Muere Glenda Jackson, actriz y política británica, a los 87 años
Temida por una lengua feroz, es una de las 24 personas poseedoras de la llamada triple corona de la actuación: Oscar, Emmy y Tony
La actriz británica Glenda Jackson ha muerto a los 87 años tras una prolífera trayectoria que le reportó la llamada triple corona de la actuación, los premios Oscar, Emmy y Tony (los dos primeros, en más de una ocasión), y en la que se atrevió incluso con la política, acumulando 23 años como diputada laborista en el Parlamento de Reino Unido. Poseedora de una lengua mordaz, ética estajanovista y personalidad extraordinariamen...
La actriz británica Glenda Jackson ha muerto a los 87 años tras una prolífera trayectoria que le reportó la llamada triple corona de la actuación, los premios Oscar, Emmy y Tony (los dos primeros, en más de una ocasión), y en la que se atrevió incluso con la política, acumulando 23 años como diputada laborista en el Parlamento de Reino Unido. Poseedora de una lengua mordaz, ética estajanovista y personalidad extraordinariamente austera, los numerosos reconocimientos acumulados durante décadas de carrera nunca le importaron y, siempre que tuvo la oportunidad, declaró que, para ella, el mejor galardón era el trabajo.
Jackson falleció en su residencia del sureste de Londres tras una “breve enfermedad”, según su agente, quien confirmó que, pese a su salud, la intérprete había logrado completar recientemente el rodaje de The Great Escaper, que verá la luz a final de este año y en el que trabajó junto a Michael Caine (90 años). Su prestigio interpretativo solo puede compararse a la temible reputación que, para su estupor, inspiraba su carácter indómito, su punzante verborrea y su determinación a decir abiertamente lo que pensaba. En sus últimos años trató de desmontar el mito de su ferocidad, subrayando que jamás había buscado la confrontación y que su único interés era el trabajo, pero décadas de afiladas declaraciones y su reticencia a morderse la lengua habían forjado la leyenda.
Hija de un albañil y de una limpiadora, la actriz que encarnó a monarcas reales y ficticios, desde Isabel I hasta el rey Lear, de William Shakespeare, vivía desde hace 15 años en una pequeña casa debajo de la de su único hijo, el comentarista político Dan Hodges, con quien reconoció que discutían cada noche, dada la brecha entre la ideología conservadora de él y la afiliación de izquierdas y republicana de su madre. Ganadora de dos Oscar (por Mujeres Enamoradas, en 1969, y Un toque más de clase, en 1973), ni se molestó en acudir a la ceremonia de entrega, con la excusa de que estaba trabajando, y nunca quiso entrar en el juego de Hollywood, consciente de que su apariencia, su causticidad y los personajes que aspiraba a encarnar no se ajustaban a los cánones de la industria. “Si soy demasiado fuerte para algunos”, llegó a decir, “es su problema”.
Ella misma reconoció que su carácter se había forjado durante una infancia complicada en una de las áreas más deprimidas al noreste de Inglaterra. Aunque su madre había elegido su nombre por la actriz Glenda Farrell, su llegada a la actuación, según admitió, fue más producto del aburrimiento que por vocación. Abandonó la escuela a los 16 años y, tras pasar dos trabajando en la sección de laxantes de una cadena de farmacias, el hoy gigante británico del sector Boots, siguió el consejo de una amiga de unirse al grupo amateur de teatro de la YMCA, la organización juvenil de origen cristiano, donde su talento no pasó desapercibido.
Fue ella quien escribió a la reputada RADA (siglas en inglés de la Real Academia de Arte Dramático), única escuela de la que había oído hablar, y años después contaría que, tras superar las audiciones, el centro le dijo que, si tuvieran la posibilidad, le darían una beca. “El jefe de Boots escribió al ayuntamiento, que me dio una beca y, así, pude estudiar en la RADA”, contó. Su primera gran oportunidad le llegó en los escenarios, un año después de unirse a la Royal Shakespeare Company (RSC) en 1964, con su participación en la adaptación que Peter Brook hizo de Marat/Sade, de Peter Weiss, que sería transferida a Broadway y, en 1967, a la gran pantalla, dirigida por el propio Brook.
