Broncas, zascas y un profundo amor a la fruta: la teatralización de la política en España
Un ensayo del politólogo Xavier Coller estudia el contraste entre el consenso que permite aprobar tantas leyes y la crispación que los políticos muestran en público
“… Entonces, nace la original teoría de: ‘No soy presidente porque no quiero”. El actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se carcajea durante el pasado debate de investidura (“esta es muy buena…”, musita, descacharrado de risa) y continúa la chanza, ante la ovación de sus diputados durante un buen minuto. Alberto Núñez Feijóo, actual líder de la oposición, que es el objeto de tal hilaridad, ...
“… Entonces, nace la original teoría de: ‘No soy presidente porque no quiero”. El actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se carcajea durante el pasado debate de investidura (“esta es muy buena…”, musita, descacharrado de risa) y continúa la chanza, ante la ovación de sus diputados durante un buen minuto. Alberto Núñez Feijóo, actual líder de la oposición, que es el objeto de tal hilaridad, aguanta el chaparrón impertérrito.
En el mismo debate, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, susurra unas palabras desde el palco de invitados ante un comentario del mismo Sánchez: con un nivel básico de lectura de labios se puede inferir el insulto que le ha propinado por lo bajini. Uno de los gordos. Luego asegurará que en realidad dijo “me gusta la fruta”; y en los días siguientes algunos miembros del PP harán uso del nuevo lema, posando, muy orgullosos, con diversas frutas o regalando cestas de fruta a los militantes.
Es el show de la política, porque la política, o su parte más visible, es eso: un show. “Si el parlamento es un teatro, hagamos del teatro un parlamento”, dice un lema pintado en la sala de teatro Mirador, en el madrileño barrio de Lavapiés. Eso, un teatro. Y la frase no es un brindis al sol, sino que reluce en las últimas investigaciones: es el tema del ensayo La teatralización de la política. Broncas trifulcas, algaradas (Catarata), de Xavier Coller, catedrático de Ciencia Política de la UNED.
La investigación, que ha contado con entrevistas a decenas de políticos, parte de una perplejidad: “Aunque el debate público parecía muy crispado, con crecientes insultos, broncas, hasta escupitajos, resulta que a la hora aprobar leyes había un consenso que parecía no trascender”, explica Coller. La teatralización, según la concibe el politólogo, es el contraste entre ese nivel de acuerdo que se da en la política “invisible”, donde se discuten las leyes a puerta cerrada (en las comisiones y las ponencias, donde los políticos negocian mirándose a los ojos), y la que se escenifica en el parlamento y ante los medios, donde se recrudece la sensación de conflicto, resuelto con frecuencia en el barro.
Es decir: los políticos se llevan mejor y están más de acuerdo de lo que nos quieren mostrar. “Cuando vimos reírse juntos a políticos tan opuestos como Pablo Iglesias, de Podemos, e Iván Espinosa de los Monteros, de Vox, hubo gran escándalo, se habló de traición... Pero debería ser lo normal”, dice el investigador.
En la literatura, suele decirse, el conflicto es esencial, y para que la política enganche (y ahora es el deporte nacional) es también necesario un buen nivel de conflicto, que colabora a la espectacularización que se da en debates televisivos o la parte más fangosa de las redes sociales, donde predomina la llamada cultura del zasca. La teatralización, según ha encontrado Coller, y reconocen sus entrevistados, tiene consecuencias complicadas: el aumento de la desafección y la desconfianza, de la polarización de la sociedad o de la violencia física y simbólica.
Lo nuestro es puro teatro
Las personas solemos representar un papel diferente según el contexto: no actuamos igual en una cena familiar, que en una primera cita o que en una reunión del trabajo, según señaló el sociólogo Erwin Goffman en su obra clásica La presentación de la persona en la vida cotidiana. Coller parte de esta tesis para observarla también en el contexto de la política parlamentaria. “En la política suele operar la cooperación y el conflicto”, señala, “la teatralización es una parte natural, pero no es la única que deberíamos ver”.
Esa representación se da en diferentes ámbitos. Uno es el personal, en el que un político a veces tiene que defender una parte del argumentario de su partido con el que no está especialmente de acuerdo. El efectismo puede hacer que el diputado de turno tenga más visibilidad pública, más minutos de televisión o más seguidores en redes sociales, lo que le ayuda a medrar en el partido o asegurar su puesto en las siguientes listas.
