Días de verano

Aquel verano de... Luz Sánchez-Mellado: el primer y último bañador de mi madre

La periodista recuerda el verano de 2013 en la playa de El Campello (Alicante), el de las últimas veces, después de que su madre pasara un cáncer

Francisca Bonilla Bonilla, en la playa de El Campello (Alicante), en agosto de 2013. Madre de Luz Sánchez-Mellado y cedida.

Cierro los ojos y la estoy viendo. Seria. Regia. Imponente. Elegantísima sin saberlo sentada en una silla de playa de aluminio y loneta cual reina en el salón del trono de su reino. De espaldas al mar y de cara al sol, porque el mar lo tenía muy visto y prefería la caricia del sol en el cutis a esa hora del ocaso en la que todos somos guapísimos por poco agraciados que naciéramos. No era su caso. Nunca la vi más bella. Descalza y desnuda, salvo por un turbante enmarcándole el rostro y un traje de baño negro con un haz de rayos multicolores cruzándole el vientre. Una señora cualquiera. Una muje...

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Cierro los ojos y la estoy viendo. Seria. Regia. Imponente. Elegantísima sin saberlo sentada en una silla de playa de aluminio y loneta cual reina en el salón del trono de su reino. De espaldas al mar y de cara al sol, porque el mar lo tenía muy visto y prefería la caricia del sol en el cutis a esa hora del ocaso en la que todos somos guapísimos por poco agraciados que naciéramos. No era su caso. Nunca la vi más bella. Descalza y desnuda, salvo por un turbante enmarcándole el rostro y un traje de baño negro con un haz de rayos multicolores cruzándole el vientre. Una señora cualquiera. Una mujer única. Mi señora madre, que, el verano de 2013, a los 71 años, estrenó el primer y último bañador que le vi puesto. Un prodigio de andar por casa.

Serían las cinco de la tarde de uno de esos días de agosto en los que se asan hasta las chicharras, cuando se obró el milagro. Íbamos toda la familia en procesión del coche a la playa cuando decidí volver a la carga sin esperanza ninguna. Me quedé rezagada con mi madre a propósito. La metí en uno de esos bazares chinos de la costa donde hay desde cebo de pesca hasta pescado congelado y, con la excusa de comprarle un cuaderno de sopas de letras para entretenerse, la llevé a la zona de bikinis y bañadores y le imploré por enésima vez en mi vida que aceptara que le regalara uno para poder, al menos, abrirse su bata playera y dejarle vía libre a la brisa. Esperaba su habitual estufido por respuesta. Pero, para mi pasmo absoluto, esta vez dijo que sí, que bueno, que vale. Casi me desmayo.

Mi madre odiaba la arena de la playa con pasión de soriana de secano que solo concebía la tierra para ararla. Así que, habiendo parido y criado a cuatro críos en una ciudad con el mar por bandera, y habiendo tenido que llevarlos a la playa por puro mandato materno, de mayor juró que no volvía a pisarla por gusto, y lo cumplió a rajatabla. Pero ese verano era distinto a todos los anteriores. En junio, con un cáncer súbito comiéndole las entrañas, le habían extirpado todo órgano no vital del abdomen, había pasado 21 días con sus noches en la UVI y, cuando, al salir, los médicos le dijeron que estaba limpia del bicho, se puso tan contenta que hizo su maletilla con cuatro trapos y cuatro mudas y dejó, esta vez sí, que sus hijos la llevaran donde quisieran.

Así llegamos a esa tarde en la playa de El Campello de Alicante. Estaba como nunca. La quimio y el quirófano la habían dejado en los puros huesos y, esa delgadez que nunca tuvo revelaba toda la belleza de su calavera de pómulos anchos como sus caderas de paridora nata. Le estaba saliendo, además, una pelusilla blanca, blanquísima, en lugar del pelo castaño oscuro casi negro que tanto le costaba mantener a raya con los tintes, y la camuflaba bajo uno de los turbantes de la quimio, que le daba un aire de diva de cine clásico. Ni siquiera el bañador de los rayos sobre las estrías de los embarazos y el costurón de la cirugía, de maruja, maruja, conseguía restarle brillo. Quise llevarla a la tienda más fina y regalarle otro más bonito, más bueno, más caro. Se negó en banda. Una cosa era estar fresquita y otra cosa era gastar a lo tonto. Lo lavaba ella misma cada noche, a mano, en el lavabo de casa, con una pastilla de jabón que compró al efecto, para ponérselo al día siguiente, recién recogido de la cuerda. Esa tarde, en fin, estaba tan feliz que hasta consintió en ponerse mis gafas de sol blancas de las vacaciones y posar para la pesada de su hija. Se vio guapa en la foto. Yo la vi divina.

Quizá porque no sabía que era el verano de sus últimas veces, o lo sabía y callaba, optó, en vez de darle gusto a otros, como había hecho toda la vida, por dárselo a sí misma. Fueron los últimos días con sus hijos y sus nietos jugando en el halda. Los últimos paseos del bracete por la orilla. Los primeros, y los últimos, baños hasta la cintura con el mar como un plato a la caída de la tarde, cuando mejor está el agua. Las últimas copas de agua de cebada con bola de mantecado en la heladería de siempre. El último arroz a banda con su alioli y su pescado aparte en la tasca marinera. Las últimas sardinas asadas en la parrilla de casa, con el consiguiente pestazo de mil demonios y la escrupulosa limpieza de la campana de la cocina hasta dejarla como para hacer autopsias. Las últimas habaneras y pasodobles en la verbena de turno. El último castillo de fuegos artificiales en las fiestas de moros y cristianos del barrio que estuviera en fiestas. Las últimas compras en el mercadillo de los jueves y los sábados, porque los melocotones y las picotas de huerta no tienen nada que ver con las del súper. Las últimas confidencias familiares con su hermana a sus faldas porque, cuando nosotros íbamos, ella ya había venido y estaba al cabo de todas las calles que creíamos haber descubierto o haberle mantenido ocultas. Ilusos.

Así fue. Ese verano, con la misma austeridad de soriana sobria, seria y seca con la que vivió siempre, la mujer de su casa que llevaba siete años viuda y que, a la vuelta de enterrar al único hombre de su vida, se puso a limpiar los barrotes del balcón porque su marido no iba a resucitar y nadie iba a limpiarlos si no los limpiaba ella, se dejó querer sin dejar de querernos a los suyos con todas sus células. Las mismas que se le habían rebelado meses antes y que no iban a perdonarle la vida.

A la vuelta tuvo un septiembre dulce, dulcísimo. Hasta fue con las vecinas a un concierto de Bertín Osborne, y tarareó el Buenas noches, señora con ellas a la caída del sol del membrillo. Luego vino lo que vino y lo que vino duró poco y fue durísimo, pero siempre recordaré aquel agosto en que mi madre se puso la primera de la fila después de haberse puesto la última toda su vida. Fue uno de los veranos más felices de mi vida, porque lo fue de la suya. O eso quiero creer en mi infinita soberbia de hija egoísta como solo lo son las hijas con sus madres al darlas por supuestas hasta que les faltan.

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