Limpia
Celebro que hayan existido personas capaces de reventar las estructuras más injustas desde el mismísimo centro del dolor
Anoche le robé una galleta a mi hijastro, di un mordisco a una cabeza de dinosaurio y viajé a gran velocidad hasta un convento. Una hermana de mi abuela era monja y los domingos nos entregaba a través de una reja todo lo que iba recolectando durante la semana: lápices, alfileteros, chocolates de bollo, galletas. Comí galletas blandas con olor a celda durante gran parte de mi infancia, me gustaba mojarlas en la horchata que preparaba la abuela, las galletas blandas me parecen un manjar, me transportan a una infancia feliz a pesar del imaginario de campos de sangre y coronas de espinas que la po...
Anoche le robé una galleta a mi hijastro, di un mordisco a una cabeza de dinosaurio y viajé a gran velocidad hasta un convento. Una hermana de mi abuela era monja y los domingos nos entregaba a través de una reja todo lo que iba recolectando durante la semana: lápices, alfileteros, chocolates de bollo, galletas. Comí galletas blandas con olor a celda durante gran parte de mi infancia, me gustaba mojarlas en la horchata que preparaba la abuela, las galletas blandas me parecen un manjar, me transportan a una infancia feliz a pesar del imaginario de campos de sangre y coronas de espinas que la pobló. Los lápices de colores y los libros que conseguía que mi madre me comprara, me mostraban otros mundos posibles. Construí con ellos un refugio que difícilmente se convertía en un valle de lágrimas, un lugar al que siempre regreso cuando vienen mal dadas.
Las galletas de mi hijastro tienen forma de triceratops y no saben a armarito en habitación cerrada. Me parece hermoso que un niño que se quedó sin hambre durante el desayuno me haya regalado este viaje en el tiempo: mi madre todavía es joven, mi padre tiene el pelo negro, con un pequeño y delicado mechón blanco encima de la frente que es como una lengua de gato, y yo empiezo a sentirme incómoda en la ropa con la que me visten. La galleta me lleva al claustro de un convento de un pueblo valenciano, pero el disparo acaba en Colombia, en el libro de memorias de la pintora Emma Reyes. Lo recupero, releo un fragmento y celebro que hayan existido personas como ella, capaces de reventar las estructuras más injustas desde el mismísimo centro del dolor. Qué belleza representa la huida de la huérfana que deja atrás el convento donde estaba siendo explotada y se dirige hacia un futuro desconocido con el sabor de la sangre en la garganta.
Me gusta que me sucedan esas cosas. Me mantienen viva. Llevo unos días releyendo a un autor que entremezcla en sus cuentos la cotidianeidad más insípida con la teoría literaria más estricta. Lo aparentemente banal se convierte en el motivo central del cuento, que crece, se expande y explota en una paleta austera llena de luces y sombras. Con ternura, ironía e inteligencia consigue que la literatura y la vida se entremezclen. Eso es lo que busco en mi pintura.
Cuando mi abuela murió, encontré en la mesita de noche su correspondencia con el abuelo. En las primeras cartas, él está haciendo la mili en Valencia y ella sigue en Sueras, un pequeño pueblo del interior de Castellón. Falta el dinero, y mi abuela se plantea ir a servir a la ciudad, a casa de un médico. La respuesta de mi abuelo la pone en alerta. Mis ejemplares de Limpia, de Alia Trabucco, y Ceniza en la boca, de Brenda Navarro, están manoseados, sucios de tinta de grabado, llenos de marcas. En Limpia, el señor y la señora instalan un piano. “Cuando se dio por satisfecho preguntó si alguien lo quería probar. Dijo ‘alguien’ pero esa palabra no me incluía”, manifiesta el personaje principal del libro de Trabucco. “¿Por qué se fue, todas se van?”, pregunta la protagonista de la novela de Navarro después de que una vecina emigre para cuidar a unos niños que no conoce. La respuesta de otra vecina, mientras ríe, es devastadora: “Pero chica, ¿tú qué te crees, que nos queremos ir porque sí?”.
Pienso en Del color de la leche, de Nell Leyshon, y en una visita que hice recientemente a un colega. Al llegar, me enseñó su casa: abrió las puertas de todas las habitaciones menos de una, la de la empleada interna. Era la caca de otros niños la que aquella mujer limpiaba, y no la de los hijos propios, las galletas con forma de dinosaurio que quedaban en la mesa después del desayuno tampoco eran para sus hijos. Mientras comíamos, no podía dejar de mirar aquella puerta que daba a la cocina. Pensaba que, muy probablemente, una mujer estaba encerrada en su cuarto sin participar de la fiesta que había preparado. Su vida se sucedía en paralelo a la vida que debería estar viviendo.