermedio, siguió absorto toda la segunda parte y recitó el texto de Jacobsen como si le fuera la vida en ello. En este melodrama se alcanzaron quizá los momentos más intensos del concierto, tanto en el preludio orquestal, extraordinariamente bien planteado por Gilbert, como en el posterior coro final, el primero en el que intervienen las voces femeninas, uno de los amaneceres más extraordinarios de la historia de la música.
Gilbert y sus músicos venían de interpretar la obra en la Elbphilharmonie en el día exacto en que se conmemoraba el sesquicentenario del nacimiento de Schönberg (el pasado viernes). Y con esta misma obra recordó ese mismo día la efeméride del austríaco el Teatro alla Scala con dirección de Riccardo Chailly, el actual director titular de la Orquesta del Festival de Lucerna: mañana martes, el teatro milanés transmitirá el tercer concierto a través de su plataforma televisiva. En una conferencia impartida en Denver el 11 de octubre de 1937, y publicada con el significativo título de Cómo acabas quedándote solo (How one becomes lonely), Schönberg recordó la entusiasta acogida dispensada inicialmente a los Gurre-Lieder en su estreno vienés: “Como de costumbre, después de este tremendo éxito, me preguntaron si estaba contento. Pero no lo estaba. Me sentía más bien indiferente, si es que no un poco enfadado. Preveía que este éxito no tendría ninguna influencia en la suerte de mis obras posteriores. Durante estos trece años había desarrollado mi estilo de tal modo que, para las personas que asistían normalmente a conciertos, parecía no guardar ninguna relación con toda la música anterior. Había tenido que luchar por cada nueva obra; la crítica me había ofendido de la manera más atroz; había perdido amigos y había perdido por completo toda fe en el juicio de los amigos. Y me encontraba solo frente a un mundo de enemigos”.
Y es que Schönberg tenía a los Gurre-Lieder por la “clave de toda mi evolución”. Su condición de obra a caballo entre dos mundos, el tonalmente expansivo de 1900 y el decididamente atonal de 1911, explica sin palabras “cómo habría de surgir todo posteriormente”. Él se tuvo siempre por un artista llamado a cumplir una misión y así lo expresó en un artículo publicado por The New York Times en 1948: “Mi destino me había obligado en esta dirección. No estaba llamado a continuar en el estilo de Noche transfigurada o Gurre-Lieder, o incluso Pelleas und Melisande. El Comandante Supremo me había ordenado emprender un camino más arduo”. Por eso, sabedor de su talento, y hombre de fe, Schönberg concluyó con estas palabras esa misma conferencia de 1937: “Toda mi música se consideró en un principio fea; y, aun así, puede que surja un amanecer como el que se describe en el coro final de mis Gurre-Lieder. Puede que llegue la promesa de un nuevo día soleado en la música como el que a mí me gustaría ofrecerle al mundo”. Con los Gurre-Lieder se cerraba de algún modo su personal celebración del lenguaje romántico, cuya potencialidad expresiva había intentado apurar hasta el último sorbo. Una vez demostrado –más a sí mismo que a los demás– que la tonalidad no daba más de sí, asumió personalmente la decisión de abrir las compuertas a la emancipación de la disonancia y de elaborar las nuevas reglas del juego. Solo que para él el proceso, lejos de ser un juego, se convirtió más bien en un lento y doloroso ejercicio de lo que Carl Dahlhaus, con su habitual perspicacia, denominó su “teología estética”. El Festival de Lucerna de 2024 no ha podido terminar de mejor manera ni homenajear con más sentido al a menudo injustamente vapuleado Schönberg. En el horizonte de la edición de 2025 empieza ya a asomar, gigantesca, la figura de Pierre Boulez, tan vinculado durante años a la ciudad suiza y a su festival, que sigue aún llorando el reciente fallecimiento del que fuera su sucesor, el compositor alemán Wolfgang Rihm.