Guionistas y dibujantes denuncian pagos ínfimos y malos tratos bajo el lema “Los cómics me quebraron”

Decenas de artistas, incluidos nombres como Neil Gaiman o Kurt Busiek, comparten en la red las tarifas que cobran, las difíciles condiciones de trabajo o los problemas de salud padecidos

Un hombre observaba el escaparate de una tienda de cómics, en marzo en Londres.Mike Kemp (In Pictures / Getty Images)

En sus viñetas, siempre aparece alguna manera de salvar el mundo. La llegada de un héroe en el último segundo. El plan de un villano que fracasa. Cualquier giro inesperado de guion. En la historia de sus vidas, sin embargo, nunca cambia nada. Y se han cansado de esperar que alguien acudiera a su rescate. Así que decenas de escritores y dibujantes de tebeos, incluidas firmas como Neil Gaiman o Kurt Busiek, han empezado a denunciar públicamente el maltrato económico y los prob...

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En sus viñetas, siempre aparece alguna manera de salvar el mundo. La llegada de un héroe en el último segundo. El plan de un villano que fracasa. Cualquier giro inesperado de guion. En la historia de sus vidas, sin embargo, nunca cambia nada. Y se han cansado de esperar que alguien acudiera a su rescate. Así que decenas de escritores y dibujantes de tebeos, incluidas firmas como Neil Gaiman o Kurt Busiek, han empezado a denunciar públicamente el maltrato económico y los problemas, incluso de salud, que dicen sufrir debido a las condiciones que les imponen muchas editoriales, empezando por colosos como Marvel o DC. En común tienen el hartazgo, las ganas de cambiar las cosas y la etiqueta que acompaña sus cientos de mensajes en redes sociales: #ComicsBrokeMe. Es decir, “los cómics me quebraron”. En todos los sentidos.

El reciente fallecimiento del artista Ian McGinty, de 38 años, cuyas causas no han sido difundidas, parece haber encendido la mecha. Algunos han insinuado que la presión laboral pudo contribuir a llevarle al límite, o desde luego no le ayudó. Pero lo cierto es que su muerte abrió la caja de Pandora: pagos infinitesimales, contratos abusivos, depresión, indigencia, largos ingresos hospitalarios, infinitas batallas legales. Nombres más o menos prestigiosos se han puesto a desvelar los demonios que les atormentan desde hace años, con cifras incluidas. Y, desde EE UU y sus sellos más célebres, la pelea ha llegado hasta otros países, España incluida.

David Lasky, por ejemplo, ha contado que, para los tres años y medio que Frank M. Young y él estuvieron trabajando en La familia Carter: no olvides esta canción, obtuvieron un adelanto de 19.000 dólares, a repartir entre los dos. Ganaron un Eisner, los Oscar del cómic. Pero nunca llegaron a publicar una secuela. ¿Por qué? “Tras terminar el libro, estábamos en bancarrota. Yo tuve que volver a trabajar en una panadería. Mi coautor se convirtió en un sintecho durante un tiempo”, escribió en Twitter. Hace tiempo que los artistas lamentan ser la última rueda de un coche que avanza a velocidades nunca vistas gracias a sus ideas y talento. Tanto como para poner en duda la repetida certeza de que la novela gráfica atraviesa una nueva edad de oro.

El lector disfruta de más lanzamientos que nunca, con calidad media y variedad en constante aumento. El autor, sin embargo, ve cómo la tirada media se reduce. Y cómo esa constante oleada de novedades echa enseguida de las estanterías la obra que tanto trabajo le ha costado sacar. Unos pocos libros —y cómics— arrasan. Pero la gran mayoría se mueve en la línea de flote, a menudo por debajo. Y sus creadores suelen obtener en torno a un 10% del precio de esas escasas ventas, frente al 60% que llega a quedarse en la distribución. “Cuando empecé, en 1987, DC Comics me pagaba 40 dólares por página, para un tebeo de 24. Hoy, cada una tiene un valor de entre 120 y 160 dólares”, escribió Gaiman, creador de The Sandman y uno de los autores más respetados del sector, en Twitter. Y agregó: “Cómo alguien sobrevive con las actuales tarifas por página me deja helado”.

Aficionados disfrazados de sus héroes favoritos de Marvel y DC, en un festival de cómics en Kuala Lumpur, Malasia, el 22 de diciembre de 2019. LIM HUEY TENG (Reuters)

“Mal”, parece ser la respuesta más habitual a la pregunta de Gaiman. “Lo primero que debatimos fue si la propia etiqueta estaba bien escogida. El problema no es el cómic, sino las empresas detrás”, reflexiona Héctor, secretario de organización del sindicato del sector artístico español Segap, que omite su apellido para protegerse. Y profundiza: “No nos podemos quedar con un único actor de la cadena. Cuando hay editoriales que dicen que tienen poco margen tampoco es que mientan. Pero sabemos que grupos como Planeta pueden apretar más que un sello pequeño. ¿Y es lógico que la distribución se lleve mucho más que el autor?”. De ahí que Segap defienda un aumento del porcentaje sobre la venta para el creador, así como la unión sindical de los artistas y su lucha laboral, en lugar de organizaciones donde estén mezclados con los empresarios. Más a largo plazo, piden un trato horizontal para todos los protagonistas del sector y un salario mínimo interprofesional para autónomos, la categoría profesional de casi todos los dibujantes y guionistas. “Si no, te pueden pagar dos euros la hora y que sea legal”, apunta Héctor. Mientras, reclaman al menos unas tarifas mínimas fijadas por ley.

