“Es como si desmontáramos la torre Eiffel”: los ‘bouquinistes’ del Sena rechazan mudarse por los Juegos Olímpicos de París
La policía de la capital francesa sostiene que es necesario trasladar momentáneamente las cajas para asegurar la seguridad de la ceremonia de apertura, que tendrá lugar el próximo verano
Jean-Pierre Mathias, de 76 años, tarda un poco más de media hora en dejar el puesto listo. Antes de ordenar los libros, abre uno por uno los candados de sus cuatro grandes cajas verdes. “Tienen casi 100 años”, explica indignado. “Si se desmontan, será imposible volver a colocarlas”, añade, no muy lejos de la catedral de Notre Dame. Como otros bouquinistes, el nombre por el que se conoce a estos vendedores de libros situados en la orilla del...
Jean-Pierre Mathias, de 76 años, tarda un poco más de media hora en dejar el puesto listo. Antes de ordenar los libros, abre uno por uno los candados de sus cuatro grandes cajas verdes. “Tienen casi 100 años”, explica indignado. “Si se desmontan, será imposible volver a colocarlas”, añade, no muy lejos de la catedral de Notre Dame. Como otros bouquinistes, el nombre por el que se conoce a estos vendedores de libros situados en la orilla del Sena, rechaza que se desmonten los característicos baúles de madera para los Juegos Olímpicos. La prefectura de París sostiene que es necesario para asegurar la seguridad de la ceremonia de apertura, que tendrá lugar el próximo verano en la capital francesa.
La inauguración del macroevento deportivo se desarrollará a lo largo de seis kilómetros sobre el río, entre el puente de Austerlitz y el de Jena, situado justo detrás de la torre Eiffel. Un tramo del Sena que los bouquinistes conocen bien. Llevan más de 450 años en sus muelles, donde venden libros antiguos y de segunda mano, ediciones agotadas, novelas que habían caído en el olvido, así como grabados y estampas. Verdaderos tesoros a los que se accede callejeando, rebuscando entre los cientos de ejemplares que alberga cada una de las cajas colocadas sobre los muros de piedra.
En total, son cerca de 1.000 y pertenecen a unos 240 bouquinistes. Pero parte de ellas, 570, deberán ser desmontadas y trasladadas a otro lugar para la ceremonia que dará inicio a los Juegos Olímpicos, según las autoridades. El anuncio cayó como un jarro de agua fría para los libreros, que temen que se dañe su herramienta de trabajo y ven imposible hacer esa mudanza en menos de una semana.
Aunque las cajas no están fijadas al muro con tornillos sino con zancos colocados de un lado y otro, moverlas puede resultar difícil, entre otras razones, por su peso. Algunas pueden llegar a los 250 kilos, asegura Jérôme Callais, presidente de la asociación que agrupa a 200 vendedores. “Nuestra posición es muy clara: no tocarlas”, sentencia. A él se las construyó su padre.
También hay miedo a quedarse sin trabajo en plena temporada de verano y por un tiempo indeterminado, cuando algunos de ellos apenas se recuperan de las protestas de los chalecos amarillos y de la pandemia.
“Yo estoy dispuesta a cerrar, pero ¿por cuánto tiempo?”, se pregunta Nathalie, una bouquiniste de 59 años que prefiere no dar su apellido. “Hablamos del carisma de París, está bien, aunque para mí representa mi sustento”, explica. En sus cajas hay de todo: desde novelas policiacas hasta libros de cocina. También vende discos y papeles antiguos, como periódicos o facturas viejas. “En los muelles funciona mucho la nostalgia”, cuenta, mientras un joven rebusca entre títulos de Boris Vian, Simone de Beauvoir y Franz Kafka.
El Ayuntamiento, gobernado por la socialista Anne Hidalgo, asegura que las cajas se reinstalarán lo más rápidamente posible tras la ceremonia. También propone renovarlas y trasladar momentáneamente a los vendedores a una zona cercana. Pero las propuestas no convencen. “Somos bouquinistes y una de las características es que estamos al lado del Sena, es histórico”, dice Mathias, que lleva 40 años ejerciendo.
El oficio se remonta al siglo XVI, cuando los mercaderes ambulantes vendían libros y panfletos cerca de los puentes. La profesión se fue reglamentando poco a poco hasta alcanzar un estatuto propio en 1800, bajo Napoleón. Hoy es un trabajo anclado en el imaginario colectivo de la ciudad. “Es como si desmontáramos la torre Eiffel”, asegura Alain Papillaud, un librero jubilado de 74 años.
Su puesto, con muchos libros para niños, está enfrente de la Academia Francesa. Asegura que vende cerca de 1.000 libros y que a sus cajas no solo acuden turistas, sino también coleccionistas en busca de ediciones específicas. Para tratar de aportar su granito de arena, cuenta que decidió escribirle a Brigitte Macron, la esposa del presidente, a través del formulario puesto a disposición en la web del Elíseo.
“Las cajas son parte de nosotros”
Los bouquinistes no pagan renta ni impuesto para poder vender en el espacio público, pero deben respetar una serie de reglas. Una de ellas es abrir al menos cuatro días a la semana. Otra afecta a las preciadas cajas, cuyas dimensiones están estrictamente reglamentadas desde 1930. No pueden superar los dos metros de largo. Y la cubierta, siempre abierta, no debe superar más de 2,10 metros contados desde el suelo. La idea es que no obstaculicen la vista, aunque ya formen parte del ADN de París. Y en algunos casos, de los propios vendedores.
“Las cajas son nuestras, son parte de nosotros, son personalizadas”, aclara Mathias, que antes de llegar a París solía trabajar como profesor de filosofía. “Las mías son extraordinarias”, continúa, mientras señala algunos detalles, como los ganchos que cuelgan de la parte superior. Cada baúl es diferente. Los hay con toldos o sin toldos, nuevos, más viejos, pintados de verde oscuro, otros un poco más claros, dañados o totalmente renovados. Es parte del encanto, coinciden los bouquinistes.
El puesto de Mathias tiene también algo que no todos tienen: un banco justo enfrente. Parece un detalle, pero no lo es. En él conversa con algunos de sus clientes, con amigos que pasan a verlo o simplemente descansa entre una venta y otra, siempre con vistas a sus cofres verdes y rectangulares. Su trabajo, explica, no solo consiste en vender, sino en crear vínculos.
“Estamos cada vez más en una sociedad de imágenes y vídeos, se han convertido en el espacio de intercambio”, reflexiona. ”Tendríamos muchos menos problemas si las personas, entre ellas, tuvieran un verdadero contacto”. Él, con la excusa de la venta, trata de ampliar ese espacio. Y explica a los que pasan por allí por qué no se quieren mover.