Hay políticos que son excelentes actores. Un caso notable es Gabriel Rufián, de Esquerra Republicana, “probablemente el más dramatúrgico de los parlamentarios”, en palabras de Coller, que presume de no tener pelos en la lengua y que se ha subido a la tribuna con una impresora, unas esposas o unos casquillos de bala, lo que vendría a ser el atrezo de la función. De hecho, a Coller se le apareció el término teatralización cuando la entonces vicepresidenta, Soraya Saénz de Santamaría, le recriminaba a Rufián su “teatrillo” habitual.
En otro nivel, la teatralización sirve para colocar el mensaje, animar al electorado, posicionarse y tratar de pescar votos, y resulta tremendamente atractiva para la esfera mediática y digital, donde se vive una futbolización de la política como entretenimiento, con pasión por los colores en los bandos rivales y lealtades inquebrantables. “El repertorio agrupa las broncas, las trifulcas, las algaradas habituales que reflejan los medios sustentadas en insultos, acusaciones, gestos obscenos, insidias, exabruptos, aspavientos, ofensas, abucheos, zascas, gritos, desprecios, burlas, incluso amenazas o violencia simbólica”, enumera Coller en su texto.
Prueba de violencia simbólica es la reciente declaración de Santiago Abascal, líder de Vox, en la que advirtió que llegaría el momento en el que el pueblo querría ”colgar por los pies” a Pedro Sánchez. Una simbología que se vio replicada en las manifestaciones de ultraderecha en Ferraz cuando los congregados golpearon, la pasada Nochevieja, una piñata con la figura del presidente. Más allá de lo simbólico y de lo teatral se llegó en el pleno del Ayuntamiento de Madrid, cuando un concejal socialista, Daniel Viondi, tocó la cara al alcalde, José Luis Martínez-Almeida, o cuando el portavoz de Vox, Javier Ortega-Smith, le lanzó una botella e increpó al concejal de Más Madrid Eduardo Rubiño. Se llega así a un no reconocimiento del rival.
Negar la legitimidad del adversario
“El pilar fundamental de la Transición fue que la izquierda del antifranquismo concedió legitimidad a los herederos del franquismo que querían reciclarse, y viceversa”, dice Coller. La teatralización llega al punto de no dejar ver al de enfrente como un adversario legítimo. Y en la calle, eso se traduce, por imitación, en la polarización y en la violencia. “Si un parlamentario actúa de manera violenta, aunque solo sea simbólicamente a través de gestos o palabras gruesas, autoriza a sus seguidores a comportarse de igual manera”, escribe el politólogo.
En los últimos años, la sociedad ha vivido una fuerte repolitización, según escribe Ramón González Ferris en otro ensayo reciente (Los años peligrosos, publicado por Debate), y eso ha traído “una paradoja difícil de digerir para un demócrata”: “Aunque en teoría la democracia es un sistema que sirve para encauzar las pasiones políticas, esta, y el entorno mediático que la rodea, han servido para lo contrario, para exaltarlas y descontrolarlas”. Una de las razones es esta dramatización de la conversación pública.
En ocasiones se filtra algo de fair play entre las bambalinas de la crispación. Coller pone un par de ejemplos esperanzadores. Cuando la que era vicalcaldesa de Madrid, Begoña Villacís, de Ciudadanos, dejó el Ayuntamiento, resaltó aspectos positivos de sus rivales y reconoció las buenas relaciones con ellos. “Estas vergüenzas que les acabo de sacar (sepa la prensa, sepa todo el mundo que son verdad, que en el fondo sabemos llevarnos bien) convierten a esta profesión en algo extraño, y eso no es bueno. Convierten a esta profesión en el único oficio en el que nos hablamos mejor a la espalda que a la cara”.
En otro momento, al despedirse del Parlamento Alfonso Candón, el diputado Alberto Rodríguez, de Unidas Podemos, alabó a su adversario político desde la tribuna: “Nunca pensé que iba a decir algo así en esta cámara y menos a un diputado del PP, pero le echaremos de menos, y le diré algo que es una de las cosas más bonitas que se pueden decir: es usted una buena persona y le pone calidad humana a este sitio”.