La hora de pagar por los sueños

‘El mejor programa jamás realizado’ es una metaserie sobre la naturaleza de la fama televisiva

Fotograma de 'The Greatest Show Never Made'

Lo hemos discutido muchas veces: las razones de que el Reino Unido produzca tantos grandes actores (y convincentes estrellas del pop, añado). Quiero decir, más allá de sus métodos de formación y un fértil microsistema laboral. Ahí entramos en el escurridizo campo del carácter británico, que se supone prima la supresión de emociones y, de ahí, la tolerancia ante las ficciones ajenas. Eso quizás explique también la abundancia de embaucadores, desde Gregor MacGregor, que se inventó un país hambriento de inversiones (Poyais, supuestamente en Centroamérica) a ...

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Lo hemos discutido muchas veces: las razones de que el Reino Unido produzca tantos grandes actores (y convincentes estrellas del pop, añado). Quiero decir, más allá de sus métodos de formación y un fértil microsistema laboral. Ahí entramos en el escurridizo campo del carácter británico, que se supone prima la supresión de emociones y, de ahí, la tolerancia ante las ficciones ajenas. Eso quizás explique también la abundancia de embaucadores, desde Gregor MacGregor, que se inventó un país hambriento de inversiones (Poyais, supuestamente en Centroamérica) a Malcolm McLaren (tras lanzar a los Sex Pistols, a pesar de carecer de dones musicales, se recicló en artista discográfico).

Uno de estos asombrosos estafadores, aunque el “reconocimiento” le llegó a posteriori, fue Ronnie Cornwell; su sombra planea sobre toda la obra de su hijo, el escritor John Le Carré. Ronnie pasó temporadas en cárceles de diversos países, pero logró vivir del cuento con audaces fraudes. He recordado su trayectoria mientras veo The Greatest Show Never Made, una serie de tres capítulos disponible en Prime Video. Aquí, el timador se hace llamar Nikita Russian, Nik para los amigos, lo que debería haber despertado sospechas: Nikita fue un éxito de 1985, donde —si hemos de creer el penoso video— Elton John se enamora de una oficial de los guardafronteras de la República Democrática Alemana. Ya.

A lo que vamos: en 2002, los programas de telerrealidad —Gran Hermano, Pop Idol, Supervivientes— arrasan en el Reino Unido. Aparece un anuncio donde retan a potenciales concursantes para ceder un año de su vida, con la posibilidad de ganar 100.000 libras (y la notoriedad consiguiente). Tras un casting, se forman tres teams, cada uno con 10 candidatos. Gente que abandona sus trabajos y, a veces, su ciudad de residencia en pos de “su sueño”. Seguimos las peripecias de un equipo. Citados en un desangelado parque londinense, Nik les explica que no van a estar encerrados en una casa ad hoc: la prueba consiste en vivir por su cuenta y, uh, conseguir un millón de libras.

El alojamiento lo resuelve uno de los miembros, que les invita a su piso. Es Tim, un payaso profesional, que posee una cámara de video donde registra el estupor de sus compañeros cuando comprenden que no van a viajar a un destino exótico —les exigían presentarse con pasaporte— y que deben firmar un contrato despiadado. Saltan señales de alarma: descubren que Nik estuvo empleado en una cadena de librerías y que no le conocen en el canal que supuestamente emitirá el show. Deciden que el reality solo existe en su mente: lo retienen hasta que confiesa ante un equipo del programa London Tonight. No consiguen fama, pero sí cierta infamia: Nik por su farsa, ellos por su ingenuidad. Se desperdigan.

20 años después, se juntan. Una productora de televisión de verdad, legitimada por el dinero de Amazon, ha construido en un estudio una réplica del piso de Tim, con colores saturados, como si se tratara de una fábula. Repasan su experiencia de 2002 y terminan confesando cierto cariño por Nik. Que, después de que una detective rastree sus pasos, también se materializa: como los demás, ha rehecho su vida. Y todos consiguen finalmente su objetivo: protagonizar una serie.

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