El pintor que el mundo necesita: el Rothko más completo y menos conocido llega a París
La Fundación Louis Vuitton inaugura una gran retrospectiva que presta atención a aspectos poco recorridos en la obra del artista, como su etapa figurativa o la relación de su trabajo con el Holocausto
Para ver un cuadro de Mark Rothko (1903-1970) siguiendo las instrucciones del pintor, hay que dar dos pasos en el sentido opuesto al lienzo —o tres, si se tienen los pies pequeños— y alinearse con el centro de la obra como si nos mirásemos en un espejo. El artista aconsejaba colocarse a 46 centímetros de sus lienzos para favorecer la concentración necesaria para entender su trabajo, la inmersión en las ventanas que abría cada cuadro, siempre con vistas a nuestros abismos interiores. Había otras condiciones: las obras debían...
Para ver un cuadro de Mark Rothko (1903-1970) siguiendo las instrucciones del pintor, hay que dar dos pasos en el sentido opuesto al lienzo —o tres, si se tienen los pies pequeños— y alinearse con el centro de la obra como si nos mirásemos en un espejo. El artista aconsejaba colocarse a 46 centímetros de sus lienzos para favorecer la concentración necesaria para entender su trabajo, la inmersión en las ventanas que abría cada cuadro, siempre con vistas a nuestros abismos interiores. Había otras condiciones: las obras debían colgarse casi a ras de suelo, como en el taller de un artista, y con una luz tenue que forzase un silencio sepulcral, como sucedería en el interior de un templo religioso.
“Tenía códigos estrictos, por así decirlo, porque quería que su arte fuera tomado en serio y no como una mercancía. Para él, el arte era esencial en las relaciones entre las personas”, afirma su hijo Christopher. “No quería que sus cuadros fueran solo comercio o un mero objeto decorativo. Vivió con el miedo de que sus obras fueran solo algo bonito que colgar sobre el sofá”. Lo dice sentado en la Fundación Louis Vuitton de París, que acaba de inaugurar una colosal retrospectiva del pintor —la segunda en número de obras expuestas en toda la historia, pero la más importante, según sus responsables—, con 115 pinturas prestadas por 36 instituciones públicas y privadas de todo el mundo, que lucen en el edificio de dimensiones catedralicias que Frank Gehry erigió hace una década en la frontera oeste de la capital francesa.
Sus comisarios son Christopher Rothko, garante del legado de su padre, y Suzanne Pagé, directora artística de esta fundación creada por el magnate Bernard Arnault, gran admirador del pintor (tiene una de sus obras colgada en su despacho; si no se puede ver en esta muestra es porque se encuentra “en proceso de restauración”, según el museo). “Rothko es el artista que necesita el mundo de hoy. Hay pocos que hayan profundizado tanto en las ‘emociones humanas fundamentales’, como las llamaba él. Es decir, la tragedia, la muerte y el éxtasis”, asegura Pagé. “Lo curioso, en su caso, es que lo hiciera a través de un lenguaje de una gran sensualidad. Cuanto más bella es la obra, más nos perturba”, añade. Duncan Phillips, uno de sus mecenas, solía decir que la obra de Rothko generaba “un sentimiento de bienestar ensombrecido, de repente, por una nube”. O una plenitud sensorial envenenada por un aguijón de melancolía. Cada uno de sus cuadros, que aspiran a “la misma elocuencia que la poesía y la música”, decía el artista, reafirma esas palabras.
La muestra recorre toda la trayectoria del artista, desde sus comienzos en la figuración —con paisajes neoyorquinos de los años treinta, llenos de cuerpos escuálidos fundidos con la arquitectura, que parecen la obra de un hombre solitario y perplejo, que observa el mundo a distancia— hasta los cuadros en tonos negros que pintó antes de suicidarse en 1970, pasando por los célebres grandes formatos abstractos con los que se convirtió en un mito viviente de la pintura. E indaga, sobre todo, en los periodos menos conocidos, incluidos los supuestamente menores. A diferencia de otras retrospectivas, la que empieza en París, donde se podrá visitar hasta el 2 abril de 2024, cuenta con obras llegadas de museos regionales y universitarios de Estados Unidos —de Nebraska a Arizona y de Toledo (Ohio) a Utica (Nueva York)—, que tienden a no viajar.
