Días de verano

Aquel verano de... Sara García Alonso: el año del gran cambio

La bióloga molecular, investigadora y astronauta recuerda un viaje a China en 2019 como si fuera una película que ella protagoniza y de la que extrajo importantes lecciones vitales

Sara García Alonso, en la Gran Muralla durante su viaje a China en le verano de 2019.

“La vida es lo que sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes”. Esta célebre frase de John Lennon se ha exprimido tanto que empieza a destilar moralina. Pero puede que la propia planificación de eventos ilusionantes sea en sí misma un disfrute que no haya que menospreciar. Cuando trazamos planes que nos entusiasman, transita por nuestras redes neuronales un mensajero químico llamado ...

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“La vida es lo que sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes”. Esta célebre frase de John Lennon se ha exprimido tanto que empieza a destilar moralina. Pero puede que la propia planificación de eventos ilusionantes sea en sí misma un disfrute que no haya que menospreciar. Cuando trazamos planes que nos entusiasman, transita por nuestras redes neuronales un mensajero químico llamado dopamina, que nos genera bienestar. Sin embargo, este neurotransmisor produce deseo, no placer; vive de la anticipación del futuro, no de la satisfacción del presente; es el motor, no la meta. Como una utopía, está en el horizonte. “Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.

Los veranos son una promesa. Imaginamos destinos inolvidables, planes emocionantes y la satisfacción de abrazar el hedonismo expulsando del jolgorio al sentimiento de culpa. Aquel verano de 2019 no fue el más excitante de mi vida, ni el más lleno de anécdotas jugosas dignas de ser narradas. Sin embargo, me pilló en una encrucijada: cambio de década vital, cambio de etapa académica y cambio de ciudad. Aquel verano, tras meses planificando el camino perfecto para lograr mi objetivo profesional en un mapa sin relieve, cerré los ojos y me limité a dar un paso adelante, sin rumbo definido.

Con la excusa perfecta de visitar a mi pareja, que se encontraba en China por trabajo, compré un billete de avión a una semana vista y sin usar el comparador de precios. China está plagado de joyas de belleza deslumbrante, dignas de ser inmortalizadas en imágenes que compartir en redes sociales. Sin embargo, si las escenas de “La película de aquel verano de 2019″ pasaran frente a mis ojos, ninguno de los fotogramas incluiría esos lugares de ensueño. Porque lo que realmente me cautivó de China no fue tanto su riqueza cultural, sino el choque cultural y lo que me sobrevino con él.

En mi cuento de celuloide se presentarían algunos personajes entrañables, como los anfitriones que en una cena de bienvenida levantaban alegres sus copas, proponiendo brindis en nuestro honor; gesto que se repetiría en lapsos de veinte segundos, hasta que la hospitalidad exacerbada se volvió perturbadora. O el taxista que, tras indicarle que me gustaba la canción que estaba sonando, la reprodujo en bucle durante todo el trayecto. Se intercalarían a gran velocidad fotogramas de otros personajes secundarios, los más de veinte lugareños que se acercaron a tomarse un selfi conmigo, quizá movidos por la curiosidad que les generaba ver a una extranjera de pelo llamativo.

Este montaje acelerado de fotos desembocaría en un gag cómico: una servidora y un perfecto desconocido occidental hacen contacto visual e, identificándose ambos como una extravagancia en Tianjin, se saludan efusivamente en mitad de una megalópolis de casi 14 millones de habitantes, como quien da los buenos días indistintamente en un pueblo de la España profunda. El plano general de la Plaza de Tiananmen haría la transición a un plano detalle de las ubicuas cámaras de vigilancia, los testigos disuasorios de los contrastes de la ciudad. Registrarían imágenes de centros comerciales masivos en lujosos edificios y de negocios familiares en tugurios diminutos; de residentes vestidos con ropajes tradicionales interaccionando amigablemente con vecinos paseando en pijama por las callejuelas de los hutongs.

En una escena más costumbrista, aparecería el puesto callejero donde degusté una brocheta de sepia a la plancha que me provocó la mayor sinestesia gastronómica de mi vida. La imagen del humo de la parrilla se fundiría suavemente con la del humo que emanaba de la boca de una mujer de unos 80 años que le daba una calada a su cigarrillo, mientras me aguantaba la mirada descalza, en cuclillas, en un baño público sin paredes que separasen los escusados. Para darle un toque de surrealismo, habría un cameo de Mariano Rajoy, cuya foto presidía el salón de la fama del restaurante con fama de servir en su salón el mejor pato a la pekinesa de todo Pekín.

La secuencia de cierre incluiría un plano de seguimiento de la protagonista tomando dos autobuses locales, subiendo centenares de escaleras y recorriendo sola varios tramos de la Gran Muralla, el dragón más cabalgado de la mitología china, que no resulta por icónico menos sobrecogedor. Esta película se tendría que visualizar en versión original sin subtítulos, ya que los matices se perderían en la traducción. Porque existen formas de comunicación que van más allá de las propias barreras idiomáticas.

Quizá no fue el viaje más épico, pero me abrió la mente de una forma que no esperaba. Tomé conciencia de lo sesgada que es la visión individual del mundo, tan condicionada por la idiosincrasia, generalmente ligada al lugar de origen. Constaté que no existe un camino perfecto en la vida para lograr mi objetivo, si es que acaso existe el susodicho objetivo. Quizá es una utopía que solo nos sirve para caminar.

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