Columna

La generosidad de la filología

A Francisco Rico le debemos algunos libros extraordinarios, que han iluminado sin vuelta atrás nuestro conocimiento de la literatura clásica española

Francisco Rico, en Barcelona en 2007.Gianluca Battista

Francisco Rico es uno de los filólogos fundamentales que ha dado este país en el último siglo. A él le debemos algunos libros extraordinarios, que han iluminado sin vuelta atrás nuestro conocimiento de la literatura clásica española, o de la literatura a secas. Además, concibió y dirigió empresas descomunales, con las que se han educado generaciones de filólogos: la Historia y crítica de la literatura española y diversas colecciones de clásicos editados con esmero maniático. De hecho, para Rico un filólogo es, ant...

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Francisco Rico es uno de los filólogos fundamentales que ha dado este país en el último siglo. A él le debemos algunos libros extraordinarios, que han iluminado sin vuelta atrás nuestro conocimiento de la literatura clásica española, o de la literatura a secas. Además, concibió y dirigió empresas descomunales, con las que se han educado generaciones de filólogos: la Historia y crítica de la literatura española y diversas colecciones de clásicos editados con esmero maniático. De hecho, para Rico un filólogo es, antes que nada, un editor de textos; es decir, el encargado de preservar la tradición literaria y de entregársela al lector en las mejores condiciones posibles, para que éste pueda gozar de ella con plenitud. En este sentido, Rico ha renovado a fondo, y desde varios puntos de vista, los planteamientos de la filología tradicional (lo que significa que ha renovado nuestra forma de leer los clásicos); hace unos años traté de resumir uno de ellos, que sigue pareciéndome básico.

Para Rico un filólogo es, antes que nada, un editor de textos; es decir, el encargado de preservar la tradición literaria y de entregársela al lector”

El filólogo a la antigua usanza excluía toda interpretación de los textos que no se atuviera estrictamente a los datos del contexto; lo hacía por convicción, desde luego —por la certidumbre de que la única interpretación válida de un texto es la que dicta su contexto—, pero cabe también la sospecha de que más de uno lo hiciera por el afán de rentabilizar, mediante el monopolio de la interpretación, el arduo viaje histórico a que obliga la reconstrucción de la placenta de un texto. Por generosidad, pero sobre todo por convicción, Rico desdeña la cicatería de este modo de operar: que yo sepa, en ningún sitio lo ha explicado mejor que en un ensayo titulado Las dos interpretaciones del Quijote, incluido en Breve biblioteca de autores españoles. Allí escribe: “No cabe tildar de anacrónica y falsa toda explicación de un texto no ajustada por completo a las intenciones conscientes del autor o a las convenciones de su época”. Esto no equivale por supuesto a negar la necesidad de que, para entender un clásico, el lector común y corriente lleve a cabo un viaje histórico que, gracias al filólogo, le sitúe en su contexto. Un ejemplo: si un lector aspira a disfrutar como se merece la mejor novela de que hay noticia, al abrir su primera página y empezar a leer (“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”), deberá dejarse guiar por el filólogo y aceptar que —digamos— en esa frase un “lugar” no es un “sitio”, sino una población pequeña, mayor que una aldea y menor que una villa, y que —digamos— “un astillero” no es una factoría de construcciones navales, sino una lancera (es decir, el estante donde se guardaban las lanzas). Ahora bien —prosigue Rico—, una vez desentrañado el significado literal del texto, el lector, tras agradecerle al filólogo los servicios prestados, deberá emanciparse del filólogo, porque sólo a él mismo atañe la interpretación última del texto. En palabras de Rico: mientras en una obra literaria “el ‘sentido’ pertenece rigurosamente a la página (…), ‘el significado’ y el ‘valor’ dependen ineludiblemente de los lectores”. Por eso es igualmente legítimo leer el Quijote como un libro “de burlas” y a su protagonista como un personaje cómico —esto es: como lo leyeron los contemporáneos de Cervantes— que leerlo como un libro “de veras”, convirtiendo así a don Quijote en un personaje heroico, en el “rey de los hidalgos, señor de los tristes” que cantó Rubén Darío —esto es: como tantos lectores lo han leído desde el Romanticismo—. Para Rico, en suma, el significado de un texto depende en exclusiva del diálogo —intransferible, imprevisible también— que se establece entre el lector y el texto, y la generosidad del filólogo consiste en fomentar el milagro cotidiano de que existan tantos Quijotes como lectores del Quijote. No me parece una imprecisión afirmar que, sólo por partir de esta idea —y por haberla llevado a la práctica con extrema competencia— la obra de Rico es ya ejemplar.

Traté a Francisco Rico con asiduidad durante los últimos cuarenta años, pero siempre lo llamé “profesor Rico”, nunca lo tuteé; jamás lo hubiera hecho: por algún motivo, el “usted” propiciaba con él una intimidad que el “tú” nunca hubiera tolerado. Entre 1983 y 1987 fui alumno suyo en la Autónoma de Barcelona, donde tuve profesores muy buenos; ninguno, sin embargo, tan brillante como él: este hombre era capaz de pasarse una hora entera hablando de un par de versos del Libro de Buen Amor, convertidos en un aleph vertiginoso donde confluía toda la cultura universal, desde Horacio y Dante hasta Baudelaire y Jorge Guillén (sin olvidar a Miguel Gila). También trabajé a su lado: nunca he conocido a nadie tan perfeccionista, tan obsesivo, tan meticuloso, tan exigente con todo el que tenía a su alrededor (pero, sobre todo, consigo mismo). Era un excéntrico, y podía ser terriblemente impertinente, pero jamás perdió el sentido del humor: como casi todas las personas que se toman en serio su trabajo, jamás se tomó en serio a sí mismo; de hecho, su lema hubiera podido ser este aforismo de La Rochefocauld (que Sterne evoca en Tristram Shandy): “La seriedad es la máscara que se pone el cuerpo para ocultar la putrefacción del espíritu”. Era un noctámbulo peligroso, y uno podía llamar a su despacho a las cuatro de la madrugada con la seguridad de que podría hablar con él hasta el amanecer: a esas conversaciones telefónicas las llamábamos De consolatione filologiae. En los últimos tiempos, cuando lo atacó la enfermedad, dejó de acudir a su despacho, dejó de contestar el teléfono, dejamos de hablar. La última vez que lo hicimos no acabamos de ponernos de acuerdo sobre si el mejor poema de la literatura española son las Coplas de Manrique o la Epístola moral a Fabio, que termina con un verso que a él le gustaba mucho repetir: “Antes que el tiempo muera en nuestros brazos”. Bueno, profesor Rico, el tiempo ya murió en los suyos; en cuanto a los demás, nos quedan los últimos versos del poema de Manrique: “Y aunque la vida perdió/ dejónos harto consuelo/ su memoria”. El resto es silencio.

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