La colección de la familia Rothko está bien representada, a través de las obras más conocidas del llamado periodo clásico —esos grandes lienzos de colores flotantes y borrosos— pero también otras mucho menos famosas, que casi nunca se han visto en público. Por ejemplo, Movie Palace (1934-35), expuesta una sola vez en una galería neoyorquina, retrata el interior de un cine lleno de rostros tristes y deformados, entre manchas de colores que parecen anunciar la abstracción de sus cuadros posteriores, en tonos granates, grises, añiles y pardos.
En la pared opuesta, aparece un retrato de 1936. Rothko se pinta a sí mismo como una esfinge, uno de aquellos monstruos de la mitología griega que despertaban enigmas irresolubles. “Esconde su mirada bajo unas gafas oscuras, su gesto es aburrido e inexpresivo, y el fondo es neutro, como en un retrato de su admirado Rembrandt, al que solía ir a ver al Metropolitan de Nueva York. Parece que no quiere que sepamos nada de él”, analiza su hijo Christopher, que tenía siete años cuando el pintor murió. Rothko odiaba las lecturas en clave biográfica de su obra y, a partir de los cuarenta, prescindió de los paneles explicativos y también de los títulos, prefiriendo bautizar sus cuadros con números o nombres de colores, y borrando así todas las pistas posibles para quien los observara. “Y, sin embargo, es innegable que fue un pintor de su tiempo”, indica su hijo.
La muestra es fiel a esa idea: sugiere, sin aspavientos, que las mutaciones en su obra responden al turbio contexto de la época. Rothko participó en la ruptura con la figura humana propia de su generación artística, la del expresionismo abstracto, aunque no adoptase las soluciones formales de contemporáneos como Pollock o De Kooning. Después de Auschwitz, cuando la poesía parecía obscena, se dejó guiar por la idea nietzscheana de transformar la tragedia en belleza, por la luz interna en los cuadros de Turner o Vermeer, por el uso osado del color en las obras de Giotto. En 1946, da un giro hacia una abstracción “que viva y respire”, en sus propias palabras, llena de manchas de color que tienden hacia la geometría regular, hasta convertirse en rectángulos horizontales de bordes difusos que se superponen en un juego imposible de transparencias, logrado con témperas propias de la tradición medieval.
Rothko fue también una figura de disenso en el mundo del arte, peleado siempre con los críticos, con el mercado y con los coleccionistas. Pese a enriquecerse, tuvo una relación problemática con el dinero y con el éxito. Abandonó el encargo para los murales del edificio Seagram, donde aspiraba a emular los refectorios florentinos de Fra Angelico antes de entender que el lugar iba a ser un refugio para la burguesía neoyorquina. Cedió nueve de esos cuadros a la Tate de Londres, que los ha prestado por primera vez en su integridad para esta muestra. Disponer de un santuario a su medida fue su sueño. Lo logró con el encargo de la colección Menil en Houston, donde erigió una capilla octogonal en los sesenta, cuando ya era una estrella invitada a la investidura de Kennedy y el MoMA le dedicaba su primera retrospectiva consagrada a un artista vivo. Renunció también a un proyecto para la sede de la Unesco en París, que pensaba aunar su obra con la de Giacometti. La Fundación Louis Vuitton lo evoca, como una licencia poética, en una de las salas de la muestra.
Sobre todo, la de Marcus Rothkowitz —su nombre real— es la obra de un artista que no se asimiló en su cultura de acogida, en la que nunca se sintió en casa del todo, como insinúa su hijo. “Fue un eterno exiliado, un tipo inconsolable”, confirma Pagé. Nacido en 1903 en la ciudad rusa de Dvinsk, en la actual Letonia, emigró al Nuevo Mundo a los 10 años con su familia, huyendo de los pogromos. No fue creyente —odiaba la religión desde que su madre le obligó a rezar el kadish, la plegaria judía por los muertos, durante un año entero—, pero en su obra se observa la huella de la cultura de sus padres, el concepto judío de la mitzvá, ese acto bondadoso que pretende curar los males del mundo, y el trauma de presenciar el Holocausto a distancia.
“No fue un hombre religioso, pero sí fue consciente de su herencia judía”, matiza su hijo. “En su tiempo, el mundo se desmorona y las personas viven atrocidades que amenazan con poner fin a la humanidad. Pero, incluso en medio de esos horrores, su pintura sigue siendo un acto positivo. Cada vez que pinta un cuadro, lo hace convencido de que el arte tiene poderes transformadores, al ser capaz de conmover el alma y de restituir así relaciones que han quedado fracturadas”. Lo decíamos al principio: Rothko es el artista que el mundo necesita hoy.