Vivir en un cuadro de Sorolla
Llega el verano y todo de nuevo se pone de pie. La noche llega corriendo y el día pasa del limón al naranja, algo que en el cielo uno estruja como si fuera un trapo, o un zumo, algo que nunca termina
A veces, la vida se parece a eso, a un lienzo de Bonnard, o a uno de Sorolla. El sol chorrea por la ventana. Sobre la mesa, perucos, manzanas y, alrededor, el zumbido de las horas. Y, de pronto, la peste se cuela por las rejillas, asalta las murallas, tumba los torreones. A veces eso pasa, que la vida se deshace como azúcar en el agua.
Dejamos de ser una isla olvidada. Llega el verano y todo de nuevo se pone de pie. La noche llega corriendo...
A veces, la vida se parece a eso, a un lienzo de Bonnard, o a uno de Sorolla. El sol chorrea por la ventana. Sobre la mesa, perucos, manzanas y, alrededor, el zumbido de las horas. Y, de pronto, la peste se cuela por las rejillas, asalta las murallas, tumba los torreones. A veces eso pasa, que la vida se deshace como azúcar en el agua.
Dejamos de ser una isla olvidada. Llega el verano y todo de nuevo se pone de pie. La noche llega corriendo y el día pasa del limón al naranja, algo que en el cielo uno estruja como si fuera un trapo, o un zumo, algo que nunca termina. A veces eso toca, un piano, una música que te recuerda la alegría, esa celebración de estar vivos, tanto y con tanta intensidad que hasta ni la muerte se atreve.
Ella entonces retrocede, se pone de lado. Y, por mucho que cacen, los pitones no alcanzan, ella, la grandullona, se queda lejos. Entonces mirar el mar. El del norte, el del sur, el cálido, el rabioso, el que adquiere la densidad del petróleo, el que clarea con sus labios de cielo, y sus dientes de espuma. Y entonces celebramos la luminosidad de la miel, las tardes que hacen sus romerías, que enseñan sus muslos.
Dejamos atrás la taquicardia de la ciudad, nos adentramos en el verano y brindamos a ese sol que se apaga, que lo hace en nuestro honor, para que le correspondamos, para que nos dejemos morrear por él, a plenos labios. Fuera el tiempo da vueltas, furioso. Ya no importa, porque este verano habrá primerizos, habrá chicas en flor, mozuelos que se amarán por primera, por segundas, habrá para ellos cantos de gallos o de grillos como banda sonora, y la romería no dejará de empezar.
Habrá también cielo estrellado entre los cipreses, lluvia de estrellas, habrá hombres, mujeres que sabrán si han sido peores o mejores, más felices o menos. Fuera el tiempo nos irá buscando, pero no nos encontrará. Unos encontrarán un amor y fundarán un hogar como quien funda una ciudad. Otros dejarán atrás algún ser querido, para siempre, o para nunca. Los muertos no mueren, los llevamos dentro con nosotros. Así que mientras vivimos ellos también viven.
Habrá entonces un verano infinito, feliz, correteando, arriba, abajo, por las callejuelas raquíticas de pueblos que se apiñan las unas contra las otras. La vida tiene a veces esa soledad de primer día del mundo. Pero basta una vez, basta con nadar en una cala, para saber que nada es en vano. Y por muy demediados o incompletos que nos sintamos, está ahí arriba ese cielo azul, respingón, está ese cielo de escote infinito. Y entonces nos miramos como quien siembra solo para probar suerte. Nos miramos con quien escribe una novela de una sola frase. Y la vida es solo eso, un párrafo, un libro entero, una primera frase, que es imposible repetir.
Como escribe Quignard, todas las mañanas del mundo son sin retorno. Ahí está entonces, pues, la primera frase. No hay borrón que valga, no puedes volver a escribirla. Y de ahí salen folios, de la nada, como si fueran cerezos. Pasan entonces los días, y luego los años, y las cerezas van brotando, van trenzando, una explosión de rojos que te comen el corazón. Y así a veces vivimos, un verano, un año, una vida, como en un cuadro de Sorolla. Con la luz dándote en el moflete, dándote esos cachetes que te recuerdan lo travieso que eres por no espabilarte, por no abrir los ojos, y mirarle a la cara a esa vida que te lo da todo, sin pensar, de un solo tirón.