Marc Augé, más allá del no-lugar
La obra del estudioso, fallecido a los 87 años, era ya instrumento habitual para contemplar el presente a partir de una manera antropológica de dar con las cosas
Siempre resulta complicado responder cuando alguien te pregunta qué es la antropología. Una forma de salir del paso es compararla con la sociología. La sociología estudia la sociedad; la antropología estudia las sociedades. Seguramente habrá colegas dispuestos a matizar, pero al menos la aclaración sirve para establecer que una de las singularidades de la antropología es la aplicación del método comparativo al conjunto de la experiencia social humana. Dicho de otro modo, las sociedades humanas se entienden descubriendo en ellas inercias y repeticiones de otras sociedades en otros...
Siempre resulta complicado responder cuando alguien te pregunta qué es la antropología. Una forma de salir del paso es compararla con la sociología. La sociología estudia la sociedad; la antropología estudia las sociedades. Seguramente habrá colegas dispuestos a matizar, pero al menos la aclaración sirve para establecer que una de las singularidades de la antropología es la aplicación del método comparativo al conjunto de la experiencia social humana. Dicho de otro modo, las sociedades humanas se entienden descubriendo en ellas inercias y repeticiones de otras sociedades en otros sitios y en otros momentos. Ello implica, por ejemplo, que para entender nuestro mundo es indispensable haber entendido, en lo posible, alguno de esos otros mundos que están en este.
Esa era la definición que Marc Augé proponía de la antropología: “La antropología es el estudio del hombre en general” (¿Qué es la antropología?, Paidós). Lo escribía ese Marc Augé que nos dejó el pasado lunes, a los 87 años. Su obra era ya instrumento habitual para contemplar el presente a partir de una manera antropológica de dar con las cosas. Ejemplos eran las reflexiones que nos había aportado sobre diversos aspectos de la sociedad occidental contemporánea, fueran generales —el turismo, la memoria, la movilidad, la vejez, la ficción— o bien concretos, como sus elogios a los bistrós, a la bicicleta o a una película: Casablanca. También había dado a pensar sobre los grandes procesos de globalización y sus efectos. Por citar ediciones o reediciones recientes en español: El viaje imposible, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, Las formas del olvido, La guerra de los sueños, El porvenir de los terrícolas…, todos publicados por Gedisa, más Las pequeñas alegrías y La condición humana (Ático de los libros).
Marc Augé ya era un maître à pénser, un académico que había trascendido los confines de la Academia para convertirse en un intelectual reputado, por supuesto discutido, incluso conocido. Ahora bien, sus virtudes como fuente de pensamiento encontraban —volviendo al principio— su originalidad y su legitimidad en que procedían de su proximidad prolongada con sociedades lejanas que conoció a fondo.
Fue profesor de antropología en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París y su director durante 10 años (1985-1995); dirigió un buen puñado de investigaciones desde el CNRS francés. Pero, sobre todo, antes de devenir intelectual, fue africanista discípulo de Georges Balandier, que llevó a cabo estudios etnográficos sobre acusaciones de brujería, fetichismo, enfermedad, parentesco y profetismo en sociedades en Costa de Marfil y Togo en la segunda mitad de los años sesenta. De ahí libros como Le Rivage alladien, Théorie des pouvoirs et idéologie o Le dieu objet. De ahí también materiales teóricos profundos sobre antropología simbólica y de la religión, exhibidos, entre otras obras, en El genio del paganismo (Muchnik).
Es en los años ochenta cuando Augé gira su atención sobre las lógicas sociales y su transformación a su propia sociedad y pasa a observarlas ya no en paisajes culturales remotos, sino en París, en las correspondencias del metro o paseando por un popular parque. De ahí dos excelentes incursiones en la antropología urbana: Un etnólogo en el metro y Viaje por los jardines de Luxemburgo (ambos en Gedisa). A esas dos obras se le añade otra desde la que pone en circulación, casi populariza, un concepto: el no-lugar.
Pocas nociones han tenido más éxito entre las procuradas desde la antropología que la de no-lugar, manejada asiduamente por estudiosos de la vida urbana para etiquetar algunos de sus escenarios más detestables, fríos y sin personalidad: las habitaciones de los hoteles, los cajeros automáticos, las superficies comerciales, las terminales de los aeropuertos, los hipermercados, etc. La celebridad del no-lugar encontraría su explicación en su capacidad para expresar la imposibilidad de determinados espacios de la sociedad-mundo actual de ser puntos de referencia para cualquier identidad, como lo son el hogar, el barrio, los límites del pueblo, la plaza pública, la iglesia, el monumento histórico. El no-lugar niega la posibilidad de un orden de nexos humanos duraderos. Insensato, irreconocible, por él pululan o recalan individuos solitarios, desafiliados, indistinguibles.
Marc Augé no dudaría en compartir la convicción de que las grandes ciudades se han convertido en su totalidad en no-lugares, en la medida en que han ido desapareciendo de ellas espacios singulares de sociabilidad, se repiten en sus calles unos mismos establecimientos comerciales y los criterios arquitectónicos que se le aplican producen paisajes idénticos unos a otros. Los propios no-lugares se imbrican, de manera que las estaciones de servicio están diseñadas y organizadas igual que los aeropuertos o los supermercados. La proliferación de imágenes televisivas, el ciberespacio y la telefonía móvil han agudizado todavía más esa deriva y están generando un no-lugar virtual planetario del que ya parece imposible escapar.
Curioso que Marc Augé haya alcanzado la fama a partir de una idea que ni es suya ni nunca pretendió que lo fuera. En Los no-lugares ya reconoce la deuda con Michel de Certeau y la noción ya había sido usada antes por otros autores —Augoyard, Derrida, Duvignaud, Blanchot—, que la emplean para nombrar otras cosas. Para definir, por ejemplo, no un lugar de paso, como Augé, sino el paso por un lugar. O para nombrar no espacios sin emoción, como Augé, sino sitios en ningún sitio parecidos a aquellos en los que estamos cuando pensamos. O en los que se asienta lo que no tiene ni puede tener asiento: el infinito, lo absoluto, la nada, el deseo o Dios. En cualquier caso, lo más probable es que, en estos momentos, Marc Augé ya haya llegado a ese no-lugar que nos aguarda a todos.