Su visión es compartida por Cartoonist Collective, una organización de EE UU volcada en mejorar la vida de los creadores. “El hecho de que trabajar en los tebeos se considere mayoritariamente para autónomos está planeado adrede: limita el acceso a los beneficios de la Seguridad Social e inhibe a los artistas para juntarse”, afirmaron en un comunicado. De ahí que, estos días, los autores se hayan unido bajo el lema #ComicsBrokeMe. Y, con esa etiqueta, Segap apunta hacia editoriales como Planeta, Norma o Panini, sus tarifas (se cita un pago de ocho euros por página) o el reparto “injusto” de las subvenciones públicas que reciben. Héctor aclara que sus números proceden de las denuncias de varios autores que ellos tutelan con el anonimato. Este diario intentó contrastarlos con los sellos citados pero recibió respuestas parecidas: no comentan contratos y acuerdos privados.

Muchos creadores, en cambio, han decidido airearlos. Y basta una búsqueda improvisada en internet para encontrarse testimonios con nombres y apellidos. El colorista Chris Sotomayor, por cuyos lápices han pasado mitos de Marvel como Capitán América o La Patrulla X, explicó que el “exceso de trabajo” le costó ansiedad y una hospitalización de tres semanas. “Y cuando salí mi editor me despidió, a pesar de que había entregado el material antes de mi ingreso”, agregó. Y la realización de Leñadoras, celebrada novela gráfica ganadora de dos Eisner, recibe el ataque de hasta dos artistas distintas: una de sus dibujantes, Anne Marie Rogers, rememora que trabajar nada más levantarse y continuar hasta regresar a la cama no le bastó para cumplir con las fechas de entrega fijadas, ni para mantener su participación en el proyecto. Y la colorista Maarta Laiho recuerda recibir 25 dólares por página y que, en otro proyecto, se le exigió colorear 200 páginas en dos meses. Dijo que la tarea le dejó dolores en el brazo, pero ningún derecho de autor.

La actriz Florence Pugh, en la piel de Yelena Belova, en la película 'Viuda negra'.

He aquí otro asunto que muchos artistas ya no están dispuestos a asumir. Porque cada vez más, desde que los héroes de Marvel y DC dominan también el cine, sus creadores ven que las cifras millonarias en taquilla en absoluto se reflejan en sus bolsillos. La guionista Devin Grayson y el dibujante J. G. Jones creían que su contrato les garantizaba unos 25.000 dólares cada uno por la aparición en la película Viuda negra de Yelena Belova, personaje que idearon en los tebeos. Recibieron, sin embargo, una quinta parte. Aunque su batalla, recogida por The Hollywood Reporter, sirvió para destapar un sistema entre confuso, voluntariamente ambiguo y opaco, donde el artista tiene casi siempre las de perder. Y apenas consigue un beneficio si el héroe o la trama que inventó triunfa cines de medio mundo. Junto, a menudo, con la obligación de coserse la boca. En la industria, ese pago se ve como un agradecimiento más que un deber, según relataban varias fuentes a la revista.

Al fin y al cabo, desde sus propios orígenes el modelo de negocio ha sido criticado por los creadores: Jerry Siegel y Joe Shuster vendieron por apenas 130 dólares el personaje que pudo cambiar sus vidas: Superman; Bill Finger y Jack Kirby —y sus herederos— lucharon durante años para verse reconocidos como cocreadores, respectivamente, de Batman e iconos como Los Cuatro Fantásticos. Hace apenas unos días Neal Kirby, hijo de Jack, lamentaba en un comunicado que el documental Stan Lee, recientemente estrenado en Disney +, vuelva a infravalorar la importancia de su padre para inventar a los grandes mitos del cómic. Y todavía, a día de hoy, cuesta identificar en los taquillazos en la gran pantalla, o en parques de atracción como Eurodisney, alguna referencia clara a que tan idolatrados héroes nacieron de un artista y una página impresa. Con excepciones, eso sí, como el filme Spiderman: cruzando el multiverso.

En general, “los creadores que trabajan para Marvel y DC firman contratos por encargo, que garantizan a los editores la propiedad de los personajes y las tramas”, escribía The Hollywood Reporter en otro artículo sobre esos casos. Y apuntaba que, mientras se antoja fácil identificar y compensar a los padres de un personaje que aparezca en un filme, el asunto se complica aún más con los argumentos. En el rodaje de El caballero oscuro, de Christopher Nolan, el actor Cristian Bale acudía una y otra vez al cómic El largo Halloween para inspirarse. ¿Deberían sus autores, Jeph Loeb y Tim Sale, haber recibido algo? La pregunta queda en el aire. Igual que otras muchas. El futuro es una viñeta en blanco. Los artistas solo piden que no se dibuje igual que siempre.


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