En el primer tercio de los setenta, llegarían sus dos Oscar, el primero gracias a su fecunda relación profesional con el director Ken Russell, con la adaptación de la novela de DH Lawrence Mujeres enamoradas, notoria por las escenas de desnudo que Jackson compartió con Oliver Reed. El también actor británico había intentado apartarla del proyecto, por no considerarla lo suficientemente guapa, pero posteriormente diría que actuar junto a ella era como “ser atropellado por un camión”.
Fue en ese período también cuando encarnó a Isabel I en la serie de la BBC Isabel R., por la que recibiría uno de los dos Emmy que le reportó su interpretación de la llamada Reina Virgen. Fiel a su intensa entrega a los personajes, Jackson se afeitó la cabeza para facilitar el maquillaje que requería un rol que abarcaba la transición de la monarca británica desde sus años de princesa a los últimos de su vida.
Tras recolectar su segundo Oscar por Un poco más de clase, donde la química con George Segal era evidente, se centró fundamentalmente en el teatro: regresó triunfalmente a la RSC para asumir el personaje que da título a la obra Hedda Gabler, de Henrik Ibsen, bajo la dirección de Trevor Nunn, quien también se encargó de la adaptación cinematográfica. Y 20 años después de su debut en Broadway, volvió a tener a Nueva York a sus pies en Extraño interludio, de uno de los clásicos de la dramaturgia norteamericana, Eugene O’Neill, un reto que suponía cada noche para Jackson cuatro horas en el escenario. El premio Tony, sin embargo, se le resistiría hasta 2018, cuando, a los 82, años, lo obtuvo por Tres mujeres altas, de Edward Albee, lo que la convierte en una de las 24 personas que poseen la triple corona de la actuación.
Su extraordinario legado como actriz resulta más insólito todavía teniendo en cuenta el parón que, a los 56 años, con dos Oscars, otros tantos Emmys y un Globo de Oro en su haber, impuso a su carrera actoral, si bien los premios le seguirían lloviendo tras su regreso a la interpretación en 2015. En 1992 se incorporó a la Cámara de los Comunes como diputada, tras una victoria en la circunscripción de Hampstead and Highgate que supuso una de las escasas alegrías que el Partido Laborista recabó en unas generales que habían dado por ganadas, y que, sin embargo, darían un cuarto mandato a los conservadores. La conquista para ella fue doble, ya que logró revertir el resultado en un escaño que durante dos décadas habían ostentado los tories británicos; y en 1997, con el primer triunfo electoral de Tony Blair, Jackson llegaría incluso a entrar en el gobierno, al asumir una secretaría de Estado en el Ministerio de Transporte.
Como prácticamente toda carrera política, la suya estuvo marcada por los altibajos: su intento de acceder a la alcaldía de Londres en 1999 no resultó, y su creciente insatisfacción con el llamado Nuevo Laborismo encarnado por Blair la convirtió en una de las voces críticas más feroces del por entonces primer ministro, especialmente tras su decisión de unirse a la invasión de Iraq. Como diputada, también sufrió fuertes reproches por su índice de asistencia al Parlamento, pero ella alegó que siempre había estado en las grandes votaciones y que su prioridad eran los ciudadanos a los que representaba. Su momento más memorable fue, presumiblemente, su feroz ataque a Margaret Thatcher en abril de 2013, cuando en una sesión parlamentaria de tributo a la Dama de Hierro tras su muerte, Jackson reprobó el “atroz daño social, económico y espiritual” infligido por Thatcher en el Reino Unido, un ataque criticado públicamente por su propio hijo como “infantil” y “autoindulgente”.